Ciudad Maldita
Ciudad Maldita читать книгу онлайн
El mundo deCiudad maldita es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigm?tico Experimento: en ?l, todos hablan una lengua com?n que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», elleitmotiv tautol?gico que se repite a lo largo de la novela, no es m?s que la plasmaci?n del «socialismo real», un provecto que sucumbe en el caos, la privaci?n, la anulaci?n de la voluntad, la tiran?a policial y el cinismo de un vac?o ideol?gico y moral: y, por tanto, en la carencia de aut?ntico arte...
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Estaba muy ocupado. Dibujaba algo en una enorme hoja de papel, inclinando su cabeza de fiera, de nariz achatada, hacia un hombro u otro, y hasta gemía por la tensión. Andrei cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a la mesa. Rumer copiaba una postal pornográfica. Tanto el papel como la postal habían sido cuadriculados. El trabajo estaba en sus comienzos, por el momento sólo había dibujado sobre el papel el contorno general. Tenía por delante una labor titánica.
—¿A qué te dedicas en horas de trabajo, cerdo? —preguntó Andrei, en tono de reproche.
Rumer saltó en el asiento y alzó la mirada.
—Ah, eres tú —dijo, con visible alivio—. ¿Qué quieres?
—¿Así es como trabajas? —dijo Andrei, con amargura—. Hay gente esperando fuera, y tú...
—¿Quién está esperando? —se inquietó Rumer—. ¿Dónde?
—¡Tus imputados te esperan!
—Aah... ¿Y qué?
—Pues nada —dijo Andrei, con rabia.
Seguramente habría que avergonzar a aquel individuo, recordarle a esa bestia que Fritz lo había recomendado, que había comprometido su nombre y su honor por aquel cretino, aquel guarro; pero Andrei se dio cuenta de que, en ese momento, aquello estaba por encima de sus fuerzas.
—¿Quién te dejó ese adorno en la frente? —preguntó Rumer con interés profesional, examinando el chichón de Andrei—. En buen lugar...
—No tiene importancia —replicó Andrei con impaciencia—. Se trata de lo siguiente: ¿tú llevas el caso de Van Li-jun?
—¿Van Li-jun? —Rumer dejó de contemplar el chichón y, pensativo, se introdujo un dedo en la nariz—. ¿Y qué hay con eso? —preguntó, precavido.
—¿El caso es tuyo o no?
—¿Y por qué me lo preguntas?
—¡Porque está sentado delante de tu despacho, esperándote, mientras tú te dedicas aquí a guarradas!
—¿Por qué a guarradas? —Rumer se ofendió—. Mira qué tetitas. ¡Y el vello! ¿Eh?
—Dame el caso —exigió Andrei, asqueado, apartando a un lado la foto.
—¿Qué caso?
—El de Van Li-jun, ¡dámelo!
—¡No llevo ese caso! —dijo Rumer con enojo.
Abrió el cajón central de su mesa y echó un vistazo. Andrei lo imitó. El cajón estaba vacío.
—¿Dónde tienes los expedientes de tus casos? —preguntó Andrei, conteniéndose a duras penas.
—Y a ti. ¿qué te importa eso? —replicó Rumer, agresivo—. Tú no eres mi jefe.
Andrei, decidido, levantó el auricular del teléfono. En los ojos porcinos de Rumer apareció una expresión de alarma.
—Espera un momento —dijo, cubriendo presuroso el teléfono con su manaza—. ¿Adonde llamas? ¿Para qué?
—Voy a llamar a Geiger —dijo Andrei, rabioso—. Te sacudirá los sesos, idiota...
—Aguarda —masculló Rumer, mientras trataba de quitarle el auricular de las manos—. ¿Qué te pasa, hombre? ¿Qué necesidad hay de llamar a Geiger? ¿Acaso tú y yo no podemos arreglar todo este asunto? Explícame, por favor, cuál es el problema.
—Quiero ocuparme del caso de Van Li-jun.
—¿Se trata del chino? ¿Del conserje? Vaya, me lo hubieras podido decir desde el principio. No se ha abierto ningún caso. Acaban de traerlo. Quiero hacerle el interrogatorio preliminar.
—¿Por qué lo han detenido?
—No quiere cambiar de profesión —dijo Rumer, llevando hacia sí con delicadeza el teléfono, cuyo auricular estaba aún en manos de Andrei—. Sabotaje. Lleva tres períodos como conserje. ¿Conoces el artículo ciento doce?
—Lo conozco. Pero se trata de un caso especial —explicó Andrei—. Siempre andan enredando las cosas. ¿Dónde está la denuncia?
Sorbiéndose la nariz ruidosamente, Rumer logró quitarle por fin el auricular, lo colocó en su lugar, abrió el cajón derecho de la mesa, buscó algo allí, tapando la vista con sus hombros enormes, sacó un papel y, sudando copiosamente, se lo tendió a Andrei, que lo leyó en un pispas.
—Aquí no dice que tú seas el encargado del caso —explicó.
—¿Y qué?
—Que yo voy a ocuparme de eso —dijo Andrei, y se metió el papel en el bolsillo.
—¡Me lo han asignado a mí! —Rumer se inquietó—. Está en el registro del agente de guardia.
—Entonces, llámalo y dile que Voronin se ocupa ahora del caso de Van Li-jun. Que lo cambie en el registro.
—Mejor llama tú —dijo Rumer, dándose importancia—. ¿Para qué tendría yo que llamarlo? Tú te lo llevas, llámalo tú. Y dame una nota, diciendo que te llevas el caso.
Cinco minutos después habían terminado con todas las formalidades. Rumer escondió la nota en el cajón, miró a Andrei y después clavó los ojos en la foto.
—¡Qué tetas! —exclamó—. ¡Parecen ubres!
—Vas a terminar mal. Rumer —le prometió Andrei mientras salía.
En el pasillo, tomó a Van del brazo sin decir palabra y lo arrastró consigo. Van lo seguía con sumisión, sin preguntarle nada, y Andrei pensó que hubiera ido así mismo, sin quejarse, sin decir nada, al paredón de fusilamiento, a la tortura, a cualquier humillación... Andrei no lo entendía. En aquella resignación había algo animal, algo no humano, pero a la vez algo elevado que generaba un respeto inexplicable, porque bajo aquella resignación se adivinaba la comprensión sobrenatural de la esencia profunda y misteriosa de todo lo que sucedía, la comprensión de la eterna inutilidad y, por consiguiente, de lo indigno de resistirse. Occidente es Occidente, Oriente es Oriente. Qué palabras más falsas, injustas, humillantes, pero en este caso parecían adecuadas quién sabe por qué razón.
En su despacho, Andrei le indicó un asiento a Van, pero no se trataba del rígido taburete para los imputados, sino de la silla del secretario, a un lado de la mesa. Él también se sentó.
—¿Qué lío has tenido con ellos? Cuéntamelo.
—Hace una semana —comenzó a contar Van con el tono medido de quien narra una historia—, el encargado regional de empleo vino a verme a mi despacho y me recordó que estaba infringiendo flagrantemente la ley sobre el derecho al trabajo variado. Tenía razón y es verdad que yo la infringía de la manera más descarada. La bolsa de trabajo me envió tres citaciones, y las tiré todas al cesto. El encargado me dijo que cualquier falta ulterior me traería problemas. Entonces pensé que había casos en los que la máquina dejaba a la gente en su trabajo anterior. Ese mismo día fui a la bolsa y metí mi cartilla laboral en la máquina de distribución. No tuve suerte. Fui designado director de una gran fábrica de calzado. Pero ya había decidido de antemano que no cambiaría de puesto laboral, que seguiría siendo conserje. Hoy por la noche fueron dos policías a buscarme y me trajeron aquí. Eso es todo.