Hija de la fortuna

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Hija de la fortuna
Название: Hija de la fortuna
Автор: Allende Isabel
Дата добавления: 15 январь 2020
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Hija de la fortuna - читать бесплатно онлайн , автор Allende Isabel

Eliza Sommers es una joven chilena que vive en Valpara?so en 1894, el a?o en que se descubre oro en California. Su amante, Joaqu?n Andieta, parte hacia el norte decidido encontrar fortuna, y ella decide seguirlo. El viaje infernal, escondida en la cala de un velero, y la b?squeda de su amante en una tierra de hombres solos y prostitutas atra?dos por la fiebre del oro, transforman a la joven inocente en una mujer fuera de lo com?n. Eliza recibe ayuda y afecto de Tao Chi`en, un m?dico chino, quien la conducir? de la mano en un itinerario memorable por los misterios y contradicciones de la condici?n humana.

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Seguía en ropa de hombre, porque le servía para la invisibilidad, tan necesaria en la misión de disparate con las "sing song girls" en que la había matriculado Tao Chi´en. Hacía tres años y medio que no se ponía un vestido y nada sabía de Miss Rose, Mama Fresia o su tío John; le parecían mil años persiguiendo una quimera cada vez más improbable. El tiempo de los abrazos furtivos con su amante había quedado muy atrás, no estaba segura de sus sentimientos, no sabía si continuaba esperándolo por amor o por soberbia. A veces transcurrían semanas sin acordarse de él, distraída con el trabajo, pero de pronto la memoria le lanzaba un zarpazo y la dejaba temblando. Entonces miraba a su alrededor desconcertada, sin ubicarse en ese mundo al cual había ido a parar. ¿Qué hacía en pantalones y rodeada de chinos? Necesitaba hacer un esfuerzo para sacudirse la confusión y recordar que se encontraba allí por la intransigencia del amor. Su misión no consistía de ninguna manera en secundar a Tao Chi´en, pensaba, sino buscar a Joaquín, para eso había venido de muy lejos y lo haría, aunque fuera sólo para decirle cara a cara que era un tránsfuga maldito y le había arruinado la juventud. Por eso había partido las tres veces anteriores, sin embargo, le fallaba la voluntad para intentarlo de nuevo. Se plantaba resuelta ante Tao Chi´en para anunciarle su determinación de continuar su peregrinaje, pero las palabras se le atascaban como arena en la boca. Ya no podía abandonar a ese extraño compañero que le había tocado en suerte.

– ¿Qué harás si lo encuentras? -le había preguntado una vez Tao Chi´en.

– Cuando lo vea sabré si todavía lo quiero.

– ¿Y si nunca lo encuentras?

– Viviré con la duda, supongo.

Había notado unas cuantas canas prematuras en las sienes de su amigo. A veces la tentación de hundir los dedos en esos fuertes cabellos oscuros o la nariz en su cuello para oler de cerca su tenue aroma oceánico, se tornaba insoportable, pero ya no tenían la excusa de dormir por el suelo enrollados en una manta y las oportunidades de tocarse eran nulas. Tao trabajaba y estudiaba demasiado; ella podía adivinar cuán cansado debía estar, aunque siempre se presentaba impecable y mantenía la calma aún en los momentos más críticos. Sólo trastabillaba cuando volvía de un remate trayendo del brazo a una muchacha aterrorizada. La examinaba para ver en qué condiciones se encontraba y se la entregaba con las instrucciones necesarias, luego se encerraba durante horas. "Está con Lin", concluía Eliza, y un dolor inexplicable se le clavaba en un lugar recóndito del alma. En verdad lo estaba. En el silencio de la meditación Tao Chi´en procuraba recuperar la estabilidad perdida y desprenderse de la tentación del odio y la ira. Poco a poco iba despojándose de recuerdos, deseos y pensamientos, hasta sentir que su cuerpo se disolvía en la nada. Dejaba de existir por un tiempo, hasta reaparecer transformado en un águila, volando muy alto sin esfuerzo alguno, sostenido por un aire frío y límpido que lo elevaba por encima de las más altas montañas. Desde allí podía ver abajo vastas praderas, bosques interminables y ríos de plata pura. Entonces alcanzaba la armonía perfecta y resonaba con el cielo y la tierra como un fino instrumento. Flotaba entre nubes lechosas con sus soberbias alas extendidas y de pronto la sentía con él. Lin se materializaba a su lado, otra águila espléndida suspendida en el cielo infinito.

– ¿Dónde está tu alegría, Tao? -le preguntaba.

– El mundo está lleno de sufrimiento, Lin.

– El sufrimiento tiene un propósito espiritual.

– Esto es sólo dolor inútil.

– Acuérdate que el sabio es siempre alegre, porque acepta la realidad.

– ¿Y la maldad, hay que aceptarla también?

– El único antídoto es el amor. Y a propósito: ¿cuándo volverás a casarte?

– Estoy casado contigo.

– Yo soy un fantasma, no podré visitarte toda tu vida, Tao. Es un esfuerzo inmenso venir cada vez que me llamas, ya no pertenezco en tu mundo. Cásate o te convertirás en un viejo antes de tiempo. Además, si no practicas las doscientas veintidós posturas del amor, se te olvidarán -se burlaba con su inolvidable risa cristalina.

Los remates eran mucho peores que sus visitas al "hospital". Existían pocas esperanzas de ayudar a las muchachas agonizantes, que si ocurría era un milagroso regalo, en cambio sabía que por cada chica que compraba en un remate, quedaban docenas libradas a la infamia. Se torturaba imaginando cuántas podría rescatar si fuera rico, hasta que Eliza le recordaba aquellas que salvaba. Estaban unidos por un delicado tejido de afinidades y secretos compartidos, pero también separados por mutuas obsesiones. El fantasma de Joaquín Andieta se iba alejando, en cambio el de Lin era perceptible como la brisa o el sonido de las olas en la playa. A Tao Chi´en le bastaba invocarla y ella acudía, siempre risueña, como había sido en vida. Sin embargo, lejos de ser una rival de Eliza, se había convertido en su aliada, aunque la muchacha aún no lo sabía. Fue Lin la primera en comprender que esa amistad se parecía demasiado al amor y cuando su marido la rebatió con el argumento de que no había lugar en China, en Chile ni en parte alguna para una pareja así, ella volvió a reír.

– No digas tonterías, el mundo es grande y la vida es larga. Todo es cuestión de atreverse.

– No puedes imaginarte lo que es el racismo, Lin, siempre viviste entre los tuyos. Aquí a nadie le importa lo que hago o lo que sé, para los americanos soy sólo un asqueroso chino pagano y Eliza es una "grasienta". En Chinatown soy un renegado sin coleta y vestido de yanqui. No pertenezco en ningún lado.

– El racismo no es una novedad, en China tú y yo pensábamos que los "fan güey" eran todos salvajes.

– Aquí sólo respetan el dinero y por lo visto yo nunca tendré suficiente.

– Estás equivocado. También respetan a quien se hace respetar. Míralos a los ojos.

– Si sigo ese consejo me darán un tiro en cualquier esquina.

– Vale la pena probarlo. Te quejas demasiado, Tao, no te reconozco. ¿Dónde está el hombre valiente que amo?

Tao Chi´en debía admitir que se sentía atado a Eliza por infinitos hilos delgados, fáciles de cortar uno a uno, pero como estaban entrelazados, formaban cuerdas irrompibles. Se conocían hacía pocos años, pero ya podían mirar hacia el pasado y ver el largo camino lleno de obstáculos que habían recorrido juntos. Las similitudes habían ido borrando las diferencias de raza. "Tienes cara de china bonita", le había dicho él en un descuido. "Tienes cara de chileno buen mozo", contestó ella al punto. Formaban una extraña pareja en el barrio: un chino alto y elegante, con un insignificante muchacho español. Fuera de Chinatown, sin embargo, pasaban casi desapercibidos en la variopinta multitud de San Francisco.

– No puedes esperar a ese hombre para siempre, Eliza. Es una forma de locura, como la fiebre del oro. Deberías darte un plazo -le dijo Tao un día.

– ¿Y qué hago con mi vida cuando termine el plazo?

– Puedes volver a tu país.

– En Chile una mujer como yo es peor que una de tus "sing song girls". ¿Regresarías tú a China?

– Era mi único propósito, pero empieza a gustarme América. Allá vuelvo a ser el Cuarto Hijo, aquí estoy mejor.

– Yo también. Si no encuentro a Joaquín me quedo y abro un restaurante. Tengo lo que se necesita: buena memoria para las recetas, cariño por los ingredientes, sentido del gusto y el tacto, instinto para los aliños… 909

– Y modestia -se rió Tao Chi´en.

– ¿Por qué voy a ser modesta con mi talento? Además tengo olfato de perro. De algo ha de servirme esta buena nariz: me basta oler un plato para saber qué contiene y hacerlo mejor.

– No te resulta con la comida china…

– ¡Ustedes comen cosas extrañas, Tao! El mío sería un restaurante francés, el mejor de la ciudad.

– Te propongo un trato, Eliza. Si dentro de un año no encuentras a ese Joaquín, te casas conmigo -dijo Tao Chi´en y ambos se rieron.

A partir de esa conversación algo cambió entre los dos. Se sentían incómodos si se encontraban solos y aunque deseaban estarlo, empezaron a evitarse. El anhelo de seguirla cuando se retiraba a su cuarto a menudo torturaba a Tao Chi´en, pero lo detenía una mezcla de timidez y respeto. Calculaba que mientras ella estuviera prendida del recuerdo del antiguo amante, no debía acercársele, pero tampoco podía continuar haciendo equilibrio en una cuerda floja por tiempo indefinido. La imaginaba en su cama, contando las horas en el silencio expectante de la noche, también desvelada de amor, pero no por él, sino por otro. Conocía tan bien su cuerpo, que podía dibujarlo en detalle hasta el lunar más secreto, aunque no la había visto desnuda desde la época en que la cuidó en el barco. Discurría que si se enfermara tendría un pretexto de tocarla, pero luego se avergonzaba de semejante pensamiento. La risa espontánea y la discreta ternura que antes brotaban a cada rato entre ellos, fueron reemplazadas por una apremiante tensión. Si por casualidad se rozaban, se apartaban turbados; estaban conscientes de la presencia o la ausencia del otro; el aire parecía cargado de presagios y anticipación. En vez de sentarse a leer o escribir en suave complicidad, se despedían apenas terminaba el trabajo en el consultorio. Tao Chi´en partía a visitar enfermos postrados, se reunía con otros "zhong yi" para discutir diagnósticos y tratamientos o se encerraba a estudiar textos de medicina occidental. Cultivaba la ambición de obtener un permiso para ejercer medicina legalmente en California, proyecto que sólo compartía con Eliza y los espíritus de Lin y su maestro de acupuntura. En China un "zhong yi" comenzaba como aprendiz y luego seguía solo, por eso la medicina permanecía inmutable por siglos, usando siempre los mismos métodos y remedios. La diferencia entre un buen practicante y uno mediocre era que el primero poseía intuición para diagnosticar y el don de aliviar con sus manos. Los doctores occidentales, sin embargo, hacían estudios muy exigentes, permanecían en contacto entre ellos y estaban al día con nuevos conocimientos, disponían de laboratorios y morgues para experimentación y se sometían al desafío de la competencia. La ciencia lo fascinaba, pero su entusiasmo no tenía eco en su comunidad, apegada a la tradición. Vivía pendiente de los más recientes adelantos y compraba cuanto libro y revista sobre esos temas caía en sus manos. Era tanta su curiosidad por lo moderno, que debió escribir en la pared el precepto de su venerable maestro: "De poco sirve el conocimiento sin sabiduría y no hay sabiduría sin espiritualidad." No todo es ciencia, se repetía, para no olvidarlo. En todo caso, necesitaba la ciudadanía americana, muy difícil de obtener para alguien de su raza, pero sólo así podría quedarse en ese país sin ser siempre un marginal, y necesitaba un diploma, así podría hacer mucho bien, pensaba. Los "fan güey" nada sabían de acupuntura o de las yerbas usadas en Asia durante siglos, a él lo consideraban una especie de curandero brujo y era tal el desprecio por otras razas, que los dueños de esclavos en la plantaciones del sur llamaban al veterinario cuando se enfermaba un negro. No era diferente su opinión sobre los chinos, pero existían algunos doctores visionarios que habían viajado o leído sobre otras culturas y se interesaban en las técnicas y las mil drogas de la farmacopea oriental. Continuaba en contacto con Ebanizer Hobbs en Inglaterra y en las cartas ambos solían lamentar la distancia que los separaba. "Venga a Londres, doctor Chi´en, y haga una demostración de acupuntura en el "Royal Medical Society", los dejaría boquiabiertos, se lo aseguro", le escribía Hobbs. Tal como decía, si combinaran los conocimientos de ambos podrían resucitar a los muertos.

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