El Jarama
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El Jaramaes la novela que le supuso la consagraci?n y la fama, con ella obtuvo el Premio Nadal en 1955 y el de la Cr?tica en 1956, narra diecis?is horas de la vida de once amigos un domingo de verano de excursi?n en las riberas del r?o que le da nombre en tres frentes, en la orilla del r?o y simult?neamente en la taberna de Mauricio -donde los habituales parroquianos beben, discuten y juegan a las cartas- y en una arboleda a orillas del Jarama en la que se instalan los excursionistas. Al acabar el d?a, un acontecimiento inesperado, el descubrimiento de una de las j?venes ahogada en el r?o, colma la jornada de honda poes?a y dota a la novela de su extra?a grandeza, por contraste con el tono objetivo general en la novela donde nada sustancioso ocurre y solamente se describen y narran cotidianas minucias con una frialdad magnetof?nica. Enmarcada entre dos pasajes de una descripci?n geogr?fica del curso del r?o Jarama, esta novela posee un realismo absoluto, casi conductista o behaviorista, en el que el narrador no se permite ni una m?nima expansi?n sentimental o interpretativa, ni sondeo alguno en la psicolog?a interna de sus personajes, y el lenguaje coloquial de los di?logos se encuentra presidido por el rigor m?s alto. Se ha querido interpretar, sin embargo, la novela como una narraci?n simb?lica o simbolista y desde luego representa un extraordinario contraste con su novela anterior.
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– ¿El segundo apellido, no recuerda?
– Pues… no, no creo haberlo oído. Me acordaría. El Juez se volvió al Secretario:
– Después no se me olvide de completar estos apellidos. A ver si lo sabe alguno de los otros. A la chica:
– Lucita, ¿qué nombre es exactamente?
– Pues Lucía. Lucía supongo que será. Sí. Siempre la hemos llamado de esa otra forma. O Luci a secas.
– Bien. ¿Sabe usted su domicilio?
– Aguarde… en el nueve de Caravaca.
– ¿Trabajaba?
– Sí señor. Ahora en el verano sí que trabaja, en la casa Ilsa, despachando en un puesto de helados. Esos que son al corte, ¿no sabe cuál digo? Pues ésos; en Atocha tiene el puesto, frente por frente al Nacional…
– Ya – cortó el Juez -. Años que tenía, ¿no sabe?
– Pues como yo: veintiuno.
– De acuerdo, señorita. Veamos ahora lo ocurrido. Procure usted contármelo por orden, y sin faltar a los detalles. Usted con calma, que yo la ayudo, no se asuste. Vamos, comience.
Paulina se llevaba las manos a la boca.
– Si quiere piénselo antes. No se apure por eso. La esperamos. No se descomponga.
– Pues, señor Juez, es que verá usted, es que teníamos todos mucha tierra pegada por todo el cuerpo… ellos salieron con que si meternos en el agua, para limpiarnos la tierra… Yo no quería, y además se lo dije a ellos, a esas horas tan tarde… pero ellos venga que sí, y que qué tontería, qué nos iba a pasar… Conque ya tanto porfiaron que me convencen y nos metemos los tres…-hablaba casi llorando.
El Juez la interrumpió:
– Perdone, ¿el tercero quién era?
– Pues ese otro chico, el que le habló usted antes, Sebastián Navarro, que es mi prometido. Conque ellos dos y yo, conque le digo no nos vayamos muy adentro… – se cortaba, llorando -; no nos vayamos muy adentro, y él: no tengas miedo, Paulina… Así que estábamos juntos mi novio y una servidora y en esto: ¿pues dónde está Luci?, la eché de menos… ¿pues no la ves ahí?, estaba todo el agua muy oscuro y la llamo: ¡Lucita!, que se viniese con nosotros, que qué hacía ella sola… y no contesta y nosotros hablándola como si tal cosa, y ella ahogándose ya que estaría… La vuelvo a llamar, cuando, ¡Ay Dios mío que se ahoga Lucita! ¿No la ves que se ahoga?, le grito a él, y se veía una cosa espantosa, señor Juez, que se conoce que ya se la estaba metiendo el agua por la boca que ya no podía llamarnos ni nada y sólo moverse así y así… una cosa espantosa en mitad de las ansias como si fuera un remolino un poco los brazos así y así… nos ponemos los dos a dar voces a dar voces – se volvía a interrumpir atragantada por el llanto-. Conque sentimos ya que se tiran esos otros a sacarla, y yo menos mal Dios mío que la salven, a ver si llegan a tiempo todavía… y también Sebas mi novio y casi no sabe nadar y se va al encuentro… ya sí que no se veía nada de ella se ve que el agua corría más que ninguno y se la llevaba para abajo a lo hondo de la presa… y yo ay Dios mío una angustia terrible en aquellos momentos… no daban con ella no daban con ella estaba todo oscuro y no se la veía… – ahora lloraba descompuesta, empujando la cara contra las manos y el rebujo del pañuelo.
El Juez se colocó detrás de ella y le puso la mano en la espalda:
– Tranquilícese, señorita, tranquilícese, vamos…
Habían mirado por última vez hacia el valle de luces: oscilaban al fondo, en un innumerable y menudo hormigueo, entre destellos azules, rojos, verdes, de los letreros comerciales; bloques de casas emergían en verticales macizos de sombra amoratada, como haces de prismas en la corteza de una roca; largas hileras de bombillas se prolongaban hacia el campo y se sumían en lo negro de la tierra; el halo violáceo flotaba por encima, como una inmensa y turbia cúpula de luz pulverizada. Traspusieron la última vertiente de Almodóvar. Sólo la luna, ya alta, alumbraba los campos; descubrían el brillo quedo de los metales de la bici, tirada entre los surcos. Santos la recogió y la llevaba del manillar hasta el camino. Ahora Carmen se ceñía contra él, hundía la cara en su cuello.
– ¿Qué pasa? -dijo Santos.
– Nada. Expansiones de cariño – se reía.
– Vamos, vamos, que es tarde.
Montaron. Luego al tomar la carretera de Valencia, Santos se liaba de pronto a dar a los pedales, y en bruscos acelerones, puso en seguida la bici a gran velocidad. Con el viento en la cara, atravesaron el pueblo de Vallecas, donde ya poca gente se veía en la calle. Salían de nuevo a la carretera y Carmen vio el pueblo a sus espaldas: la luz de la luna lo delimitaba en un solo perfil, enmarcándolo en una moldura de escayola, que corría a lo largo de todos los techos. Se alejaba a todo correr y trepidaba la bicicleta por los adoquines.
– ¡Así da gloria, Santos! ¡Písale a fondo, tú!
Él sentía el pelo de Carmen volando junto a su cara. Luego entraban al Puente de Vallecas, y la chica se sorprendía de verse tan de súbito entre letreros luminosos de cines y de bares y muchísima gente y luces y barullo de ciudad; preguntaba:
– ¿Qué es esto?
Santos había frenado su carrera, para ponerse al paso de población.
– ¿Esto? Vallecas City, ciudad fronteriza – contestaba riendo.
Regateaba con la bici a la gente de domingo que invadía las calles.
Los estudiantes ya se habían marchado. Los compañeros de Lucita permanecían sentados en las sillas de la terraza, bajo la luz de la bombilla, en silencio. Tenían las cabezas derribadas sobre las mesas, los rostros escondidos en los brazos. Zacarías miraba hacia el guardia viejo, que conversaba con Vicente el chófer. No oía lo que decían, con el fragor del agua. Ambos estaban de pie en el malecón, junto a las dos ruedas dentadas que levantaban las compuertas. Había sacado tabaco el chófer, pero el guardia no quiso fumar; por el servicio, decía. Miraban al agua turbulenta, donde todo el caudal precipitaba.
– ¡Que se vaya a paseo! – dijo el chófer -. ¡Dichoso servicio! Bastante tienen ustedes que aguantar.
– No, que sale el señor Juez y me coge fumando y es una nota desfavorable para mí. Cuando se acabe todo esto.
– ¡A saber para cuándo!
– Todo esto tiene que ir por sus pasos contados; no vale tener prisa.
– Prisa, ninguna. ¿Qué prisa quiere usted que tenga, en una profesión como la mía? Estoy impedido de tenerla. Esperar y esperar. Conque es marchando, y tampoco no hay más remedio que ajustarse al trote del Balilla. Más que sesenta ya sabes que no los da; no le vas a arrear con una vara. Así que la prisa la desconoce. Más descansado, ¿no le parece a usted?
– Eso sí. Los impacientes no engordan.
– Pues por eso. Me dicen en mi casa: ¿y cuándo vas a volver? Ya puedo yo saberlo fijo, que no falla que conteste: Ni idea. ¿Para qué quiere uno tenerlos intranquilos? Ocurre cualquier avería, un percance imprevisto que te pueda surgir, pues ya sabes que nadie te espera y no andas con el cuidado de que estén impacientes ni de ay qué le habrá pasado a este hombre.
– Haciendo uno la vida esa de usted, desde luego que así es como mejor – decía sin interés el guardia Gumersindo. Tras un silencio, añadía:
– Pues ahora seguramente que tendrá usted que llevarse eso al depósito. ¿A ver quién sino usted?
– Ya, ya me lo vengo yo temiendo, no crea. Y eso ya me gusta bastante menos.
– ¿Por qué, hombre? – repuso Gumersindo -. Valiente cosa. No son más que aprensiones que se tienen. ¿Pues y qué más dará vivos que muertos?
– Aprensión o lo que usted quiera, pero a mí desde luego no me da lo mismo. Ni a nadie que lo diga sinceramente.
Tiró el cigarro al agua negra y echaba el humo muy despacio; añadió.
– Que me hace a mí muy poca gracia eso de llevar fiambres en la tartera. No me agrada un pimiento, se lo digo yo a usted.
Ahora en el rectángulo de luz que la puerta de Aurelia proyectaba en la explanada, reconoció Gumersindo la silueta del tricornio de su pareja, que se había asomado para llamar a Sebastián. Éste salió de entre las mesas y entraba con el guardia al merendero. Reanudó Gumersindo la charla interrumpida:
– Más peligrosos son los vivos – dijo -. Éstos son los que dan los disgustos. Los muertos están los pobres para pocas.
– Sí, conforme; pero el caso es que a todo el mundo le dan mala espina, y eso por algo será. Nadie las tiene todas consigo, respecto a eso.
– Pues que me dieran a mí de rozarme con muertos, en lugar de tener que bregar a todas horas con maleantes y andar a vueltas con los superiores. A cierraojos me cambiaba, fíjese usted.
– Pues a mí no. Yo, mire, a lo mejor le da risa, pero a mí es una cosa rara lo que me pasa con esto. Ya lo sé de otras veces que lo he tenido que hacer. ¿ Sabe usted la impresión que a mí me queda, cuando he metido algún muerto en el coche? – hizo una pausa y continuó -: Pues que me da la sensación de que el asiento se ha quedado como sucio, fíjese usted qué tontería. Oiga, pero que me da hasta reparo de tocarlo, igual que andar con ratas o culebras, una aprensión semejante. Y eso no se crea usted que me dura pocos días. Después ya me olvido y se me pasa.
El guardia ladeaba la cabeza:
– Las imaginaciones – dijo -. Todos tenemos las nuestras particulares.
– Por eso es por lo que a mí no me gusta. No por la cosa de llevarlo a donde sea, que eso total es cuestión de un rato nada más, sino por luego los días que me estoy acordando de que lo tuve ahí sentadito y que me creo que ha dejado alguna cosa como pegada al paño del asiento, o yo qué sé, y no se me va de la cabeza.
– Eso tratándose de infecciosos tendría alguna justificación. Pero así…
– Pues ahí está – dijo el chófer -; para mí, todos los cadáveres, como si fueran infecciosos, lo mismo.
– Nada; convencimientos que le entran a uno y buena gana de andarse con razones para quererlos desechar.
– Eso es, si además yo lo reconozco; cuanto más tonta y más sin fundamento es una idea, más imposible de sacársela uno de los propios sesos. Eso es lo que son las aprensiones, ni más ni menos, sí señor.
Ahí en las mesas, seguían todos inmóviles, en un grupo desfallecido y silencioso. Había salido el chico de la luz a recoger las sillas y las mesas de tijera y las iba cerrando una a una y las metía en una dependencia de la casa. La terraza se fue despoblando de sillas y de mesas, y quedaron tan sólo, como un reducto, las que aún ocupaban los compañeros de Lucita; todo vacío alrededor. Luego salía la moza con la escoba y se ponía a barrer el suelo en torno de ellos: papeles pisoteados, mondas de frutas y servilletas de papel, cajetillas vacías y colillas de puro y chapas de botellines de cerveza, de orange y cocacola; bandejas de cartón y cajas aplastadas, con letreros de tiendas de repostería, tapones, cascarillas de cacahuetes, periódicos, todo esparcido, revuelto con el polvo, tras de la fiesta consumida. Lo iba empujando y arrastrando con la escoba y formaba montones junto al malecón; después metía la escoba, y los despojos desbordaban el zócalo de cemento y caían hacia el agua. Aún allí blanqueaban huidizos, un instante, y desaparecían en seguida en la oscura vorágine de la compuerta, con la fuga del río.