La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
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Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.
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– Se me rompe el corazón -comentó Lancelot con sarcasmo.
– Dentro de una hora, como mucho, estarás deseando que eso ocurra -dijo Morgana con malevolencia-. Pero me temo que tu deseo no va a poder cumplirse. Esta tierra es la Tir Nan Og, Lancelot. La Isla de la Inmortalidad. A veces, no poder morir se transforma en una maldición -y haciendo un gesto autoritario con la mano, se dirigió al hombre que estaba junto a Lancelot-: Lleváoslo. Y no desperdiciéis más tiempo. Ya sabéis que al dragón no le gusta que le hagan esperar.
– Pero, ¡señora! -replicó el elbo oscuro-. ¡El dragón! Quiero decir: él… es casi un niño y…
– ¡Ya has oído lo que he dicho! -le interrumpió Morgana impaciente-. ¿Vas a acatar mis órdenes o se lo encargo a alguno de tus hombres? El apetito del dragón alcanza también para dos.
– No, Mylady -contestó el elbo. Un dejo de temor se había apoderado de su voz-. Haré lo que decís.
– Qué sorpresa -dijo Morgana con hostilidad.
Y Lancelot saltó.
Con la energía que le otorgaba la desesperación, se incorporó, saltó sobre el caballo de Morgana y se sentó detrás de ella antes de que ésta se diera cuenta de lo que ocurría. Morgana gritó asustada, mientras Lancelot rodeaba su cuello con el brazo izquierdo y con el otro tiraba de su cabeza hacia atrás, de tal modo que, al no poder apenas respirar, el grito de la bruja se transformaba en un jadeo sofocado. En ese mismo espacio de tiempo, por lo menos media docena de elbos oscuros dispusieron sus armas en actitud de ataque hacia Lancelot.
– ¡Que no se mueva nadie! -gritó el joven-. Si dais un paso más, ¡le rompo el pescuezo!
La mayoría de los elbos optaron por no disparar. Sólo dos o tres continuaron acercándose, pero abandonaron cuando vieron que él doblaba la cabeza de Morgana un poco más hacia atrás.
– Y ahora podemos seguir hablando -dijo el caballero.
– No… no… puedo… respirar…
– Vaya… -respondió Lancelot-. ¿No acabas de explicarme que aquí no existe la muerte? Y ya que estamos: ¿te gustaría pasar el resto de tus interminables días atada al palo de una escoba para que tu cabeza no caiga descontrolada sobre tus hombros?
– ¡Déjalo ya, estúpido! -vociferó el elbo-. ¡No tienes ninguna oportunidad!
Su aseveración tenía una parte de verdad. Frente a él se levantaban más de una docena de espadas y lanzas, y prefería no saber las que tenían su espalda como diana. En vez de hacer caso, tiró un poco más de la cabeza de Morgana, lo que estuvo al borde de ahogarla. Un instante después aflojó el brazo de nuevo.
Morgana jadeó en busca de aire.
– Tú… estás loco -gimió-. Tu muerte… será mil veces peor… que la que… te tenía… te tenía destinada. No sabes con quién te las estás viendo.
– ¿Con una bruja? -conjeturó Lancelot.
– Vas a pagar por esto -le amenazó Morgana. Le costaba mucho hablar, pero eso hacía su amenaza mucho más evidente.
– Seguramente -respondió Lancelot-. Pero por el momento las cosas parecen estar de mi parte. ¡Dile a tu gente que se vaya!
Morgana se rió, sólo durante un instante, el tiempo que Lancelot tardó para tirar con más fuerza de su cuello. En su nuca sonó un chasquido y el joven decidió tener más cuidado. No quería matarla.
– Lo digo en serio. ¡Manda a vuestra gente lejos si no quieres morir!
– Ya… habéis oído… lo que ha… dicho -jadeó Morgana-. ¡Desapareced!
El elbo que era el capitán del grupo dudó.
– Señora…
– ¡Desapareced! -Morgana intentaba gritar, pero sólo conseguía emitir jadeos entrecortados; a pesar de ello, el guerrero titubeó un momento más, luego dio a sus seguidores la señal de partida. Cuando él mismo iba a girar su caballo, escuchó la voz de Lancelot:
– ¡Alto!
El elbo lo miró lleno de odio.
– ¡Mi espada! -demandó Lancelot-. Devuélvemela. Con cuidado y la empuñadura hacia mí. Y no hagas nada que provoque el sufrimiento de tu señora.
– Dale la maldita espada de una vez, estúpido -ordenó Morgana.
El elbo oscuro hizo lo que ella le pedía, muy despacio y con visible disgusto. Lancelot pudo intuir lo que rebullía en su cabeza. Podría matarle en menos de un segundo, pero no se atrevió. Él ejercía tal presión en el cuello de Morgana que un solo movimiento involuntario bastaría para romperle el pescuezo. Por otra parte, Lancelot se preguntaba cuánto tiempo más aguantaría aquella tensión. Los músculos de su brazo derecho estaban contraídos y le dolían terriblemente.
Cogió la espada con rapidez, le indicó al elbo que se marchara y le pegó tal empujón a Morgana que ésta resbaló de la silla y cayó al suelo. Cuando intentó levantarse, Lancelot le puso la punta de la espada en la garganta y Morgana se quedó en una posición casi grotesca, a medio camino entre sentada y agachada.
– ¡No intentes trucos conmigo! -dijo Lancelot en tono de amenaza-. ¡Sé muy bien de lo que eres capaz! Un movimiento en falso y te atravieso la garganta.
Morgana se levantó muy despacio. Sus ojos desprendían odio.
– ¡No creo que lo sepas, estúpido mozo de cocina! -escupió llena de odio-. Pero lo sabrás, te lo prometo.
Lancelot hizo un movimiento con la cabeza.
– ¡Vamos!
– ¿Adonde? -Morgana no se movió.
– Me llevarás de regreso -ordenó Lancelot-. ¡Date la vuelta y vamos!
Morgana obedeció, aunque de mala gana. Lancelot siguió amenazándola con la espada y ella pareció tomarlo en serio. Sin embargo, hacía ya tiempo que él tenía sus dudas de que pudiera matarla. Matar a una persona en medio de la batalla ya era bastante malo, pero por lo menos uno podía engañarse diciendo que era legítima defensa. Pero, ¿clavarle una espada por la espalda? Aquello sería puro asesinato.
Abandonaron el claro. El caballo de Morgana los seguía como una sombra. Cuando llevaban ya un rato caminando a través de los lisos troncos blancos, de pronto Morgana sacudió la cabeza y dijo:
– ¿Te crees de veras que vas a escapar? Realmente, eres más tonto de lo que pensaba.
– Por muy tonto que sea, ahora mismo la espada la tengo yo -respondió Lancelot.
Morgana se rió y sacudió de nuevo la cabeza, pero esta vez él se dio cuenta de que aquel gesto le servía para escudriñar el bosque a derecha e izquierda.
– ¡Qué estúpido! -dijo ella-. ¿Te crees que mis hombres se han ido a su casa, como si no hubiera pasado nada?
No, Lancelot no lo había creído ni por un segundo. Pero si tenía que ser sincero, no había planeado nada, tampoco lo que vendría a continuación. Había reaccionado sin más, aprovechando las oportunidades que se le presentaban, sin pensar en lo de después.
– Los tuata -dijo-. Llévame con ellos.
Morgana hizo una mueca de desprecio.
– Nunca. Me matarían en el acto.
– Si no lo haces, te ocurrirá lo mismo aquí -le amenazó Lancelot.
Morgana se quedó quieta, se dio la vuelta y lo miró directamente a los ojos. Su cara mostró una sonrisa Fina y malvada.
– Entonces, hazlo -dijo-. Una muerte rápida es un favor en comparación a lo que me espera con los tuata. Pero no creo que te atrevas. Si lo pienso bien, no creo que tú seas capaz de asesinar a alguien a sangre fría.
– ¿Quieres descubrirlo? -preguntó Lancelot desafiante, aunque interiormente estaba casi desesperado. Había sido un error mirar a Morgana a los ojos. Ella había leído en ellos como en un libro abierto.
Como para demostrar que sí, levantó la mano. Sus finos dedos rodearon la hoja de la espada rúnica. Poco a poco empujó la espada hacia abajo, hasta que la punta alcanzó directamente la altura de su corazón.
– Alcánzame -dijo retándole-. No tengas miedo. Es muy sencillo. Sólo un pequeño empujón. Ni siquiera lo sentirás.
Lancelot maldijo, tiró la espada hacia atrás y, al mismo tiempo, con la otra mano le propinó un golpe que le hizo tambalearse de espaldas. No había empleado mucha energía, pero llevaba un guantelete de hierro. Morgana chocó contra un árbol y se dio con la nuca en el tronco.
Todavía estaba aturdida en el suelo cuando alrededor de Lancelot todo el bosque cobró vida. Sombras y resplandores negros surgieron entre los árboles, y oyó voces excitadas y un golpeteó de cascos recubiertos de metal; como si la oscuridad de alrededor se hubiera vuelto viva para caer sobre él desde todas direcciones. Como había dicho Morgana, los elbos oscuros los habían seguido en la distancia. Esta vez no podía esperar ninguna misericordia de ellos, la cosa estaba clara.
Saltó sobre el caballo de Morgana y salió al galope.
Para su alivio, el unicornio negro acató sus órdenes y, en pocos segundos, alcanzó una velocidad tan fantástica como la de su compañero blanco del otro mundo. A ello contribuyó que el suelo del bosque estaba libre de matas y los troncos se encontraban muy separados entre sí. Tras breves instantes cruzaba el aire como un dardo, diez veces más veloz que cualquier caballo normal, tan rápido como para dejar atrás a todos sus perseguidores.
Lancelot volvió la cabeza, recibió un susto de muerte y tuvo que cambiar de opinión.
A todos los perseguidores que no cabalgaran sobre unicornios también. Desgraciadamente aquello no servía para los elbos oscuros. Cinco o seis de las figuras vestidas de negro iban tras él y estaban ganando terreno. Eran, sencillamente, los mejores jinetes.
Sin embargo, Lancelot no pensaba claudicar. Aquel extraño bosque tenía que terminar antes o después. Tal vez en terreno abierto podría galopar lo suficientemente deprisa para dejarlos atrás. Se inclinó sobre el cuello del animal y aflojó las riendas.
Cada vez más veloces recorrieron el bosque. Cuando, un trecho después, Lancelot volvió la vista atrás, comprobó que el número de los perseguidores se había reducido a tres. Pero aquellos tres se habían aproximado mucho. Y que fueran tres, treinta o uno daba lo mismo. Lancelot acababa de experimentar que no podía vencer ni a uno sólo de aquellos espantosos guerreros negros.
Y de pronto el bosque terminó. Frente a él había una pendiente suave que llevaba a la orilla de un pequeño lago. En la pradera y, abajo, en el agua, pacía una manada de unicornios blancos.
El animal de Lancelot se encabritó atemorizado y la reacción del jinete no fue lo bastante rápida. Se agarró al pomo de la silla para aguantarse mejor, pero no pudo evitar desequilibrarse y caer al suelo. Los cascos del caballo estuvieron a punto de patearlo. Asustado, Lancelot ocultó la cabeza entre los hombros, el gesto le hizo perder apoyo y salió rodando pendiente abajo. A medio camino del lago, consiguió sobreponerse y sentarse con cierta comodidad.