Ciudad Maldita
Ciudad Maldita читать книгу онлайн
El mundo deCiudad maldita es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigm?tico Experimento: en ?l, todos hablan una lengua com?n que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», elleitmotiv tautol?gico que se repite a lo largo de la novela, no es m?s que la plasmaci?n del «socialismo real», un provecto que sucumbe en el caos, la privaci?n, la anulaci?n de la voluntad, la tiran?a policial y el cinismo de un vac?o ideol?gico y moral: y, por tanto, en la carencia de aut?ntico arte...
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—Está claro —dijo Andrei, que no había entendido nada—. Oye, ¿quieres una taza de té? Aquí podemos pedir té y bocadillos. Gratis.
—Eso sería mucha molestia —se negó Van—. No vale la pena.
—No es ninguna molestia —dijo Andrei, molesto, y llamó por teléfono para pedir dos tazas de té y bocadillos. Después de colgar, miró a Van y comenzó a indagar, con delicadeza—: De todos modos. Van, no logro entender con claridad por qué no has querido ser director de esa fábrica. Es un cargo muy respetable, conocerías una profesión nueva, serías de gran utilidad, tú eres una persona muy trabajadora, muy cumplidora... Yo conozco esa fábrica, allí siempre hay robos, con frecuencia se llevan cajas enteras de zapatos. Si tú fueras el director, eso no ocurriría. Además, allí el salario es mucho más alto, y tú tienes esposa e hijo. ¿Cuál es el problema?
—Creo que te sería difícil entenderlo —dijo Van, meditabundo.
—¿Y qué hay que entender? —repuso Andrei con impaciencia—. Está claro que es mejor ser director de una fábrica que palear basura toda la vida. O que trabajar seis meses en las ciénagas.
—No —repuso Van con un gesto de negación—, no es mejor. Lo mejor es estar donde no puedas caer más bajo. No lo comprenderías, Andrei.
—¿Y por qué hay que caer sin remedio? —preguntó Andrei, confuso.
—No sé por qué. Pero eso es seguro. O para sostenerse ahí hay que hacer tales esfuerzos que lo mejor es caer enseguida. Lo sé, ya he pasado por todo eso.
Un policía con cara de sueño trajo el té, saludó con un balanceo y salió al pasillo de costado. Andrei colocó una taza delante de Van y le acercó el plato con los bocadillos. Van dio las gracias, sorbió un poco de té y cogió el bocadillo más pequeño.
—Simplemente, tienes miedo de la responsabilidad —dijo Andrei con tristeza—. Perdóname, pero eso no es del todo honesto con respecto a los demás.
—Siempre trato de hacer el bien para las demás personas —objetó Van, sin alterarse—. Y si hablamos de responsabilidad, ya tengo una grandísima: mi esposa y mi niño.
—Eso es verdad —contestó Andrei, de nuevo algo confuso—. No lo pongo en duda. Pero debes coincidir conmigo en que el Experimento exige de cada uno de nosotros...
Van lo escuchaba atentamente y asentía.
—Te entiendo —dijo, cuando Andrei concluyó—. Desde tu punto de vista, tienes razón. Pero tú viniste aquí a construir, y yo vine huyendo. Tú buscas el combate y la victoria, y yo busco la tranquilidad. Somos muy diferentes, Andrei.
—¿Qué significa la tranquilidad? ¡Te estás calumniando a ti mismo! Si hubieras buscado la tranquilidad, habrías encontrado un rinconcito caliente y vivirías sin muchos problemas. Aquí hay muchísimos rincones calentitos. Pero elegiste el trabajo más sucio, más impopular, y trabajas honestamente, sin escatimar tiempo ni esfuerzos. ¡Qué tranquilidad es ésa!
—¡La espiritual, Andrei, la espiritual! —dijo Van—. En paz conmigo mismo y con el universo.
—¿Y entonces tienes la intención de ser conserje toda la vida? —Los dedos de Andrei tamborileaban sobre la mesa.
—No necesariamente conserje —dijo Van—. Cuando vine aquí, primero fui estibador en un almacén. Después, la máquina me designó secretario del alcalde, me negué y me enviaron a las ciénagas. Trabajé seis meses, regresé, y de acuerdo a la ley, por haber sido sancionado, me dieron el puesto laboral más bajo de todos. Pero después, la máquina comenzó a empujarme nuevamente hacia arriba. Fui a ver al director de la bolsa y se lo expliqué todo, como a ti ahora. El director era un judío, había venido aquí desde un campo de trabajo, y me entendió perfectamente. Mientras fue director, no me volvieron a molestar. —Van calló un momento—. Hace un par de meses desapareció. Dicen que lo hallaron muerto, seguramente conoces el caso. Y todo comenzó de nuevo... No importa, cumpliré mi condena en las ciénagas y volveré a ser conserje. Ahora todo eso me resulta más fácil, mi hijo ya es grande y el tío Yura me ayudará en las ciénagas.
En ese momento, Andrei descubrió que miraba fijamente a Van de una forma totalmente descortés, como si no fuera él quien estuviera sentado frente a él, sino una criatura extraña. Ciertamente, era un poco extraño.
«Dios mío —pensó Andrei—, qué vida habrá tenido para adoptar semejante filosofía. Tengo que ayudarlo. Estoy obligado a hacerlo. ¿Cómo?»
—Está bien —dijo finalmente—. Como quieras. Pero no tienes por qué ir a las ciénagas. ¿No sabrás por casualidad quién es ahora el director de la bolsa?
—Otto Frijat —respondió Van.
—¿Quién? ¿Otto? ¿Y cuál es el problema?
—Pues... yo iría a verlo, claro, pero es todavía pequeño, no entiende nada y le tiene miedo a todo.
Andrei agarró la guía de teléfonos, encontró el número y levantó el auricular. Tuvo que esperar largo rato: al parecer. Otto dormía como un lirón. Finalmente, respondió.
—Aquí el director Otto Frijat —dijo, con voz entrecortada, en un tono mezcla de miedo e irritación.
—Hola, Otto —dijo Andrei—. Te habla Voronin, de la fiscalía.
Se hizo el silencio. Se oyó toser a Otto varias veces.
—¿De la fiscalía? —pronunció después, precavido—. Dígame.
—¿Qué te pasa, aún no te has despertado? —gruñó Andrei, irritado—. ¿Fue Elsa la que te dejó así? ¡Soy Andrei! ¡Voronin!
—¡Ah, Andrei! —la voz de Otto cambió radicalmente—. Estás loco, mira que llamar a esta hora. Dios mío, mira cómo me late el corazón... ¿Qué quieres?
Andrei le explicó la situación. Como esperaba, todo se arregló sin el menor problema, sin la menor traba. Otto estuvo totalmente de acuerdo con todo. Sí, siempre había considerado que Van estaba en su sitio. Claro, coincidía en que Van no lograría ser un buen director de fábrica. Le causaba una admiración obvia y sincera el hecho de que Van quisiera permanecer en un puesto tan poco envidiable («Nos haría falta más gente como él, pues todos aspiran a subir, a llegar bien arriba...»), rechazaba indignado la idea de enviar a Van a las ciénagas, y en lo relativo a la ley, lo embargaba una santa indignación contra los burócratas cretinos que pretendían sustituir el sano espíritu de la ley por su letra muerta. A fin de cuentas, la ley existe para impedir los viles intentos de diversos arribistas de subir, pero no tiene que ver con las personas que desean permanecer abajo. El director de la bolsa de trabajo entendía perfectamente todo aquello.
—¡Sí! —repetía—. ¡Claro que sí, por supuesto!
En realidad, Andrei se quedó con la impresión nebulosa, ridícula y lamentable, de que Otto hubiera aceptado cualquier propuesta que él, Andrei Voronin, le hubiera hecho: nombrar alcalde a Van, por ejemplo, o meterlo en el calabozo. Otto siempre se había sentido dolorosamente agradecido hacia Andrei, seguramente por el hecho de que era la única persona de su grupo (y quizá de toda la ciudad) que lo trataba de forma humana. Pero, a fin de cuentas, lo más importante era dejarlo todo bien atado.