Limpieza De Sangre
Limpieza De Sangre читать книгу онлайн
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
– Me alegro de veros.
En la penumbra, Bartolo Cagafuego abrió la boca en algo parecido a una sonrisa amistosa, oscura y enorme.
– Y yo de verle a uced tan bueno. Y a fe que me tiene a su disposición aquí en San Ginés, con mis hígados y esta gubia -palmeó la espada, que resonó con mucho estrépito contra daga y puñales- para servir a Dios y a los camaradas, por si se le ofrece calaverar a alguien en horas de poca luz -miró a Quevedo, conciliador, y volvióse de nuevo al capitán tocándose la montera con dos dedos-. Y disimule vuacé el equívoco.
Dos daifas pasaron corriendo, recogido el vuelo de las faldas en la carrera. Había callado la guitarra de la esquina, y un movimiento de inquietud y prisa agitaba a la chusma apostada en el pasadizo. Volviéronse todos a mirar.
– ¡La gura!… ¡La gura! -voceó alguien.
En la esquina se oía bullicio de alguaciles y corchetes. Sonaron voces de ténganse a fe, ténganse que yo lo digo, y luego los consabidos gritos de favor a la justicia y al Rey. Apagóse de un golpe el farolillo mientras se dispersaba la parroquia con la velocidad de un rayo: los retraídos a la iglesia, y el resto ahuecando pasadizo y calle Mayor arriba. Y en menos tiempo del que se despachan almas, allí no quedó una sombra.
De recogida, camino de la cava de San Miguel dando un amplio rodeo en torno a la plaza Mayor, Diego Alatriste se detuvo enfrente de la taberna del Turco. Inmóvil al otro lado de la calle, protegido por la oscuridad, estuvo un rato observando los postigos cerrados y la ventana iluminada del piso de arriba, donde Caridad la Lebrijana tenía su casa. Ella estaba despierta, o bien había dejado una luz como señal para él. Aquí estoy y te espero, parecía decir el mensaje. Pero el capitán no cruzó la calle. Se limitó a permanecer muy quieto, la capa a modo de embozo y el chapeo bien calado, procurando fundirse con las tinieblas de los portales. La calle de Toledo y la esquina de la del Arcabuz se veían desiertas, pero resultaba imposible averiguar si alguien espiaba desde el resguardo de algún zaguán. Lo único que podía ver era la calle vacía y aquella ventana iluminada, donde le pareció que cruzaba una sombra. Quizá la Lebrijana estaba despierta, aguardándolo. La imagino moviéndose por la habitación, con el cordón de la camisa de dormir flojo sobre los hombros morenos y desnudos, y añoró el olor tibio de aquel cuerpo que, pese a las muchas guerras que también había librado en otro tiempo, guerras mercenarias de a tanto la noche, besos y manos extrañas, seguía siendo hermoso, denso Y cálido, confortable como el sueño, o como el olvido.
Luchó con el deseo de cruzar la calle y refugiarse en aquella carne acogedora que nunca se negaba; pero se impuso el instinto de conservación. Rozó con la mano la empuñadura de la vizcaína que llevaba al costado izquierdo, junto a la espada, sirviendo de contrapeso a la pistola que ocultaba bajo la capa, y volvió a escudriñar, desconfiado, al acecho de una sombra enemiga. Y por un largo momento deseó encontrarla. Desde que me sabía en manos de la Inquisición, y conocía además la identidad de quienes habían movido los hilos de la celada, albergaba una cólera lúcida y fría, rayana en la desesperación, que necesitaba echar afuera de algún modo. La suerte de Don Vicente de la Cruz y sus hijos, incluso la de la novicia encarcelada, no le importaban tanto. En las reglas del juego peligroso donde a menudo iba en prenda la propia piel, aquello formaba parte del negocio. Lo mismo que en cada combate se producían bajas, los lances de la vida deparaban ese tipo de cosas. Y él las asumía desde el principio con su impasibilidad habitual; un talante que, si a veces parecía rozar la indiferencia, no era otra cosa que estoica resignación de viejo soldado.
Pero conmigo era diferente. Yo era -si me permiten vuestras mercedes expresarlo de algún modo- lo que para Diego Alatriste y Tenorio, veterano de los tercios de Flandes y de aquella España peligrosa y bronca, podía representar la palabra remordimiento. A mí no le era tan fácil asignarme fríamente a la lista de bajas de un mal lance o un asalto. Yo era su responsabilidad, le pluguiera o no. Y del mismo modo que los amigos y las mujeres no se escogen, sino que te eligen ellos a ti, la vida, mi padre muerto, los azares del Destino, habíanme puesto en su camino y de nada valía cerrar los ojos ante un hecho molesto y muy cierto: yo lo convertía en más vulnerable. En la vida que le había tocado vivir, Diego Alatriste era tan hideputa como el que más; pero era uno de esos hideputas que juegan según ciertas reglas. Por eso estaba callado y quieto, que era una forma tan buena como otra cualquiera de estar desesperado. Y por eso atisbaba los rincones oscuros de la calle, deseando encontrar agazapado a un esbirro, un espía, un enemigo cualquiera en quien calmar aquella desazón que le crispaba el estómago y le hacía apretar los dientes hasta sentir doloridas las quijadas. Deseó hallar a alguien, y luego deslizarse hacia él en la oscuridad, con sigilo, para sujetarlo contra la pared, ahogada su voz con la capa, y sin pronunciar una sola palabra meterle bien la daga en la garganta; hasta que dejara de moverse y quedara servido el diablo. Porque, puestos a considerar reglas, las suyas eran ésas.
VII. GENTES DE UN SOLO LIBRO
Nunca falta Dios a los cuervos ni a los grajos; ni siquiera a los escribanos. De modo que tampoco quiso faltarme del todo a mí. Porque lo cierto es que no me torturaron mucho. También el Santo Oficio tenía sus reglas; y pese a su crueldad y su fanatismo, algunas de ellas cumplíalas a rajatabla. Alcancé muchas bofetadas y azotes, es verdad. Y no pocas privaciones y quebrantos. Pero una vez confirmaron mis años esos catorce no cumplidos mantuvieron a saludable distancia el artilugio siniestro de madera, rodillos y cuerdas que en cada interrogatorio yo podía ver en un extremo de la sala; e incluso las palizas que me dieron resultaron limitadas en número, intensidad y duración. Otros, sin embargo, no tuvieron esa suerte. Ignoro si con potro, o sin su concurso -acostaban al supliciado encima, estirándole los miembros con vueltas y más vueltas de cuerda, hasta descoyuntárselos-, el grito de mujer que había oído a mi llegada seguí oyéndolo con frecuencia, hasta que de pronto cesó. Eso fue el mismo día que vime de nuevo en el cuarto de interrogatorios y conocí, por fin, a la desdichada Elvira de la Cruz.
Era regordeta y menuda, y nada tenía que ver con la novelería forjada en mi caletre. De cualquier modo, ni la más perfecta belleza hubiera sobrevivido a aquel pelo rapado sin piedad, a los ojos enrojecidos, cercados de insomnio y sufrimiento, a las huellas de mancuerda en torno a sus muñecas y tobillos, bajo la estameña sucia del hábito. Estaba sentada -pronto supe que era incapaz de sostenerse sin ayuda- y tenía en los ojos la mirada más vacía y perdida que nunca vi: una ausencia absoluta hecha con todo el dolor, y el cansancio, y la amargura de quien conoce el fondo del más oscuro pozo que imaginarse pueda. Debía de andar por los dieciocho o diecinueve años, más parecía una anciana decrépita; cada vez que se movía un poco en la silla era lenta y dolorosamente, como si enfermedad o vejez prematura hubiesen descoyuntado cada uno de sus huesos y articulaciones. Y a fe que se trataba exactamente de eso.
En cuanto a mí, aunque resulte poco gentilhombre alardear de ello, no me habían arrancado una sola de las palabras que deseaban. Ni siquiera cuando uno de los verdugos, el pelirrojo, se encargó de medir cumplidamente mis espaldas con un vergajo de toro. Pero, aunque estaba lleno de cardenales y tenía que dormir boca abajo -si dormir puede llamársele a una duermevela angustiosa, a medio camino entre la realidad y los fantasmas de la imaginación-, nadie pudo sacarme de los labios, secos y agrietados, llenos de costras de sangre que ahora sí era mía, otras palabras que gemidos de dolor o protestas de inocencia. Aquella noche yo sólo pasaba por allí camino de mi casa. Mi amo el capitán Alatriste nada tenía que ver. Nunca había oído hablar de la familia de la Cruz. Yo era cristiano viejo y mi padre había muerto por el Rey en Flandes… Y vuelta a empezar: aquella noche yo sólo pasaba por allí camino de mi casa…