Iacobus

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу Iacobus, Asensi Matilde-- . Жанр: Историческая проза. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
Iacobus
Название: Iacobus
Автор: Asensi Matilde
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 352
Читать онлайн

Iacobus читать книгу онлайн

Iacobus - читать бесплатно онлайн , автор Asensi Matilde

La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

Перейти на страницу:

Manrique me miró estupefacto, paralizado por la sorpresa. No sé qué demonios había esperado que le pidiera, pero, por la cara que puso, aquello no lo tenía previsto. De repente soltó una de sus estruendosas carcajadas.

– ¡Vivediós, Galcerán de Born! Siempre conseguís sorprenderme. ¿Y por qué tendríamos que concederos tan extraordinaria petición? ¡El Perquisitore suplicando al Temple un rinconcito en el que enterrarse y morir! ¡A fe mía que esto no me lo esperaba!

– Tendréis que concederme lo que os pido por varias razones. La primera, porque he visto el Arca de la Alianza -Manrique dio un respingo involuntario- y sé dónde la tenéis guardada, y aunque la hubierais cambiado de refugio, el mero hecho de saber con certeza que está en vuestro poder convocaría a todos los reyes cristianos de Europa en vuestra contra, incluidos los que se han portado misericordiosamente durante el proceso.

– Con mataros… -masculló cargado de odio-. Además, ¿quién me asegura que no habéis hablado ya sobre ello con el papado y con el Hospital y que todo esto no es más que una asquerosa trampa? ¿Cómo puedo saber que el secreto del Arca continúa seguro?

– Matarme no serviría de nada, sire, puesto que Sara y Jonás también conocen el lugar donde está oculta y se encargarían de propagarlo a los cuatro vientos antes de que les dierais alcance, lo que os resultaría, en cualquier caso, muy perjudicial. Respecto a si he guardado el secreto del Arca, no tengo más pruebas que la propia estupidez y avaricia de Su Santidad y de mis superiores: ¿ creéis realmente que si yo hubiera hablado del Arca cuando escapamos de Las Médulas hace un mes, habrían esperado tanto tiempo para enviar sus huestes a las galerías subterráneas del Bierzo? Por más que yo hubiera suplicado prudencia y sigilo (aunque no sé muy bien con qué objeto), a estas horas los túneles estarían plagados de soldados.

Manrique permaneció en silencio.

– La segunda razón por la cual accederéis a mi petición -dije sin ofrecerle una tregua-, es que conozco perfectamente la manera de encontrar vuestro oro, y no me estoy refiriendo a la clave de la Tau, sino a la forma, al procedimiento que utilizáis para esconder los tesoros. Sé que esta clave no es la única, que hay otras muchas de similares características, y no creo que me costase demasiado trabajo dar con ellas. Aunque, estoy pensando que, en realidad, podría continuar un poco más con la Tau, porque es imposible que hayáis logrado cambiar de lugar todas las riquezas ocultas bajo este signo. Por otro lado… -continué-, por otro lado, sé que no sólo tenéis el Arca de la Alianza, sino que también poseéis el tesoro del Templo de Salomón. ¿Me equivoco? -La cara de Manrique era una máscara de piedra-. Siempre se ha rumoreado que los templarios poseíais ambas cosas, el Arca y el tesoro del Templo, pero nunca pudo probarse. Sin embargo, si tenéis una de ellas, como yo sé con total certeza, ¿por qué no ibais a tener también la otra? Y os apuesto lo que queráis a que está también en Las Médulas, ya que es el único lugar que ofrece las garantías de seguridad necesarias para algo tan valioso.

– Nadie lo encontrará nunca -afirmó torvamente. Yo, en aquellos momentos, interpreté sus palabras como una señal de que había decidido matarme.

– Ya os he dicho, Manrique -exclamé precipitadamente-, que todavía tengo algo más que ofreceros.

– ¡Hablad, maldita sea! ¡Terminad de una vez!

– El pergamino de claves.

– ¿El pergamino de claves…? ¿Qué pergamino de claves?

– El pergamino de claves que encontré en la cripta de San Juan de Ortega, un rollo de cuero lleno de signos herméticos y textos latinos escritos en letras visigóticas que empieza con un versículo del Evangelio de Mateo: Nihil enim est opertum quod non revelabitur, aut occultum quod non scietur, «Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse».

Aunque no moví un músculo de la cara, por dentro mi espíritu estaba pletórico de satisfacción. Había ganado la partida, me dije orgulloso. Jaque mate.

– Si -sentencié-, ese pergamino de claves.

La máscara de piedra de Manrique de Mendoza había pasado a convertirse en el rostro demudado de un hombre incrédulo, apabullado, aplastado bajo un peso indecible caído súbitamente sobre sus hombros. La sangre había huido de sus mejillas y sus ojos empezaron a emitir una luz de desvarío.

– No, no es posible… -tartajeó-. ¿Cómo…?

– ¿Es que acaso no habíais advertido su pérdida? -quise saber con inocencia.

– Sólo hay tres copias -dijo pasándose la mano por la frente para secar un sudor frío y oleoso-. Sólo hay tres copias en todo el orbe. Y sólo dos personas saben dónde están esas copias: el gran maestre y el comandante del Reino de Jerusalén, nuestro tesorero general. Ni siquiera yo estaba al tanto de que una de ellas se hallaba oculta en San Juan de Ortega.

– Mala táctica -afirmé fingiendo pesar-. Supongo que vuestra Orden está persuadida de poseer un sistema de seguridad infalible.

– ¿Qué duda cabe? Pero ¿cómo supisteis vos de qué se trataba?

– En realidad, sólo estaba seguro de su importancia como códice de claves. En cuanto a su contenido, todavía no tengo claro si se trata de algo parecido a una llave universal que permite el acceso a cualquier lugar secreto de vuestra Orden, o si sólo vale para llegar hasta el Arca de la Alianza y el tesoro del Templo de Salomón. En cualquier caso, conozco su valor, sire, y os repito que obra en mi poder.

– ¿Lo lleváis encima? Dejadme verlo.

No pude creer lo que acababa de oír. O Manrique me creía tonto, o el tonto indiscutible era él. La sorpresa debió reflejarse en mí cara, porque a renglón seguido el de Mendoza dejó escapar una carcajada.

– ¡Bueno! -exclamó de excelente humor-. ¡Tenía la obligación de intentarlo! Vos habríais hecho lo mismo.

– Permitid que os aclare algunas cosas -exclamé enojado-. Si no regreso hoy mismo junto a Sara y a Jonás…

– ¿Por qué pronunciáis siempre su nombre en primer lugar? ¿Es que ya la habéis hecho vuestra?

Me abalancé sobre Manrique y, antes de que tuviera tiempo de reaccionar, le clavé el puño en la boca. Pero si había supuesto que la debilidad de su corazón le iba a impedir responder a mi ataque, me había equivocado por completo. Saltó sobre mí como un toro y me incrustó la cabeza en el estómago, doblándome en dos y dejándome sin aliento, propinándome, a continuación, un rodillazo tremendo en la barbilla.

– ¡Basta ya! -gritó entre jadeos, alejándose con paso inseguro-. ¡Basta ya!

Su labio estaba partido y la sangre le chorreaba por el mentón.

– ¡Bellaco mal nacido! -le espeté desde el suelo, respirando afanosamente.

– ¡Si no fuera porque cumplo órdenes, no saldríais vivo de aquí!

– ¡Miserable! -exclamé mientras me incorporaba con dificultad y recuperaba el resuello. Sacudí mis ropas y le miré desafiante-. Si no regreso hoy mismo junto a Sara y a Jonás, ellos tienen instrucciones para hacer llegar el pergamino a manos del gran comendador hospitalario de Francia, frey Robert d‘Arthus-Bertrand, duque de Soyecourt, de quien sin duda habréis oído hablar. Sin embargo, si llegamos a un acuerdo, yo mismo os lo entregaré en cuanto la mujer, el chico y yo estemos a salvo.

Manrique continuó en silencio. Sus ojos cansados recorrieron el acantilado, deteniéndose en la forma borrosa de la barca de Martiño.

– Ella está allí, ¿verdad? -preguntó con una repentina tristeza. Entonces lo comprendí todo. Todavía amaba a Sara.

Por primera vez en mi vida, sentí el aguijonazo de los celos atravesándome el corazón. Me pregunté qué diría ella, qué sentiría si lo supiera. ¿Desearía volver con él? ¿Le había amado más de lo que me amaba a mí…? No, me dije, los ojos de Sara no sabían mentir. El cuerpo de Sara no mentía jamás.

Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название