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Hija de la fortuna

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Hija de la fortuna
Название: Hija de la fortuna
Автор: Allende Isabel
Дата добавления: 15 январь 2020
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Hija de la fortuna - читать бесплатно онлайн , автор Allende Isabel

Eliza Sommers es una joven chilena que vive en Valpara?so en 1894, el a?o en que se descubre oro en California. Su amante, Joaqu?n Andieta, parte hacia el norte decidido encontrar fortuna, y ella decide seguirlo. El viaje infernal, escondida en la cala de un velero, y la b?squeda de su amante en una tierra de hombres solos y prostitutas atra?dos por la fiebre del oro, transforman a la joven inocente en una mujer fuera de lo com?n. Eliza recibe ayuda y afecto de Tao Chi`en, un m?dico chino, quien la conducir? de la mano en un itinerario memorable por los misterios y contradicciones de la condici?n humana.

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En mayo de 1853 Eliza leyó en el periódico que Joaquín Murieta y su secuaz, Jack Tres-Dedos, atacaron un campamento de seis pacíficos chinos, los ataron por las coletas y los degollaron; después dejaron las cabezas colgando de un árbol, como racimo de melones. Los caminos estaban tomados por los bandidos, nadie andaba seguro por esa región, había que movilizarse en grupos numerosos y bien armados. Asesinaban mineros americanos, aventureros franceses, buhoneros judíos y viajeros de cualquier raza, pero en general no atacaban a indios ni mexicanos, de ellos se encargaban los gringos. La gente aterrorizada trancaba puertas y ventanas, los hombres vigilaban con los rifles cargados y las mujeres se escondían, porque ninguna quería caer en manos de Jack Tres-Dedos. De Murieta, en cambio, se decía que jamás maltrataba a una mujer y en más de una ocasión salvó a una joven de ser mancillada por los facinerosos de su pandilla. Las posadas negaban hospedaje a los viajeros, porque temían que uno de ellos fuera Murieta. Nadie lo había visto en persona y las descripciones se contradecían, aunque los artículos de Freemont habían ido creando una imagen romántica del bandido, que la mayor parte de los lectores aceptaba como verdadera. En Jackson se formó el primer grupo de voluntarios para dar caza a la banda, pronto había compañías de vengadores en cada pueblo y se desató una cacería humana sin precedentes. Nadie que hablara español estaba libre de sospecha, en pocas semanas hubo más linchamientos apresurados de los que hubo en los cuatro años anteriores. Bastaba hablar español para convertirse en enemigo público y echarse encima la ira de los "sheriffs" y alguaciles. El colmo de la burla fue cuando la banda de Murieta huía de una partida de soldados americanos, que les iba pisando los talones, y se desvió brevemente para atacar un campamento de chinos. Los soldados llegaron segundos después y encontraron a varios muertos y a otros agonizando. Decían que Joaquín Murieta se ensañaba con los asiáticos porque rara vez se defendían, aunque estuvieran armados; tanto lo temían los "celestiales" que su sólo nombre producía una estampida de pánico entre ellos. Sin embargo, el rumor más persistente era que el bandido estaba armando un ejército y, en complicidad con ricos rancheros mexicanos de la región, pensaba provocar una revuelta, sublevar a la población española, masacrar a los americanos y devolver California a México o convertirla en república independiente.

Ante el clamor popular, el gobernador firmó un decreto autorizando al capitán Harry Love y un grupo de veinte voluntarios para dar caza a Joaquín Murieta en un plazo de tres meses. Se le asignó un sueldo de ciento cincuenta dólares al mes a cada hombre, lo cual no era mucho, teniendo en cuenta que debían financiar sus caballos, armas y provisiones, pero a pesar de ello, la compañía estaba lista para ponerse en camino en menos de una semana. Había una recompensa de mil dólares por la cabeza de Joaquín Murieta. Tal como señaló Jacob Freemont en el periódico, se condenaba a un hombre a muerte sin conocer su identidad, sin haber probado sus crímenes y sin juicio, la misión del capitán Love equivalía a un linchamiento. Eliza sintió una mezcla de terror y alivio, que no supo explicar. No deseaba que esos hombres mataran a Joaquín, pero tal vez eran los únicos capaces de encontrarlo; sólo pretendía salir de la incertidumbre, estaba cansada de dar manotazos a las sombras. De todos modos, era poco probable que el capitán Love tuviera éxito donde tantos otros habían fracasado, Joaquín Murieta parecía invencible. Decían que sólo una bala de plata podía matarlo, porque le habían vaciados dos pistolas a quemarropa en el pecho y seguía galopando por la región de Calaveras.

– Si esa bestia es tu enamorado, más vale que nunca lo encuentres -opinó Tao Chi´en, cuando ella le mostró los recortes de los periódicos coleccionados por más de un año.

– Creo que no lo es…

– ¿Cómo sabes?

En sueños veía a su antiguo amante con el mismo traje gastado y las camisas deshilachadas, pero limpias y bien planchadas, de los tiempos en que se amaron en Valparaíso. Aparecía con su aire trágico, sus ojos intensos y su olor a jabón y sudor fresco, la tomaba de la manos como entonces y le hablaba enardecido de la democracia. A veces yacían juntos sobre el montón de cortinas en el cuarto de los armarios, lado a lado, sin tocarse, completamente vestidos, mientras a su alrededor crujían las maderas azotadas por el viento del mar. Y siempre, en cada sueño, Joaquín tenía una estrella de luz en la frente.

– ¿Y eso qué significa? -quiso saber Tao Chi´en.

– Ningún hombre malo tiene luz en la frente.

– Es sólo un sueño, Eliza.

– No es uno, Tao, son muchos sueños…

– Entonces estás buscando al hombre equivocado.

– Tal vez, pero no he perdido el tiempo -replicó ella, sin dar más explicaciones.

Por primera vez en cuatro años volvía a tener conciencia de su cuerpo, relegado a un plano insignificante desde el instante en que Joaquín Andieta se despidió de ella en Chile, aquel funesto 22 de diciembre de 1848. En su obsesión por encontrar a ese hombre renunció a todo, incluso su feminidad. Temía haber perdido por el camino su condición de mujer para convertirse en un raro ente asexuado. Algunas veces, cabalgando por cerros y bosques, expuesta a la inclemencia de todos los vientos, recordaba los consejos de Miss Rose, que se lavaba con leche y jamás permitía un rayo de sol sobre su piel de porcelana, pero no podía detenerse en semejantes consideraciones. Soportaba el esfuerzo y el castigo porque no tenía alternativa. Consideraba su cuerpo, como sus pensamientos, su memoria o su sentido del olfato, parte inseparable de su ser. Antes no entendía a qué se refería Miss Rose cuando hablaba del alma, porque no lograba diferenciarla de la unidad que ella era, pero ahora empezaba a vislumbrar su naturaleza. Alma era la parte inmutable de sí misma. Cuerpo, en cambio, era esa bestia temible que después de años invernando despertaba indómita y llena de exigencias. Venía a recordarle el ardor del deseo que alcanzó a saborear brevemente en el cuarto de los armarios. Desde entonces no había sentido verdadera urgencia de amor o de placer físico, como si esa parte de ella hubiera permanecido profundamente dormida. Lo atribuyó al dolor de haber sido abandonada por su amante, al pánico de verse encinta, a su paseo por los laberintos de la muerte en el barco, al trauma del aborto. Estuvo tan machucada, que el terror de verse otra vez en tales circunstancias fue más fuerte que el ímpetu de la juventud. Pensaba que por el amor se pagaba un precio demasiado alto y era mejor evitarlo por completo, pero algo se le había dado vuelta por dentro en los últimos dos años junto a Tao Chi´en y de pronto el amor, como el deseo, le parecía inevitable. La necesidad de vestirse de hombre empezaba a pesarle como una carga. Recordaba la salita de costura, donde seguro en esos momentos Miss Rose estaría haciendo otro de sus primorosos vestidos, y la abrumaba una oleada de nostalgia por aquellas delicadas tardes de su infancia, por el té de las cinco en las tazas que Miss Rose había heredado de su madre, por las correrías comprando frivolidades de contrabando en los barcos. ¿Y qué sería de Mama Fresia? La veía refunfuñando en la cocina, gorda y tibia, olorosa a albahaca, siempre con un cucharón en la mano y una olla hirviendo sobre la estufa, como una afable hechicera. Sentía una añoranza apremiante por esa complicidad femenina de antaño, un deseo perentorio de sentirse mujer nuevamente. En su habitación no había un espejo grande para observar a aquella criatura femenina que luchaba por imponerse. Quería verse desnuda. A veces despertaba al amanecer afiebrada por sueños impetuosos en que a la imagen de Joaquín Andieta con una estrella en la frente, se sobreponían otras visiones surgidas de los libros eróticos que antes leía en voz alta a las palomas de la Rompehuesos. En aquel entonces lo hacía con notable indiferencia, porque esas descripciones nada evocaban en ella, pero ahora venían a penarle en sueños como lúbricos espectros. A solas en su hermoso aposento de muebles chinos, aprovechaba la luz del amanecer filtrándose débilmente por las ventanas para dedicarse a la arrobada exploración de sí misma. Se despojaba del pijama, miraba con curiosidad las partes de su cuerpo que alcanzaba a ver y recorría a tientas las otras, como hacía años atrás en la época en que descubría el amor. Comprobaba que había cambiado poco. Estaba más delgada, pero también parecía más fuerte. Las manos estaban curtidas por el sol y el trabajo, pero el resto era tan claro y liso como lo recordaba. Le parecía pasmoso que después de tanto tiempo aplastados bajo una faja, todavía tuviera los mismos pechos de antes, pequeños y firmes, con los pezones como garbanzos. Se soltaba la melena, que no se había cortado en cuatro meses y peinaba en una apretada cola en la nuca, cerraba los ojos y agitaba la cabeza con placer ante el peso y la textura de animal vivo de su pelo. Le sorprendía esa mujer casi desconocida, con curvas en los muslos y en las caderas, con cintura breve y un vello crespo y áspero en el pubis, tan diferente al cabello liso y elástico de la cabeza. Levantaba un brazo para medir su extensión, apreciar su forma, ver de lejos sus uñas; con la otra mano palpaba su costado, el relieve de las costillas, la cavidad de la axila, el contorno del brazo. Se detenía en los puntos más sensibles de la muñeca y el doblez del codo, preguntándose si Tao sentiría las mismas cosquillas en las mismas partes. Tocaba su cuello, dibujaba las orejas, el arco de las cejas, la línea de los labios; recorría con un dedo el interior de la boca y luego se lo llevaba a los pezones, que se erguían al contacto de la saliva caliente. Pasaba con firmeza las manos por sus nalgas, para aprender su forma, y luego con liviandad, para sentir la tersura de la piel. Se sentaba en su cama y se palpaba desde los pies hasta las ingles, sorprendida de la casi imperceptible pelusa dorada que había aparecido sobre sus piernas. Abría los muslos y tocaba la misteriosa hendidura de su sexo, mórbida y húmeda; buscaba el capullo del clítoris, centro mismo de sus deseos y confusiones, y al rozarlo acudía de inmediato la visión inesperada de Tao Chi´en. No era Joaquín Andieta, de cuyo rostro escasamente podía acordarse, sino su fiel amigo quien venía a nutrir sus febriles fantasías con una mezcla irresistible de abrazos ardientes, de suave ternura y de risa compartida. Después se olía las manos, maravillada de ese poderoso aroma de sal y frutas maduras que emanaba de su cuerpo.

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