Diario de la Guerra de Espana
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Esta es la traducci?n castellana de la edici?n definitiva. Koltsov, corresponsal extraordinario de Pravda en Espa?a, fue testigo ocular de los acontecimientos que narra. Estrechamente ligado a la pol?tica contempor?nea del partido comunista ruso y periodista fuera de lo com?n, uni? a una gran valent?a personal dotes pol?ticas y militares excepcionales, una innegable profundidad de an?lisis y una lengua exacta y po?tica. Su papel en Espa?a fue mucho m?s importante que el que se puede esperar de un simple corresponsal de guerra, y sus actividades le situaron en m?s de una ocasi?n en el plano m?s elevado de la acci?n pol?tica. Su maravillosa fuerza descriptiva es patente en los pasajes m?s duros del Diario: la muerte de Lukacs, la conversaci?n con el aviador moribundo, el tanquista herido, el asalto frustrado al Alc?zar... Pero nada supera, sin duda, la maestr?a de los retratos de Koltsov. Su pluma arranca los rasgos esenciales de los nombres m?s significativos del campo republicano: Largo Caballero, Durruti, Alvarez del Vayo, Rojo, Malraux, Garc?a Oliver, Kleber, La Pasionaria, Casares Quiroga, L?ster, Checa, Aguirre, Jos? D?az, junto a gentes de importancia menos se?alada, con frecuencia an?nimas: oficiales, soldados, mujeres, ni?os... Es ?ste, en definitiva, un documento literario y pol?tico de un periodo crucial —1936-1937—, que ayuda no s?lo a revivirlo sino a comprenderlo.
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Un secretario con un montón de papeles corre de un lado a otro. Con algunos de los visitantes se explica él mismo, a otros les deja franquear una puerta muy bien cerrada, tras la que se halla el jefe superior... Para mí basta el secretario.
—¿Qué quiere usted?
—Ir unos días a San Sebastián. Vengo de Holanda.
El secretario se interesa por el pasaporte, pero yo preferí olvidarlo en el hotel.
—¿Y cómo está la cuestión del visado francés de salida? ¿Ya lo tiene?
—Todavía no.
El secretario reflexiona.
—Entonces, diríjase al señor Berenville. Le encontrará usted en el Bar Vasco, al final de la avenida, abajo. Llévese un impreso. Devuélvalo después de haberlo llenado.
El cuestionario contiene las preguntas habituales en estos casos y va dirigido al jefe de la Sexta División de Burgos.
Abandono Nacho Enea con un ligero sentimiento de desencanto. ¡Ningún misterio! Ni más ni menos que un consulado de los facciosos fascistas en el territorio de Francia.
El Bar Vasco resulta ser un elegante cabaret-dancing francés. Semejantes establecimientos suelen estar abiertos sólo por la noche. Pero no, éste también ahora está concurrido. Ante dos mesitas beben animosamente cerveza y charlan en dialecto berlinés unos robustos jovenzuelos. Típico corte de pelo de la Reichwehr: al cero en torno de la cabeza; encima, raya y pelo con brillantina. Turistas clavados, indiscutiblemente de Holanda...
El camarero de la barra comprende que no he venido aquí a la una del día para bailar.
—¿Necesita usted, probablemente, a monsieur Berenville? Está en Nacho Enea, volverá de un momento a otro. Estos señores también le esperan.
—Bueno, mejor será que vuelva después.
El señor Berenville es el líder de los fascistas de la localidad y el que dirige los traslados al territorio de Franco. El Bar Vasco es su sala de recepción. Todo esto no tiene nada de sorprendente. Es mucho más enternecedora otra cosa. A trescientos pasos de Nacho Enea, en otra villa, mora permanentemente, desde el comienzo de la sublevación fascista, el señor Jean Erbett, que hasta ahora sigue considerado como el embajador de Francia junto al gobierno español republicano.
... Desde aquí no queda lejos Behovia. Aquí está. El río, el puente fronterizo o, como aquí lo llaman, internacional. Junto al puente, está la aduana francesa: gendarmes, policía, la garita para el control y los pases. De vez en cuando llegan automóviles, salen de ellos señores ricos por su aspecto, se asoman por unos momentos a la garita y en seguida cruzan el puente hacia la parte española.
Los guardias fronterizos cuentan:
—Anteayer otra vez se evadió por aquí un suboficial del ejército fascista. ¡Vaya tiroteo que abrieron contra él! ¡Fue verdaderamente un milagro que no mataran a ninguno de nosotros!
—¿Es posible que dispararan hacia la parte francesa?
—¡Y cómo! Con ametralladoras. Véalo usted mismo.
En efecto, las paredes de las casas que miran hacia la frontera están acribilladas de balazos. Algunas balas dieron incluso en la señal fronteriza francesa, le hicieron saltar el esmalte.
—¿Y ustedes no respondieron de ningún modo?
—No teníamos orden.
—¿Disparan contra ustedes con ametralladora a través de la frontera y no reaccionan a este acto de ninguna manera?
El oficial del servicio de fronteras extiende tristemente los brazos.
—Créame que si nos lo permitieran, demostraríamos que sabemos defender el honor de la frontera francesa.
—¿Y los órganos del control internacional?
—¡Oh, a ellos esto es lo que menos les preocupa! Su misión es asegurar la no intervención allí. En cuanto a la intervención en esta parte, tienen razón cuando dicen que Francia misma podría garantizar en este sentido su seguridad.
... En Hendaya se encuentra el principal punto de paso entre Francia y el campo de Franco. En el puente fronterizo, hay tanto movimiento como en un bulevar. En la garita debería haber el oficial de control, un oficial holandés. Debería estar, pero no está. Los guardias fronterizos explican: está comiendo.
—Está comiendo desde la mañana hasta última hora de la tarde. Le encontrará usted en el restaurante cerca de la estación. Antes del establecimiento del control internacional no sabíamos lo que es capaz de beber en un día un solo holandés. Cuanto más vive uno tantas más cosas interesantes aprende.
Al otro extremo del puente, se hallan inmóviles los guardias civiles del general Franco. Los mismos negros tricornios charolados de la monarquía, el mismo color limón del correaje. De pronto se ponen firmes, presentan armas. A través del puente se dirige hacia nuestro lado un lujoso automóvil. Un hombre de elevada talla repantigado en el asiento posterior, saluda condescendientemente con un movimiento de mano a la guardia francesa y, sin detenerse, se aleja por la carretera. ¿Quién es? Es el mayor Troncoso, comandante militar del Irún fascista.
—¿Y viene aquí con frecuencia?
—Varias veces al día. Goza del derecho de entrar y salir sin obstáculos. Tiene aquí, en Francia, infinitas ocupaciones.
En la estación procuro encontrar al representante del control internacional. Es muy fácil —todos saben dónde come el holandés—. Ahí está: lleva la servilleta atada con un nudo detrás del cuello para que no se le caiga; sobre la mesa, una batería de botellas. Procuro entrar en conversación con él, pero, ¡ay!, el bravo representante del ejército holandés no puede coordinar dos palabras. Bueno está para controlar, ¡no puede ni alzarse detrás de la mesa!
En Hendaya también ayer se levantó acta sobre el tiroteo de la frontera por personas desconocidas desde el territorio español.
Un «desconocido» arroja por la borda de aviones de guerra, toneladas de sustancias explosivas sobre ciudades francesas. Un «desconocido» descascarilla con fuego de ametralladora las señales fronterizas francesas.
Un «desconocido» hunde barcos mercantes británicos. Un «desconocido» interviene con toda la fuerza de su potente armamento en los asuntos internos de España, en la lucha de su pueblo contra los sublevados fascistas. ¿No habrá ido demasiado lejos este «desconocido», al que no hay niño que no conozca? ¿No habrá rebasado todos los límites de la paciencia? ¿No se habrá vuelto el mundo demasiado pequeño a causa de los tirones y saltos, que han quedado impunes, y que se hacen cada vez más furiosos y osados?
Llegué anochecido a Toulouse. En seguida llamé a París, a unos conocidos, y les rogué que buscaran al aviador Abel Guides, si se encontraba en París. Que le digan sólo una cosa: que le ruego venga urgentemente a Toulouse para jugar al tenis y, en general, para descansar.