Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
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– Aunque… ¿qué?
– En Torres del Río una nube de humo salía del sepulcro abierto. De hecho, las dos figuras femeninas, las dos Marías del Evangelio, más parecían cadáveres que otra cosa. Es posible, Jonás, es muy posible que el sepulcro de san Juan de Ortega contenga alguna trampa, algún veneno volátil suspendido en el aire.
– Pues no se lo digáis al conde Le Mans -dejó escapar alegremente-. Debe estar a punto de aparecer. Que lo abra él. ¿No es lo que desea?
– Si -afirmé con una sonrisa parecida a la suya-, es una idea excelente. No digo que no sienta tentaciones de dejarle morir envenenado. Pero esta vez, muchacho, el tesoro lo recuperaremos nosotros. Le Mans no tiene que enterarse hasta que no hayamos visto el interior de esa tumba.
– ¡Pero moriremos nosotros!
– No, porque sabemos que ese riesgo existe y pondremos los medios necesarios para impedir que ocurra. Y ahora, joven Jonás, aunque te cueste un esfuerzo enorme, pon cara de ángel serMico y abandonemos esta iglesia como si hubiéramos estado rezando piadosamente: ni un gesto, ni un movimiento que delate lo que sabemos, ¿entendido? Recuerda que los esbirros de Le Mans nos observan.
– Tranquilo, sire, y fijaos en mí.
De repente se desmoronó. Su abatimiento y tristeza eran tan exagerados que tuve que darle un coscorrón.
– ¡No tanto, zoquete!
Si volvíamos al santuario, Le Mans se enteraría, así que debíamos encontrar una buena excusa que hiciera razonablemente lógica una nueva visita. Por fortuna, nos la proporcionó el propio clérigo del lugar:
– Debo ir a la iglesia a apagar las velas de las lámparas y los cirios del altar -murmuró desperezándose y dando un largo bostezo.
Estábamos sentados frente a un fuego, envueltos en viejas y agujereadas mantas de lana. Sara dormitaba, inquieta, en su asiento; estaba nerviosa porque al día siguiente se iba a encontrar en Burgos con el de Mendoza. También yo me sentía alterado por la cercanía del encuentro con Isabel, pero no sabía qué era lo que más me afectaba, si ver a la madre de Jonás después de tantos años o que Sara encontrara a su amado Manrique.
– Dejad que vaya mi hijo -propuse.
– ¡Oh, no! Tengo por costumbre rezar a san Juan todos los días a estas horas mientras apago las candelas.
– Está bien, pues dejad que vayamos mi hijo y yo y, en agradecimiento por lo bien que nos habéis tratado, ambos rezaremos al santo por vos y en vuestro lugar.
– ¡No es mala idea, no señor! -profirió encantado.
– Es muy buena idea -corroboré para no darle tiempo a pensar-. Jonás, coge el apagavelas del frade y vamos.
Jonás cogió de un rincón el cayado con el cucurucho de latón en lo alto y se quedó de pie junto a la puerta, esperándome. Yo me incorporé y me acerqué a Sara para decirle que nos íbamos, pero estaba tan dormida que no lo advirtió. Hubiera podido ponerle la mano en el hombro para despertarla y nadie hubiera pensado nada malo de mi; hubiera podido, incluso, cogerle una mano y acariciarsela, y tampoco hubiera ocurrido nada extraordinario; hubiera podido rozarle el peio suavemente, o la mejilla, y ni el buen cura se hubiera escandalizado. Pero no hice nada de todo aquello, porque yo sí hubiera sabido la verdad.
– Sara, Sara… -susurré cerca de su oído-. Id a la cama. Jonás y yo volveremos ahora mismo.
Atravesamos la explanada alumbrados por la luz del plenilunio. La iglesia estaba igual de vacía que cuando la dejamos, aunque más silenciosa porque el mosconeo, felizmente, había desaparecido.
– ¿Cómo haremos para levantar la tapa del sepulcro? -susurró Jonás.
– «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», dijo Arquímedes.
– ¿Quién?
– ¡Vivediós, Jonás! ¡No has recibido la menor educación!
– ¡Pues ahora vos sois el único responsable de ella, así que ya sabéis!
Hice como que no le había oído y saqué de debajo de mi saya una azuela y la daga de Le Mans y, enarbolándolas, me acerqué a la sepultura.
– Toma -dije alargándole el estilete-, raspa la argamasa por el otro lado y cuando hayas terminado trae el apagavelas.
No fue difícil mover la plancha con la ayuda de la vara una vez que la hubimos desprendido, aunque había que hacerlo con mucho cuidado para no quebrar la madera.
– Quitate la camisa -ordené a Jonás-, y pártela en dos. Luego, empapa los pedazos en el agua bendita de la pila.
– ¡En el agua bendita!
– ¡Haz lo que te digo! ¡Y rápido, si no quieres morir envenenado!
Embozamos nuestros rostros con las telas mojadas sujetándolas con sendos nudos tras las cabezas y entonces di el empujón definitivo a la tapa, que cedió y se retiró un codo aproximadamente. Del interior se alzó una bocanada de humo amarillo que se expandió rápidamente por todo el recinto de la iglesia.
– ¡Tápate los ojos con el paño mojado y tírate al suelo! -grité, mientras me abalanzaba hacia la puerta para abrirla de par en par. La brisa de la noche disipó parte de la niebla azafranada; el resto se quedó flotando en el cielo de la nave, apenas dos palmos sobre nuestras cabezas. Si no hubiéramos estado advertidos por el capitel, habríamos muerto irremisiblemente.
– ¡Levántate despacio, muchacho!
Inclinado como un giboso para evitar la nube ponzoñosa, me asomé al interior del sepulcro. Unos peldaños de piedra descendían hacia el interior oscuro de una cripta oculta bajo el suelo de la iglesia.
– Jonás, coge uno de los candelabros del altar y tráelo. ¡Pero acuérdate de caminar inclinado! El aire es más limpio por abajo.
Descendimos con suma precaución, temiendo que faltase el suelo bajo nuestros pies, que alguna piedra se desprendiese sobre nuestras cabezas, o que alguna trampa inesperada diera con nuestros huesos, para siempre, en aquella sepultura. Pero no se produjo ninguno de aquellos incidentes. Llegamos hasta abajo sin sorpresas desagradables. A la luz de las velas contemplamos una sala pequeñita y circular con las paredes y el techo cubiertos por grandes losas de piedra. El suelo no lo vimos, porque estaba oculto por grandes cofres repletos de monedas de oro y plata, por montones de gemas sobre los que descansaban piezas de telas bordadas, coronas, diademas, collares, pendientes, anillos, vasos, cálices, cruces, candelabros y un sinnúmero de pergaminos de variadas escrituras traídos de Oriente. ¡Y aquello no era más que un tesoro menor, una pequeña parte, una minúscula pizca del total! Silenciosos y deslumbrados por los reflejos de la luz sobre las joyas estuvimos dando vueltas, mirando, tocando y calibrando valiosísimos rosarios, relicarios portentosos, vinajeras, copones, custodias y colgantes, hasta que, inesperadamente, el muchacho rompió el silencio:
– Tengo un mal presagio, sire. Vayámonos enseguida de aquí.
– ¿De qué hablas?
– No lo sé, sire… -titubeó-. Sólo sé que quiero irme. Es una sensación muy fuerte.
– Está bien, muchacho, vámonos. La vida me ha enseñado a recibir estas inexplicables señales con respeto. Más de una vez me había encontrado en serios apuros por no aceptar mis corazonadas, por no hacer caso de esos avisos misteriosos. De modo que, si mi hijo lo sentía así, había que irse… y rápido.
Sobre una mesilla de madreperla descansaba, como para hacerse notar, un vulgar lectorile de madera sin desbastar y, sobre él, abandonado, un rollo de cuero atado con cintas lacradas con el sigillum templario. No lo pensé dos veces y lo cogí al vuelo, guardándolo entre los pliegues de mi saya mientras seguía al muchacho escalerilla arriba a toda velocidad.