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Limpieza De Sangre

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Limpieza De Sangre
Название: Limpieza De Sangre
Дата добавления: 15 январь 2020
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Limpieza De Sangre - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

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– Una habilidad asombrosa -repitió Olivares, como para sí.

Guardóse el capitán de comentarios y permaneció quieto, descubierto y con un respeto no exento de aplomo, junto al estribo del carruaje. Tras dedicarle una última ojeada, se dirigió el privado a Guadalmedina:

– Sobre el particular que nos ocupa -dijo-, sabed que no hay nada que hacer. Agradezco vuestras informaciones, más nada puedo ofreceros a cambio. En materia de Santo Oficio, ni siquiera el Rey nuestro señor interviene -hizo un gesto con la mano fuerte y ancha, anudada con poderosas venas-… Aunque, por supuesto, ése no sea negocio con el que podamos molestar a Su Majestad.

Álvaro de la Marca miró a Alatriste, que permanecía impasible, y volvióse luego hacia Olivares.

– ¿Ninguna salida, entonces?

– Ninguna. Y siento no ayudaros -había un punto de sinceridad condescendiente en el tono del privado-. En especial porque el tiro que ha sido dirigido a nuestro capitán Alatriste también me era cercano. Pero así son las cosas.

Guadalmedina inclinó la frente, que pese al título de grande de España también mantenía ahora descubierta ante Olivares. Álvaro de la Marca era cortesano, y sabía que cualquier toma y daca en la Corte contaba con límites. Para él ya era un triunfo que el hombre más poderoso de la monarquía concediera un minuto de su tiempo. Y aun así, insistió:

– ¿Van a quemar al mozo, Excelencia?

El valido se arreglaba las puntas flamencas que asomaban por los puños de su jubón trencillado de verde muy oscuro, sin joyas ni adornos, tan austero como las vigentes pragmáticas contra el lujo que él mismo había hecho firmar al Rey.

– Mucho me temo que sí -dijo desapasionadamente-. Y a la moza. Y pueden darse gracias de que no tengan a nadie más que llevar al brasero.

– ¿Qué tiempo nos queda?

– Poco. Según mis noticias se están acelerando los pormenores del proceso, y puede haber plaza Mayor de aquí a un par de semanas. En el estado actual de mi relación con el Santo Oficio, eso apuntará un lindo tanto a su favor -movió la poderosa cabeza, asentada sobre una golilla almidonada que apresaba el cuello robusto, sanguíneo-… No me perdonan lo de los genoveses.

Sonrió apenas, melancólico, entre la negra barba del mentón y el feroz bigote, y alzó levemente la mano enorme. Aquello era dar por concluido el asunto, y Guadalmedina hizo otra breve inclinación de cabeza, lo justo para ser político sin menoscabo de la honra.

– Vuestra Excelencia ha sido muy generoso con su tiempo. Estamos profundamente agradecidos, y en deuda con Su Grandeza.

– Ya os pasaré la factura, Don Álvaro. Mi Grandeza nunca hace las cosas gratis -el valido se volvió a Don Francisco, que oficiaba de convidado de piedra-… En cuanto a vos, señor de Quevedo, espero que esto mejore nuestras relaciones. No me irían nada mal un par de sonetos alabando mi política en Flandes, de esos anónimos pero que todo el mundo sabe son escritos por vuestra merced. Y un poema oportuno sobre la necesidad de reducir a la mitad el valor de la moneda de vellón… Algo en la línea de aquellos versos que tuvisteis la bondad de dedicarme el otro día:

Que la cortés estrella que os inclina
a privar, sin intento y sin venganza,
milagro que a la envidia desatina…

Don Francisco miró de soslayo a sus acompañantes, incómodo. Tras su larga y penosa caída en desgracia, que empezaba por fin a remontar con buenos augurios, el poeta pretendía recuperar la posición perdida en la Corte, saliendo de pleitos y reveses de fortuna. El asunto del convento de las Benitas llegaba en inoportuno momento para él; y decía mucho en favor de su hombría de bien que, por una antigua deuda de honor y amistad, pusiera en peligro su actual buena estrella. Odiado y temido por su acerba pluma y su extraordinario ingenio, en los últimos tiempos Quevedo procuraba no mostrarse hostil al poder; y eso lo llevaba a compaginar el elogio con su acostumbrada visión pesimista y los accesos de malhumor. Humano a fin de cuentas, escasamente inclinado a volver al destierro, y dispuesto a rehacer un poco su menguada hacienda, el gran satírico procuraba morder el freno, por miedo a estropearlo todo, Además, entonces aún creía sinceramente, como muchos otros, que Olivares podía ser el cirujano de hierro necesario para el viejo y enfermo león hispano. Más hemos de consignar, en honor del amigo de Alatriste, que incluso en esos tiempos de bonanza escribió una comedia, «Cómo ha de ser el privado», que no dejaba en absoluto bien parada la creciente privanza del futuro conde-duque. Y aquella amistad cogida con alfileres, a pesar de los intentos de Olivares y otros poderosos de la Corte por atraerse al poeta, terminaría rompiéndose años más tarde; dicen las lenguas ociosas que con el famoso memorial de la servilleta, aunque yo tengo para mí que fue cosa de más enjundia la que los convirtió en enemigos mortales, despertó la cólera del Rey nuestro señor, y fue causa de la prisión de Don Francisco, ya viejo y enfermo, en San Marcos de León. Eso ocurrió más adelante, llegado el tiempo en que, trocada la monarquía en máquina insaciable de devorar impuestos, sin dar a cambio al esquilmado pueblo más que desastres bélicos y desaciertos políticos, Cataluña y Portugal se alzaron en armas, el francés -como de costumbre- quiso sacar tajada, y España se sumió en la guerra civil, la ruina y la vergüenza. Pero a tan sombríos tiempos me referiré en su momento. Lo que ahora interesa referir es que ese atardecer, en el Prado, el poeta asintió adusto, pero comedido y casi cortés:

– Consultaré a las musas, Excelencia. Y se hará lo que se pueda.

Olivares movió la cabeza, el aire satisfecho de antemano.

– No me cabe duda -su tono era el de quien no considera ni por lo más remoto otra posibilidad-. En cuanto a vuestro pleito por los ocho mil cuatrocientos reales del duque de Osuna, ya sabéis que las cosas de palacio van despacio… Todo se andará. Pasad a verme un día y platicaremos despacio. Y no olvidéis mi poema.

Saludó Quevedo, no sin volver a mirar de reojo a sus acompañantes con cierto embarazo. Observaba en especial a Guadalmedina, acechando en él cualquier signo burlón; pero Álvaro de la Marca era cortesano avezado, conocía las dotes de espadachín del satírico, y mantenía la prudente actitud de quien nada oye. Volvióse el privado hacia Diego Alatriste.

– En cuanto a vos, señor capitán, siento no poder ayudaros -el tono, aunque de nuevo distante como correspondía a la posición de cada cual, era amable-. Confieso que, por alguna razón extraña que tal vez vos y yo conozcamos, siento una curiosa debilidad por vuestra persona… Eso, aparte la solicitud de mi querido amigo Don Álvaro, me lleva a concederos este encuentro. Pero sabed que, cuanto más poder se alcanza, más limitada es la ocasión de ejercerlo.

Alatriste tenía el sombrero en una mano y la otra en el pomo de la espada.

– Con todo respeto, vuecelencia puede salvar a ese mozo con sólo una palabra.

– Supongo que sí. Bastaría, en efecto, una orden firmada de mi puño y letra. Pero no es tan fácil. Eso, verbigracia, me pondría en la necesidad de hacer otras concesiones a cambio. Y en mi oficio, las concesiones deben administrarse muy por lo menudo. Vuestro joven amigo alcanza poco peso en la balanza, en relación con otras gravosas cargas que Dios y el Rey nuestro señor han tenido a bien poner en mis manos. Así que no me queda sino desearos suerte.

Terminó con una mirada inapelable que daba por zanjado el asunto. Pero Alatriste la sostuvo sin pestañear.

– Excelencia, no tengo más que una hoja de servicios que a nadie importa un ochavo, y la espada de la que vivo -el capitán hablaba muy despacio, cual sí más que dirigirse al primer ministro de dos mundos se limitara a reflexionar en voz alta-… Tampoco soy hombre de mucha parola ni recursos. Pero van a quemar a un mozo inocente, cuyo padre, que era camarada mío, murió luchando en esas guerras que son tan del Rey como vuestras. Quizá ni yo, ni Lope Balboa, ni su hijo, pesemos en esa balanza que vuecelencia tiene a bien mencionar. Pero nunca sabe nadie las vueltas que da la vida; ni si un día no serán cinco cuartas de buen acero más provechosas que todos los papeles y todos los escribanos y todos los sellos reales del mundo… Si ayudáis al huérfano de uno de vuestros soldados, os doy mi palabra de que tal día podréis contar conmigo.

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