-->

El Jarama

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу El Jarama, Ferlosio Rafael S?nchez-- . Жанр: Научная фантастика. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
El Jarama
Название: El Jarama
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 236
Читать онлайн

El Jarama читать книгу онлайн

El Jarama - читать бесплатно онлайн , автор Ferlosio Rafael S?nchez

El Jaramaes la novela que le supuso la consagraci?n y la fama, con ella obtuvo el Premio Nadal en 1955 y el de la Cr?tica en 1956, narra diecis?is horas de la vida de once amigos un domingo de verano de excursi?n en las riberas del r?o que le da nombre en tres frentes, en la orilla del r?o y simult?neamente en la taberna de Mauricio -donde los habituales parroquianos beben, discuten y juegan a las cartas- y en una arboleda a orillas del Jarama en la que se instalan los excursionistas. Al acabar el d?a, un acontecimiento inesperado, el descubrimiento de una de las j?venes ahogada en el r?o, colma la jornada de honda poes?a y dota a la novela de su extra?a grandeza, por contraste con el tono objetivo general en la novela donde nada sustancioso ocurre y solamente se describen y narran cotidianas minucias con una frialdad magnetof?nica. Enmarcada entre dos pasajes de una descripci?n geogr?fica del curso del r?o Jarama, esta novela posee un realismo absoluto, casi conductista o behaviorista, en el que el narrador no se permite ni una m?nima expansi?n sentimental o interpretativa, ni sondeo alguno en la psicolog?a interna de sus personajes, y el lenguaje coloquial de los di?logos se encuentra presidido por el rigor m?s alto. Se ha querido interpretar, sin embargo, la novela como una narraci?n simb?lica o simbolista y desde luego representa un extraordinario contraste con su novela anterior.

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

Перейти на страницу:

– También – contestó Paulina, bajando la cabeza.

– No conteste «también», diga sí o no.

– Pues sí; sí señor. Tenía una voz llorosa.

– Gracias, señorita – se dirigió a los estudiantes -. De ustedes, ¿quién fue el primero que alcanzó a la víctima en el río?

– Yo, señor – contestó Rafael -, Me tropecé con el cuerpo a flor de agua.

– Ya. ¿Y no pudo usted apreciarle, en aquellos instantes, si daba todavía algún indicio de vida?

– No, señor Juez; no se sentía vida alguna.

– Pues muchas gracias. Por ahora nada más. No se marchen ninguno de los que han hablado aquí ahora conmigo, ni nadie que haya sido requerido anteriormente por los guardias. Si alguien desea declarar motu propio alguna cosa relacionada con el caso, que se quede también.

Se dirigió al Secretario:

– Secretario: proceda al levantamiento del cadáver y hágase cargo de las prendas y objetos pertenecientes a la víctima.

– Sí señor.

– Puede invitar a tres o cuatro de estos jóvenes a que se presten a ayudarle en el traslado. Lo subiremos, de momento, a la casa de Aurelia, hasta que venga el encargado del depósito. ¡A ver, un guardia!

– Mande Su Señoría.

– Usted se ocupa de avisar por teléfono al encargado. Vaya ahora mismo. Le dice que venga en seguida y que se me presente.

– Sí señor. A sus órdenes.

– Así lo dejamos allí cuanto antes, a disposición del forense.

Rafael y sus compañeros se habían acercado al Secretario. El de los pantalones mojados le decía en voz baja:

– Mire, nosotros mismos podemos ayudarle, si le parece. Esos otros la conocían, y puede ser penoso para ellos.

– De acuerdo, pues ustedes mismos. Vamos allá. Acércate, hijo; trae la luz.

El niño se acercó, farol en mano, y el Secretario desplegaba la manta que traía, y la extendió junto al cuerpo de Lucí. Después Rafael y el de los pantalones mojados hicieron rodar el cuerpo hasta el centro de la manta. Le cerraron encima una y otra parte, y quedaba cubierto.

– Eso es.

Recogió el Secretario, de manos del guardia, la bolsa y la tartera de Lucita, y las juntó con la toalla y el vestido.

– ¿Es todo cuanto tenía?

– Sí señor.

– Adelante, pues. Con cuidado. Tú, niño, pasas el primero con la luz como has hecho viniendo con nosotros. Señor Juez.

El Juez miraba hacia el río; se volvió:

– ¿Ya? Bueno. El guardia que se preocupe de que vengan los requeridos. Vamos.

Izaron la manta entre cuatro de los estudiantes, uno por cada extremo. El de la armónica abarcaba el cuerpo por el centro de la manta; lo mantenía levantado, a fin de que no fuese rozando por la tierra. Todo el grupo echó a andar en silencio, en pos del niño de la luz. Detrás del cuerpo iban el Juez y el Secretario; y después los amigos de Lucita, seguidos por el guardia, que llevaba el pulgar enganchado a la correa del mosquetón. Pasaron con cautela el puentecillo, y luego casi no cabían por la angostura de zarzales los que iban cargados con el cuerpo. El niño volvía el farol hacia ellos y avanzaba de espaldas, alumbrando la marcha dificultosa del cadáver. Las ropas se les prendían en las espinas, al rozar con sus flancos las paredes de maleza. Salieron al árbol grande y el Juez se adelantó. Les dijo:

.- Deténganse aquí unos momentos. Yo vuelvo en seguida.

Depositaron el cuerpo en el suelo, entre las sillas y las mesas que cubrían la pequeña explanada. Vicente el chófer se acercaba a mirarlo, a la luz débil de las dos bombillas que quedaban encendidas. Llegaron los últimos, y ya todos estaban parados, esperando. A diez pasos de ellos, la luz alcanzaba a iluminar los engranajes de ambas compuertas: dos ruedas dentadas, con sendos vástagos de hierro, derechos y altos, al final del malecón. Ahí mismo rompía el tronar de las aguas. El Juez se había cruzado con el guardia viejo, que salía de la venta.

– ¿Avisó usted?

– A sus órdenes. Sí señor. Y que viene al instante.

– Está bien – dijo el Juez ya cruzando el umbral del merendero-. Señora.

– Mande usted, señor Juez.

Acudía solícita, secándose las manos en el mismo mandil.

– Mire, querría dejar en algún sitio los restos de la víctima, hasta que venga el encargado del depósito a hacerse cargo de ellos.

Aurelia lo miraba vacilante.

– ¿Aquí dentro? – decía en voz baja-. Señor Juez, dése cuenta la parroquia que tengo aquí en todavía…

– Ya lo comprendo. No puedo hacer otra cosa.

– Entiéndame, señor Juez, si por mí fuera… Una hora en que no hubiese nadie…

– Usted verá. Eso es facultativo. Está en su pleno derecho de negarle la hospitalidad al cuerpo de la víctima.

– ¡Huy, no señor; cómo iba yo a hacer eso!, ¡qué horror!; eso tampoco, señor Juez. Es los clientes, compréndame usted; por ellos lo decía.

– Señora – cortó el Juez -; los motivos no hacen al caso. No tiene por qué darme explicaciones. Lo único que deseo yo saber es si quiere o no quiere.

– ¿Y qué quiere que haga, señor Juez? ¿Cómo iba a cerrarle las puertas? – levantaba los ojos -. La ponen a una entre la espada y la pared…

– Lo siento, señora; mi oficio es ése precisamente: poner a las personas entre la espada y la pared. No puedo hacer de otra manera. ¿Me quiere indicar el sitio?

– ¿El sitio? Mire, pues aquí mismo en la bodega, ¿le parece? Aquí detrás.

Señalaba con el pulgar hacia una cortina de arpillera que había a sus espaldas.

– Perfectamente. Gracias. Voy a decirles que lo pasen. Salió.

– ¡Ya pueden ir pasando! La dueña les dirá dónde lo dejan. – Dirigía la voz hacia el fondo -: ¡A ver, un guardia! -gritó con el índice en alto -. Que se venga también. Esperen aquí afuera los demás.

– A la orden de Su Señoría.

Era el guardia más joven. El Juez contestó con un gesto. Luego entraba de espaldas, por la puerta de la casa, precediendo a los cinco que metían el cadáver.

– Levanten un poco. Cuidado, que hay escalón.

Se pusieron en pie todos los hombres que había en el local, se descubrieron. Se quedaban inmóviles, en un grande silencio, dando la cara hacia el cuerpo que pasaba. Se santiguó fugazmente alguno de ellos, dejando en el aire el pequeño chasquido del besito que se daba en el pulgar.

– Por aquí – dijo Aurelia -. Son media docena de peldaños.

Los hacía meterse por detrás del mostrador.

– Aguarden, que no ven.

Unió las dos puntas de un flexible que colgaba en el muro, y se vio la bodega iluminarse, a través de la arpillera que servía de cortina. Se apresuró a apartarla y la sostuvo a un lado, mientras los otros pasaban con el cuerpo de Lucita y bajaban los seis escalones, seguidos por el Juez y el Secretario y el guardia civil. Se vieron en una gruta artificial, vaciada en la piedra caliza, excavada hacia la entrada del alto ribazo que allí respaldaba la casa y le hacía de muro trasero. Penetraba de ocho a diez metros en la roca, con cinco de anchura, y de techo otros tantos, formando una bóveda tosca, tallada muy en bruto, al igual que las paredes. Pero habían blanqueado con insistencia sobre la abrupta superficie de la roca, en capas reiteradas a lo largo de los años, y ya el espesor de la cal redondeaba los bultos y romaba los vivos y las puntas. Depusieron el cuerpo de Lucita.

– Usted se quedará. Los demás que regresen afuera.

Los ojos de Rafael recorrieron la bóveda, mientras salían sus compañeros. Tan sólo veía turbada en algún punto la blancura del viejo encalado por algunas manchas, rezumantes de humor verdinoso, con melenas de musgo que pendían en largas hilachas del techo y las paredes. Aún estaba la Aurelia en el umbral, en la cima de los seis escalones tallados en la roca, que descendían a la gruta.

– Otro ruego, señora: una mesa y tres sillas hacen falta si es usted tan amable.

– No tiene usted más que pedirlas, señor. Ahora se le bajan.

El Juez sacó los cigarrillos.

– Haremos que puedan marcharse lo antes posible. Son formalidades que hay que rellenar. ¿Fuma usted?

– Gracias; ahora no fumo.

A un lado se veían tres cubas muy grandes y algunos barriles y varias tinajas de barro alineadas; al fondo, vigas contra los rincones, tubos de chimenea negros de hollín, sogas de esparto y caballetes y tablas, sucios de yeso, de algún tinglado de albañilería; en el suelo, una barca volcada, con las tablas combadas y resecas, y una estufa de hierro, una porción de sillas rotas y una carretilla, una puerta, bidones, y muchos botes pequeños de pintura. Rafael acudía a ayudar a la hija de Aurelia y al niño de la luz, que habían aparecido en la escalera con la mesa y las sillas plegables, pintadas de verde. Las colocaban en medio de la bodega, y la chica miraba a la bombilla para hacer que la mesa coincidiese justamente debajo de la luz. Ya volvía la Aurelia, desdoblando un periódico.

– Lo siento, pero es que hoy no me queda ni un solo mantel, señor Juez. Los días de fiesta se ensucia todo lo que hay. Y más que una tuviera, pues más que me ensuciarían.

Extendía el periódico encima de la mesa. Salieron la hija y el muchacho.

– De modo que perdonen la falta, pero con esto se tendrán que arreglar.

– Gracias; no se preocupe – le dijo el Secretario -. Ya vale así.

– Cualquiera cosa más que necesiten, ya saben dónde estoy. Si eso, me dan una voz. Yo estoy ahí mismo – señaló a la escalera -, tras esa cortinilla.

– De acuerdo, gracias – dijo el Juez, con un tono impaciente -. Ahora nada más.

– Pues ya sabe.

Aurelia subió de nuevo los peldaños, apoyándose con las

manos en las rodillas, y traspuso la arpillera. El Secretario miró al Juez.

– Igual que doña Laura.

Los dos sonrieron. El guardia joven miraba los cachivaches hacinados, al fondo de la cueva. El Juez aplastó su pitillo contra el vientre de una tinaja.

– Siéntese usted, por favor.

Rafael y el Secretario se sentaban, uno enfrente del otro. Ahora el guardia apartaba alguna cosa en el suelo, con la culata del fusil, para desenterrarla de entre el polvo. Era la chapa de una matrícula de carro. El Secretario había sacado sus papeles. El Juez se quedaba de pie.

– ¿Su nombre y apellidos?

– Rafael Soriano Fernández.

– ¿Edad?

– Veinticuatro años.

– ¿Estado?

El Secretario escribía: «Acto seguido compareció a la Presencia Judicial el que dijo ser y llamarse don Rafael Soriano Fernández, de veinticuatro años de edad, soltero, de profesión estudiante, vecino de Madrid, con domicilio en la calle de Peñascales, número uno, piso séptimo, centro, con instrucción y sin antecedentes; el que instruido, advertido y juramentado con arreglo a derecho, declara:

Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название