Limpieza De Sangre
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No había piedad en ellos, ni siquiera esos ápices de humanidad que a veces uno vislumbra incluso en los más desalmados. Frailes, juez, escribano y verdugos se comportaban con una frialdad y un distanciamiento tan rigurosos que era precisamente lo que más pavor producía; más, incluso, que el sufrimiento que eran capaces de infligir: la helada determinación de quien se sabe respaldado por leyes divinas y humanas, y en ningún momento pone en duda la licitud de lo que hace. Después, con el tiempo, aprendí que, aunque todos los hombres somos capaces de lo bueno y de lo malo, los peores siempre son aquellos que, cuando administran el mal, lo hacen amparándose en la autoridad de otros, en la subordinación o en el pretexto de las órdenes recibidas. Y si terribles son quienes dicen actuar en nombre de una autoridad, una jerarquía o una patria, mucho peores son quienes se estiman justificados por cualquier dios. Puestos a elegir con quien habérselas a la hora, a veces insoslayable, de tratar con gente que hace el mal, preferí siempre a aquellos capaces de no acogerse más que a su propia responsabilidad. Porque en las cárceles secretas de Toledo pude aprender, casi a costa de mi vida, que nada hay más despreciable, ni peligroso, que un malvado que cada noche se va a dormir con la conciencia tranquila. Muy malo es eso. En especial, cuando viene parejo con la ignorancia, la superstición, la estupidez o el poder; que a menudo se dan juntos. Y aún resulta peor cuando se actúa como exégeta de una sola palabra, sea del Talmud, la Biblia, el Alcorán o cualquier otro escrito o por escribir. No soy amigo de dar consejos -a nadie lo acuchillan en cabeza ajena-, más ahí va uno de barato: desconfíen siempre vuestras mercedes de quien es lector de un solo libro.
Ignoro qué libros habían leído aquellos hombres; pero en cuanto a sus conciencias, estoy seguro de que dormían a pierna suelta -así ahora no puedan hacerlo nunca, en el infierno donde ojalá ardan toda la eternidad-. A tales alturas de mi calvario, había identificado ya al que llevaba la voz cantante, el fraile sombrío y descarnado de mirada febril. Era fray Emilio Bocanegra, presidente del Consejo de los Seis Jueces, el más temido tribunal del Santo Oficio. También, según lo que había oído al capitán Alatriste y a sus amigos, era uno de los más encarnizados enemigos de mi amo. Había ido marcando el compás en los interrogatorios; y ahora los otros frailes y el silencioso juez del ropón negro se limitaban a oficiar de testigos, mientras el escribano anotaba las preguntas del dominico y mis lacónicas respuestas.
Pero aquella vez fue diferente; pues cuando comparecí, las preguntas no se me hicieron a mí, sino a la pobre Elvira de la Cruz. Y malicié que aquello tomaba un giro inquietante cuando vi a fray Emilio señalarme con el dedo.
– ¿Conocéis a ese joven?
Mis prevenciones se trocaron en pánico -yo aún no había llegado como ella a ciertos límites- cuando la novicia movió afirmativamente la cabeza rapada a trasquílones, sin mirarme siquiera. Alarmado, vi que el escribano aguardaba, pluma en alto, atento a Elvira de la Cruz y al inquisidor.
– Responded con palabras -ordenó fray Emilio.
La infeliz emitió un «sí» apagado, apenas audible. El escribano mojó la pluma en el tintero y luego escribió, y yo sentí más que nunca que el suelo iba a abrirse bajo mis pies.
– ¿Conocéis de él prácticas judaizantes?
El segundo «sí» de Elvira de la Cruz hízome saltar con un grito de protesta, acallado por un recio pescozón del esbirro pelirrojo, que en las últimas horas -tal vez temían que el grandullón me tulliera de un manotazo- estaba a cargo de todo lo referente a mi persona. Ajeno a la protesta, fray Emilio seguía señalándome con el dedo, sin dejar de mirar a la joven.
– ¿Reiteráis ante este santo tribunal que el llamado Íñigo Balboa ha manifestado de palabra y obra creencias hebraicas, y asimismo ha participado, con vuestro padre, hermanos y otros cómplices, en la conspiración para arrebataros de vuestro convento?
El tercer «sí» fue superior a mis fuerzas. De modo que, esquivando las manos del esbirro pelirrojo, grité que aquella desgraciada mentía por la gola, y que nada había tenido yo que ver nunca con la religión judía. Entonces, para mi sorpresa, en vez de hacer como antes caso omiso, fray Emilio volvióse a mirarme con una sonrisa. Y era una sonrisa de odio triunfal, tan espantosa y ruin que me dejó clavado en el sitio, mudo, inmóvil, sin aliento. Y entonces, recreándose en todo aquello, el dominico fue hasta la mesa donde estaban los otros, y tomando la cadena con el dije que me había regalado Angélica de Alquézar en la fuente del Acero, me los mostró a mí, luego a los miembros del tribunal, y por fin a la novicia.
– ¿Y habíais visto antes este sello mágico, vinculado a la horrenda superstición de la cábala hebraica, que le fue intervenido al antedicho Íñigo Balboa en el momento de su detención por familiares del Santo Oficio, y que prueba su implicación en esta conjura judía?
Elvira de la Cruz no me había mirado ni una sola vez. Tampoco ahora miró el dije de Angélica, que fray Emilio sostenía frente a sus ojos, y se limitó a responder «sí» como antes, la vista fija en el suelo; tan abatida o deshecha que ni siquiera parecía avergonzada. Más bien cansada, indiferente; cual si deseara terminar de una vez con todo aquello y arrojarse en un rincón para dormir el sueño del que parecían haberla privado durante media vida.
En cuanto a mí, estaba tan aterrado que esta vez ni pude protestar. Porque el potro de tortura había dejado de inquietarme. Ahora, mi preocupación urgente era averiguar si a los menores de catorce años los quemaban, o no.
– Confirmado. Lleva la firma de Alquézar.
Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina, vestía de fino paño verde pasado de plata, con botas de ante y valona muy trabajada de puntas de Flandes. Era de piel blanca, manos finas y bien parecido, y no perdía su calidad de gallardo gentilhombre -decían de él que era el mejor talle de la Corte- ni siquiera sentado como estaba a horcajadas sobre un taburete, en el mísero cuartucho del garito de Juan Vicuña. Al otro lado de la celosía divisaban la sala llena de gente. El conde había estado jugando un rato, con poca suerte pues no tenía la cabeza en los naipes, antes de llegarse al cuarto sin llamar la atención, pretextando una necesidad. Se había encontrado allí con el capitán Alatriste y con Don Francisco de Quevedo, quien acababa de entrar muy embozado por la puerta secreta de la plaza Mayor.
– Y vuestras mercedes andaban en lo cierto -prosiguió Guadalmedina-. El objeto del asunto era, en efecto, asestar un golpe sin sangre a Olivares, desprestigiándole el convento. Y de paso, aprovechar el lance para ajustar cuentas con Alatriste… Se han industriado una conspiración hebraica, y pretenden que haya hoguera.
– ¿También el chico? -preguntó Don Francisco.
Su sobrio indumento negro, con la única nota de color de la cruz de Santiago sobre el pecho, contrastaba con la rebuscada elegancia del aristócrata. Estaba sentado junto al capitán, la capa doblada en el respaldo, la espada al cinto y el sombrero sobre las rodillas. Al oír su pregunta, Álvaro de la Marca se entretuvo en llenarse un vaso con moscatel de la jarra que había sobre un taburete, junto a una larga pipa de barro y una caja de tabaco picado. El moscatel era de Málaga, y la jarra andaba ya mediada porque Quevedo habíale dado muy buen tiento apenas cruzó la puerta, malhumorado como siempre, maldiciendo de la noche, de la calle y de la sed.
– También -confirmó el aristócrata-. La moza y él es cuanto tienen, porque al otro superviviente de la familia, el hijo mayor, no hay quien lo encuentre -encogió los hombros e hizo una pausa, grave el semblante-. Según he averiguado, preparan un auto de fe por todo lo alto.
– ¿ Está seguro vuestra merced?
– Del todo. He llegado hasta donde se puede, pagando al contado. Como diría nuestro amigo Alatriste, para la contramina es menester abundancia de pólvora… De eso no falta; pero con la Inquisición, hasta lo venal tiene límites.