Por Quien Doblan Las Campanas?
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Nadie es una isla, completo en s? mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porci?n de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por qui?n doblan las campanas; doblan por ti.
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«Eras mucho caballo», dijo.
El Sordo, tumbado en ese momento sobre su costado sano, miraba al cielo. Estaba tumbado sobre un montículo de cartuchos vacíos, con la cabeza protegida por las rocas, y el cuerpo pegado contra el flanco del caballo. Sus heridas le endurecían dolorosamente sus músculos, padecía mucho y estaba demasiado fatigado para moverse.
- ¿Qué es lo que te pasa, hombre? -le preguntó el que estaba junto a él.
- Nada. Estoy descansando un poco.
- Duérmete -replicó el otro-; ya nos despertarán cuando lleguen.
En aquel momento alguien gritó desde el comienzo de la cuesta:
- Escuchad, bandidos -la voz provenía de detrás del peñasco que abrigaba la ametralladora más próxima a ellos-. Rendíos ahora, antes que los aviones os hagan trizas.
- ¿Qué ha dicho? -preguntó el Sordo.
Joaquín se lo repitió. El Sordo dio media vuelta y se irguió lo suficiente como para ponerse de nuevo a la altura de su arma.
- Quizá no tengan aviones -dijo-. No le respondáis ni disparéis. Quizá podamos hacer que ataquen de nuevo.
- ¿Y si los insultáramos un poco? -preguntó el hombre que había contado a Joaquín que el hijo de la Pasionaria estaba en Rusia.
- No -dijo el Sordo-; dame tu pistola grande. ¿Quién tiene una pistola grande?
- Yo.
- Dámela.
Se puso de rodillas, cogió la gran «Star» de nueve milímetros y disparó una bala al suelo, junto al caballo muerto. Esperó un rato y disparó después cuatro balas a intervalos regulares. Luego aguardó, contando hasta sesenta, y disparó una última bala en el cuerpo del caballo muerto. Luego sonrió y devolvió la pistola.
- Vuelve a cargarla -susurró-, y que nadie abra la boca ni dispare.
- Bandidos -gritó la misma voz desde detrás de los peñascos.
En la colina no le respondió nadie.
- Bandidos, rendíos ahora, antes que os hagamos saltar en mil pedazos.
- Ya pican -murmuró el Sordo, muy contento.
Mientras él vigilaba la cuesta, un hombre se dejó ver por encima de una roca. Ningún disparo salió de la colina, y la cabeza desapareció. El Sordo esperó, sin dejar de observar, pero no pasó nada. Volvió la cabeza para mirar a los otros, que vigilaban cada uno su correspondiente sector. Como respuesta a su mirada, los otros movieron negativamente la cabeza.
- Que nadie se mueva -susurró.
- Hijos de puta -gritó de nuevo la voz de detrás de los peñascos.
- Cochinos rojos, violadores de vuestra madre, bebedores de la leche de vuestro padre…
El Sordo sonrió. Conseguía oír los insultos volviendo hacia la voz su oreja buena. «Esto es mejor que la aspirina. ¿A cuántos vamos a atrapar? ¿Es posible que sean tan cretinos?»
La voz había callado de nuevo, y durante tres minutos no se oyó ni percibió ningún movimiento. Después, el soldado que estaba a un centenar de metros por debajo de ellos se puso al descubierto y disparó. La bala fue a dar contra la roca y rebotó con un silbido agudo. El Sordo vio a un hombre que, agazapado, corría desde los peñascos en donde estaba el arma automática, a través del espacio descubierto, hasta el gran peñasco, detrás del que se había escondido el hombre que gritaba, zambulléndose materialmente detrás de él.
El Sordo echó una mirada alrededor. Le hicieron gestos indicándole que no había novedad en las otras pendientes. El Sordo sonrió dichoso y movió la cabeza. «Diez veces mejor que la aspirina», pensó, y aguardó dichoso, como sólo puede serlo un cazador.
Abajo, el hombre que había salido corriendo, fuera del montón de piedras, hacia el refugio que ofrecía el gran peñasco, hablaba y le decía al tirador:
- ¿Qué piensas de esto?
- No sé -respondió el tirador.
- Sería lógico -dijo el hombre que era el oficial que mandaba el destacamento-. Están cercados. No pueden esperar más que la muerte.
El soldado no replicó.
- ¿Tú qué crees? -inquirió el oficial.
- Nada.
- ¿Has visto algún movimiento desde que dispararon los últimos tiros?
- Ninguno.
El oficial consultó su reloj de pulsera. Eran las tres menos diez.
- Los aviones deberían haber llegado hace una hora -comentó.
Entonces llegó al refugio otro oficial y el soldado se puso aparte para dejarle sitio.
- ¿Qué te parece, Paco? -preguntó el primer oficial.
El otro, que todavía jadeaba por la carrera que se había pegado para subir la cuesta atravesándola de uno a otro lado, desde el refugio de la ametralladora, respondió:
- Para mí, es una trampa.
- ¿Y si no lo fuera? Sería ridículo que estuviéramos aguardando aquí sitiando a hombres que ya están muertos.
- Ya hemos hecho algo peor que el ridículo -contestó el segundo oficial-. Mira hacia la ladera.
Miró hacia arriba, hacia donde estaban desparramados los cadáveres de las víctimas del primer ataque. Desde el lugar en que se encontraban se veía la línea de rocas esparcidas, el vientre, las patas en escorzo y las herraduras del caballo del Sordo, y la tierra recién removida por los que habían construído el parapeto.
- ¿Qué hay de los morteros? -preguntó el otro oficial.
- Deberán estar aquí dentro de una hora o antes.
- Entonces, esperémoslos. Ya hemos hecho bastantes tonterías.
- Bandidos -gritó repentinamente el primer oficial, irguiéndose y asomando la cabeza por encima de la roca; la cresta de la colina le pareció así mucho más cercana-. ¡Cochinos rojos! ¡Cobardes!
El segundo oficial miró al soldado moviendo la cabeza. El soldado apartó la mirada, apretando los labios.
El primer oficial permaneció allí parado, con la cabeza bien visible por encima de la roca y con la mano en la culata del revólver. Insultó y maldijo a los hombres que estaban en la cima. Pero no ocurrió nada. Entonces dio un paso, apartándose resueltamente del refugio, y se quedó allí parado, contemplando la cima.
- Disparad, cobardes, si aún estáis vivos -gritó-. Disparad sobre un hombre que no le teme a ningún rojo nacido de mala madre.
Era una frase muy larga para decirla a gritos, y el rostro del oficial se puso rojo y congestionado.
El segundo oficial, un hombre flaco, quemado por el sol, con ojos tranquilos y boca delgada, con el labio superior un poco largo, mejillas hundidas y mal rasuradas, volvió a mover la cabeza. El oficial que gritaba en aquellos momentos era el que había mandado el primer ataque. El joven teniente que yacía muerto en la ladera había sido el mejor amigo de este otro teniente, llamado Paco Berrendo, que ahora escuchaba los gritos de su capitán, el cual se encontraba en un estado visible de excitación.