Hija de la fortuna
Hija de la fortuna читать книгу онлайн
Eliza Sommers es una joven chilena que vive en Valpara?so en 1894, el a?o en que se descubre oro en California. Su amante, Joaqu?n Andieta, parte hacia el norte decidido encontrar fortuna, y ella decide seguirlo. El viaje infernal, escondida en la cala de un velero, y la b?squeda de su amante en una tierra de hombres solos y prostitutas atra?dos por la fiebre del oro, transforman a la joven inocente en una mujer fuera de lo com?n. Eliza recibe ayuda y afecto de Tao Chi`en, un m?dico chino, quien la conducir? de la mano en un itinerario memorable por los misterios y contradicciones de la condici?n humana.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
– Cierre el consultorio. No atenderé pacientes hoy, tengo otras cosas que hacer -anunció al ayudante.
Ese día las averiguaciones de Tao Chi´en cambiaron el rumbo de su destino. Las niñas tras los barrotes provenían de China, recogidas en la calle o vendidas por sus propios padres con la promesa de que irían a casarse a la Montaña Dorada. Los agentes las seleccionaban entre las más fuertes y baratas, no entre las más bellas, salvo si se trataba de encargos especiales de clientes ricos, quienes las adquirían como concubinas. Ah Toy, la astuta mujer que inventara el espectáculo de los agujeros en la pared para ser atisbada, se había convertido en la mayor importadora de carne joven de la ciudad. Para su cadena de establecimientos compraba a las chicas en la pubertad, porque resultaba más fácil domarlas y de todos modos duraban poco. Se estaba haciendo famosa y muy rica, sus arcas reventaban y había comprado un palacete en China para retirarse en la vejez. Se ufanaba de ser la madame oriental mejor relacionada, no sólo entre chinos, sino también entre americanos influyentes. Entrenaba a sus chicas para sonsacar información y así conocía los secretos personales, las maniobras políticas y las debilidades de los hombres en el poder. Si le fallaban los sobornos recurría al chantaje. Nadie se atrevía a desafiarla, porque desde el gobernador para abajo tenían tejado de vidrio. Los cargamentos de esclavas entraban por el muelle de San Francisco sin tropiezos legales y a plena luz del mediodía. Sin embargo, ella no era la única traficante, el vicio era de los negocios más rentables y seguros de California, tanto como las minas de oro. Los gastos se reducían al mínimo, las niñas eran baratas y viajaban en la cala de los barcos en grandes cajones acolchados. Así sobrevivían durante semanas, sin saber adónde iban ni por qué, sólo veían la luz del sol cuando les tocaba recibir lecciones de su oficio. Durante la travesía los marineros se encargaban de entrenarlas y al desembarcar en San Francisco ya habían perdido hasta el último trazo de inocencia. Algunas morían de disentería, cólera o deshidratación; otras lograban saltar al agua en los momentos en que las subían a cubierta para lavarlas con agua de mar. Las demás quedaban atrapadas, no hablaban inglés, no conocían esa nueva tierra, no tenían a quién recurrir. Los agentes de inmigración recibían soborno, hacían la vista gorda ante el aspecto de las chicas y sellaban sin leer los falsos papeles de adopción o de matrimonio. En el muelle las recibía una antigua prostituta, a quien el oficio había dejado una piedra negra en lugar del corazón. Las conducía arreándolas con una varilla, como ganado, por pleno centro de la ciudad, ante los ojos de quien quisiera mirar. Apenas cruzaban el umbral del barrio chino desaparecían para siempre en el laberinto subterráneo de cuartos ocultos, corredores falsos, escaleras torcidas, puertas disimuladas y paredes dobles, donde los policías jamás incursionaban, porque cuanto allí ocurría era "cosa de amarillos", una raza de pervertidos con la cual no había necesidad de meterse, opinaban.
En un enorme recinto bajo tierra, llamado por ironía "Sala de la Reina", las niñas enfrentaban su suerte. Las dejaban descansar una noche, las bañaban, les daban de comer y a veces las obligaban a tragar una taza de licor para aturdirlas un poco. A la hora del remate las llevaban desnudas a un cuarto atestado de compradores de todas las cataduras imaginables, quienes las manoseaban, les inspeccionaban los dientes, les metían los dedos donde les daba la gana y finalmente hacían sus ofertas. Algunas se remataban para los burdeles de más categoría o para los harenes de los ricos; las más fuertes solían ir a parar a manos de fabricantes, mineros o campesinos chinos, para quienes trabajarían por el resto de sus breves existencias; la mayoría se quedaba en los cubículos del barrio chino. Las viejas les enseñaban el oficio: debían aprender a distinguir el oro del bronce, para que no las estafaran en el pago, atraer a los clientes y complacerlos sin quejarse, por humillantes o dolorosas que fueran sus exigencias. Para dar a la transacción un aire de legalidad, firmaban un contrato que no podían leer, vendiéndose por cinco años, pero estaba bien calculado para que nunca pudieran librarse. Por cada día de enfermedad se le agregaban dos semanas a su tiempo de servicio y si intentaban escapar se convertían en esclavas para siempre. Vivían hacinadas en cuartos sin ventilación, divididos por una cortina gruesa, cumpliendo como galeotes hasta morir. Allí se dirigió Tao Chi´en aquella mañana, acompañado por los espíritus de Lin y de su maestro de acupuntura. Una adolescente vestida apenas con una blusa lo llevó de la mano tras la cortina, donde había un jergón inmundo, estiró la mano y le dijo que pagara primero. Recibió los seis dólares, se echó de espaldas y abrió las piernas con los ojos fijos en el techo. Tenía las pupilas muertas y respiraba con dificultad; él comprendió que estaba drogada. Se sentó a su lado, le bajó la camisa e intentó acariciarle la cabeza, pero ella lanzó un chillido y se encogió mostrando los dientes dispuesta a morderlo. Tao Chi´en se apartó, le habló largamente en cantonés, sin tocarla, hasta que la letanía de su voz la fue calmando, mientras observaba los magullones recientes. Por fin ella empezó a contestar a sus preguntas con más gestos que palabras, como si hubiera perdido el uso del lenguaje, y así se enteró de algunos detalles de su cautiverio. No pudo decirle cuánto tiempo llevaba allí, porque medirlo resultaba un ejercicio inútil, pero no debía ser mucho, porque aún recordaba a su familia en China con lastimosa precisión.
Cuando Tao Chi´en calculó que los minutos de su turno tras la cortina habían terminado, se retiró. En la puerta aguardaba la misma vieja que lo había recibido la noche anterior, pero no dio muestras de reconocerlo. De allí se fue a preguntar en tabernas, salas de juego, fumaderos de opio y por último partió a visitar a otros médicos del barrio, hasta que poco a poco pudo encajar las piezas de aquel puzzle. Cuando las pequeñas "sing song girls" estaban demasiado enfermas para seguir sirviendo, las conducían al "hospital", como llamaban los cuartos secretos donde había estado la noche anterior, y allí las dejaban con una taza de agua, un poco de arroz y una lámpara con aceite suficiente para unas horas. La puerta volvía abrirse unos días más tarde, cuando entraban a comprobar la muerte. Si las encontraban vivas, se encargaban de despacharlas: ninguna volvía a ver la luz del sol. Llamaron a Tao Chi´en porque el "zhong yi" habitual estaba ausente.
La idea de ayudar a las muchachas no fue suya, le diría nueve meses más tarde a Eliza, sino de Lin y su maestro de acupuntura.
– California es un estado libre, Tao, no hay esclavos. Acude a las autoridades americanas.
– La libertad no alcanza para todos. Los americanos son ciegos y sordos, Eliza. Esas niñas son invisibles, como los locos, los mendigos y los perros.
– ¿Y a los chinos tampoco les importa?
– A algunos sí, como yo, pero nadie está dispuesto a arriesgar la vida desafiando a las organizaciones criminales. La mayoría considera que si durante siglos en China se ha practicado lo mismo, no hay razón para criticar lo que pasa aquí.
– ¡Qué gente tan cruel!
– No es crueldad. Simplemente la vida humana no es valiosa en mi país. Hay mucha gente y siempre nacen más niños de los que se pueden alimentar.
– Pero para ti esas niñas no son desechables, Tao…
– No. Lin y tú me han enseñado mucho sobre las mujeres.
– ¿Qué vas a hacer?
– Debí hacerte caso cuando me decías que buscara oro, ¿te acuerdas? Si fuera rico las compraría.
– Pero no lo eres. Además todo el oro de California no alcanzaría para comprar a cada una de ellas. Hay que impedir ese tráfico.
– Eso es imposible, pero si me ayudas puedo salvar algunas…
Le contó que en los últimos meses había logrado rescatar once muchachas, pero sólo dos habían sobrevivido. Su fórmula era arriesgada y poco efectiva, pero no podía imaginar otra. Se ofrecía para atenderlas gratis cuando estaban enfermas o embarazadas, a cambio de que le entregaran a las agonizantes. Sobornaba a las mujeronas para que lo llamaran cuando llegaba el momento de mandar a una "sing song girl" al "hospital", entonces se presentaba con su ayudante, colocaban la moribunda en una parihuela y se la llevaban. "Para experimentos", explicaba Tao Chi´en, aunque muy rara vez le hacían preguntas. La chica ya nada valía y la extravagante perversión de ese doctor les ahorraba el problema de deshacerse de ella. La transacción beneficiaba a ambas partes. Antes de llevarse a la enferma, Tao Chi´en entregaba un certificado de muerte y exigía que le devolvieran el contrato de servicio firmado por la muchacha, para evitar reclamos. En nueve casos las jóvenes estaban más allá de cualquier forma de alivio y su papel había sido simplemente sostenerlas en sus últimas horas, pero dos habían sobrevivido.
– ¿Qué hiciste con ellas? -preguntó Eliza.
– Las tengo en mi pieza. Están todavía débiles y una parece medio loca, pero se repondrán. Mi ayudante quedó cuidándolas mientras yo venía a buscarte.
– Ya veo.
– No puedo tenerlas más tiempo encerradas.
– Tal vez podamos mandarlas de vuelta a sus familias en China…
– ¡No! Volverían a la esclavitud. En este país pueden salvarse, pero no sé cómo.
– Si las autoridades no ayudan, la gente buena lo hará. Vamos a recurrir a las iglesias y a los misioneros.
– No creo que a los cristianos les importen esas niñas chinas.
– ¡Qué poca confianza tienes en el corazón humano, Tao!
Eliza dejó a su amigo tomando té con la Rompehuesos, envolvió uno de sus panes recién horneados y se fue a visitar al herrero. Encontró a James Morton con medio cuerpo desnudo, un delantal de cuero y un trapo amarrado en la cabeza, sudando ante la forja. Adentro hacía un calor insoportable, olía a humo y metal caliente. Era un galpón de madera con suelo de tierra y una doble puerta, que invierno y verano permanecía abierta durante las horas de trabajo. Al frente se alzaba un gran mesón para atender a los clientes y más atrás la fragua. De las paredes y vigas del techo colgaban instrumentos del oficio, herramientas y herraduras fabricadas por Morton. En la parte posterior, una escala de mano daba acceso al altillo que servía de dormitorio, protegido de los ojos de los clientes con una cortina de osnaburgo encerada. Abajo el mobiliario consistía en una tinaja para bañarse y una mesa con dos sillas; la única decoración eran una bandera americana en la pared y tres flores silvestres en un vaso sobre la mesa. Esther planchaba una montaña de ropa bamboleando una enorme barriga y bañada de transpiración, pero levantaba las pesadas planchas a carbón canturreando. El amor y el embarazo la habían embellecido y un aire de paz la iluminaba como un halo. Lavaba ropa ajena, trabajo tan arduo como el de su marido con el yunque y el martillo. Tres veces a la semana cargaba una carretela con ropa sucia, iba al río y pasaba buena parte del día de rodillas jabonando y cepillando. Si había sol, secaba la ropa sobre las piedras, pero a menudo debía regresar con todo mojado, enseguida venía la faena de almidonar y planchar. James Morton no había logrado que desistiera de su brutal empeño, ella no quería que su bebé naciera en ese lugar y ahorraba cada centavo para trasladar su familia a una casa del pueblo.