Shanna

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Shanna
Название: Shanna
Автор: Woodiwiss Kathleen
Дата добавления: 16 январь 2020
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Shanna - читать бесплатно онлайн , автор Woodiwiss Kathleen

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CAPITULO DIECISÉIS

Ruark había observado a Pellier llevándose a Shanna por la planchada y entre la multitud hasta que desaparecieron de vista. Entonces volvió su atención a los cuatro que estaban frente a él.

– Tengo cosas más importantes en que ocuparme que barrer ninguna cubierta -afirmó bruscamente.

– Vaya -rió el piloto -veo que quieres empezar por arriba. Bueno, hombre -los ojos del piloto se entre cerraron- para ser un capitán debes tener un barco y tienes que ser el mejor hombre de la tripulación. Pero tú nada has hecho salvo comer nuestra comida y beber nuestro ale.

Lentamente, Ruark retrocedió hasta que sintió la borda contra Su espalda. Su pie dio contra un cubo de arena que se mantenía al alcance de la mano para el caso de que se produjera algún incendio. Su mano dio contra un lugar donde se guardaban las cabillas. Los piratas no tenían pistolas pero tocaban, con evidente deleite, los mangos de los machetes que llevaban en sus cinturones. Ruark adivinó que Pellier había dejado órdenes que lo privarían de la parte de botín que le habían prometido. Un rápido final, sin duda, era lo que esperaba el mestizo. Pero este colonial tenía otros planes.

Sus ojos cayeron sobre la puerta entreabierta de la cabina del capitán y recordó las harinas que había visto allí cuando ellos lo interrogaron. Se apoyó en la borda y miró a los hombres. Había representado hasta ahora el papel de inofensivo cachorro, con la esperanza de que ellos relajaran su vigilancia. Debió de haber considerado que ellos eran chacales, dispuestos a devorar al indefenso. Ruark casi sonrió. "Veamos qué hacen los chacales cuando se enfrentan con un hombre de verdad", pensó.

No viendo nada que ganar si esperaba más tiempo, Ruark se agachó y con un rápido movimiento arrojó el cubo de arena a las caras de ellos. ¡Cuando los hombres, jurando y frotándose los ojos, retrocedieron! tropezando, él tomó rápidamente una cabilla del soporte y golpeó fuertemente con ella la cabeza del que tenía más cerca. A otro lo hizo doblarse en dos con un golpe debajo de las costillas y atajó el salvaje ataque del piloto quien había desenvainado su machete. La cabilla casi se quebró en dos pedazos al atajar el golpe del machete y Ruark, viendo que ya poco le serviría como arma, la arrojó a la cara del cuarto hombre, quien se agachó para esquivarla y chocó con el piloto. Ruark corrió entonces hacia la cabina y cerró la puerta tras de sí mientras varios cuerpos golpeaban del lado opuesto. Corrió el cerrojo y pasó los instantes que había ganado de ventaja en la búsqueda de un arma. Hizo a un lado una ornamentada espada de gala y puso la mano en el puño de un sable largo y corvo. Sacó la hoja de la vaina y el acero desnudo refulgió en la penumbra con un brillo cómplice. Aunque robusto, su equilibrio era tal, que apenas pesaba en su mano.

Ruark se acercó a la puerta y oyó los fuertes golpes. Entonces, en una pausa, descorrió el cerrojo y aguardó. La puerta se abrió violentamente y el peso de los hombres los hizo caer de cabeza dentro de la cabina. Ruark dio un punta pie en el trasero al último que entró. El piloto se puso de pie y cargó con un gran alarido y blandiendo su machete. La pesada hoja se dobló contra el moho del sable y se quebró contra un cofre de hierro. El sable, con la velocidad de una cobra, abrió el hombro del piloto y la delantera de su chaqueta. El hombre cayó hacia atrás.

El piloto miró su pecho donde una línea roja, delgada, empezaba a rezumar gotitas de sangre. Los otros se reunieron detrás de su líder como si su cuerpo los fuera a proteger de la amenazadora hoja del sable. Uno levantó vacilante su machete y Ruark se lo arrancó de las manos y pasó el borde mohoso de su sable por el antebrazo del hombre, donde dejó una línea roja de la que empezó a manar sangre. El pobre tipo gritó como si le hubieran arrancado el corazón. Aquí no había un cobarde desarmado que imploraba clemencia, como le habían dicho, sino un hombre vivo, peleador, decidido a no entregarse sin luchar.

El más pequeño de los cuatro decidió que ya había hecho bastante, cruzó corriendo la cabina y se arrojó contra las ventanas de la popa. Pero los gruesos cristales y los sólidos marcos estaban hechos para resistir la fuerza de los huracanes y el hombre rebotó hacia el suelo donde rodó gimiendo y sangrando por la cabeza y un hombro. Otro tuvo la previsión de abrir la ventana antes de marcharse por allí. Su éxito hizo que sus compañeros lo imitaran. El piloto saltó con una agilidad sorprendente para su edad y cuando Ruark se le acercó, el hombre que estaba en el suelo comprendió la conveniencia de una retirada inmediata. El también saltó al agua Y empezó a nadar hacia la costa.

Ruark se acercó a las ventanas para asegurarse de que se habían marchado y vio una silueta oscura, larga, que pasaba debajo de la popa del barco.

Una alta aleta cortó la superficie un momento después y el grito del piloto anuncio que el también había avistado al tiburón. El hombre se adelantó a sus hombres nadando frenéticamente hacia la costa y pronto todos desaparecieron en la marisma, dejando solamente cuatro huellas mojadas en la playa para señalar su paso.

Ruark ahora revisó la cabina con menos urgencia, aunque la necesidad de ir en pos de Shanna lo hizo apresurarse en su selección. Encontró un par de buenas pistolas en el escritorio del capitán y verificó la carga y los disparadores. Se maravilló ante la forma cómoda en que quedaron ajustadas por su cinturón. Un sombrero de ala ancha, de paja tejida estaba hecho con una perfección que rivalizaba con los sombreros de Trahern. Lo confiscó. Añadió un justillo de cuero sin mangas y tomó prestados una pipa de arcilla y un saquito de tabaco de un estante. La vaina del sable fue colgada de una faja sobre su hombro y, así equipado, Ruark salió a cubierta y por el muelle se dirigió a la costa. No había visto hacia donde habían ido los capitanes y sus hombres pero adivinó que estarían en el edificio blanco, que era el más grande que se veía por allí.

En el camino, a través de un laberinto de casas más. pequeñas, Ruark se vio objeto de muchas miradas, aunque nadie se movió para detenerlo. Las miradas de algunas de las mujeres eran más atrevidas. Por fin llegó frente a la posada y alzó la vista hacia el mascaron de proa que se balanceaba suavemente en sus soportes. De adentro llegaba el ruido de agitado jolgorio. Pellier pedía a gritos más ale y Ruark entró y se quedó en la sombra.

El lugar era un manicomio. Los olores de cuerpos sucios, sudados, hacinados en el salón, mezclaban se con los aromas del ale fuerte y de un cerdo que se asaba en el fogón. Madre dejó su jarro vacío y aguardo en silencio mientras a su alrededor continuaba el barullo. Cuando el gigante habló, dirigiendo su mirada hacia el rincón oscuro, surgieron a su alrededor murmullos airados y muchas manos fueron hacia las empuñaduras de sus armas.

– Ven y toma un trago con nosotros -dijo Madre-. Y dime por qué te quedas en la oscuridad.

Pellier dejó su jarro de un golpe y miró sorprendido cuando Ruark salió de las sombras y aceptó el ofrecido jarro de ale.

Ruark calmó lentamente su sed, suspiró y dejó el pichel. Su mirada recorrió la habitación. Sonrió con despreocupación y se encogió de hombros.

– No tengo la culpa de estar aquí -dijo- pero estos caballeros están en deuda conmigo. -Señaló a los capitanes-. No querría insistir con este negocio, señores -dijo disculpándose burlonamente- pero como ustedes saben, estoy sin un penique y parece que ni siquiera aquí hay nada que sea gratis.

Ruark notó que muchos ojos fueron al sable y a las pistolas cuyas culatas estaban muy cerca de sus manos.

– ¡Bah! -dijo Pellier-. Denle una o dos monedas de cobre y 1arrójenlo de aquí.

– ¿Monedas de cobre? -replicó Ruark-. Mucho más debió usted prometerle a su piloto. -Su tono era despectivo y burlón-. Nunca había visto un hombre con tanta prisa por arrojarse al agua. -Se dirigió, a los otros-. Me prometieron la parte de un capitán, si recuerdan bien, y puedo perdonar el intento de birlarme lo que me corresponde. Pero si yo no les hubiera advertido, ustedes habrían caído directamente bajo los cañones de Trahern. Ellos los habrían hundido con el solo peso del plomo mucho antes que ustedes se acercaran a la aldea.

– Tiene razón -dijo de mala gana uno de los capitanes inferiores-. El nos dijo la verdad.

– y si hubieran desembarcado donde no los veían, como sugerí yo -continuó Ruark- habrían llegado a la aldea y regresado con algo de verdadero valor.

Esto último no era del todo verdad porque él había estado en la atalaya de la colina y sabía que desde allí era visible toda la costa.

– ¡Ah, muchachos! -interrumpió Harripen-. No tengo estómago para esta disputa ociosa. -Sacó de su faja un saquito con monedas y lo arrojó a Ruark-. Aquí, siervo, encuentra una moza para divertirte.

Cuando el oro sea pesado te daremos la parte que te corresponde. Ruark tomó el saquito y calculó que contenía una suma no pequeña. Dio las gracias con un movimiento de cabeza pero Pellier resopló disgustado y volvió a su jarro.

Ante la palabra siervo Madre había puesto más atención y ahora se inclinó hacia el recién -llegado.

– ¿Siervo, has dicho? -Sus ojos relampaguearon a la débil luz de la linterna-. ¿Estabas en servidumbre con Trahern?

– Ajá -replicó Ruark-; fue una elección entre la horca o la servidumbre, de modo que me embarcaron de Inglaterra a Los Camellos. -Apoyó un hombro en un poste y estudió abiertamente a los hombres sentados alrededor de la mesa-. También tengo otra cuenta que arreglar, pero hay tiempo para eso.

Madre rió y lo saludó con su jarro.

– .Entonces tenemos algo en común -dijo-. Yo era siervo de Trahern hace muchos años. La muchacha apenas llegaba a la rodilla de su padre, entonces. -Bebió más ale y continuó-: Peleé con un hombre en una lucha limpia y lo maté. Trahern dijo que yo tenía que hacer su bajío además del mío hasta pagar la deuda del hombre. -Se hundió en su silla y con voz sombría, explico- trate de escapar y me capturaron. Me ataron a. una puerta de escotilla para azotarme como ejemplo. El capataz principal se sentía contento con su trabajo y cuando me hubo dejado la espalda ensangrentada, se ocupó de, mi pecho y golpeó más abajo:

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