El Jarama
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El Jaramaes la novela que le supuso la consagraci?n y la fama, con ella obtuvo el Premio Nadal en 1955 y el de la Cr?tica en 1956, narra diecis?is horas de la vida de once amigos un domingo de verano de excursi?n en las riberas del r?o que le da nombre en tres frentes, en la orilla del r?o y simult?neamente en la taberna de Mauricio -donde los habituales parroquianos beben, discuten y juegan a las cartas- y en una arboleda a orillas del Jarama en la que se instalan los excursionistas. Al acabar el d?a, un acontecimiento inesperado, el descubrimiento de una de las j?venes ahogada en el r?o, colma la jornada de honda poes?a y dota a la novela de su extra?a grandeza, por contraste con el tono objetivo general en la novela donde nada sustancioso ocurre y solamente se describen y narran cotidianas minucias con una frialdad magnetof?nica. Enmarcada entre dos pasajes de una descripci?n geogr?fica del curso del r?o Jarama, esta novela posee un realismo absoluto, casi conductista o behaviorista, en el que el narrador no se permite ni una m?nima expansi?n sentimental o interpretativa, ni sondeo alguno en la psicolog?a interna de sus personajes, y el lenguaje coloquial de los di?logos se encuentra presidido por el rigor m?s alto. Se ha querido interpretar, sin embargo, la novela como una narraci?n simb?lica o simbolista y desde luego representa un extraordinario contraste con su novela anterior.
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– Encuentro de muy mal gusto el ahogarse a estas horas y además en domingo – dijo uno de los que estaban en la mesa -. Te compadezco.
– Él escogió la profesión.
– Así que hasta mañana – dijo el Juez.
– Tienes aquí todavía, mira. Termínatelo – le advertía uno de gafas, ofreciéndole un vaso muy alto, en el que flotaba una rodajita de limón.
El Juez se lo cogió de las manos y apuraba el contenido. La orquesta había parado de tocar. Una chica de azul se acercaba a la mesa, con otro joven de chaqueta clara.
– Ángel se tiene que marchar – les dijeron.
– ¿Sí? ¿Por qué razón?
– El deber lo reclama.
– Pues qué lata; cuánto lo siento.
– Yo también – dijo el Juez -. Que os divirtáis.
– Hasta la vista, Angelito.
– Adiós a todos.
Saludó con un gesto de la mano y se dio media vuelta. Atravesó la pista de baile, hacia el Secretario.
– Cuando usted quiera – le dijo sin detenerse.
El Secretario salió con él y recorrieron un ancho pasillo, con techo de artesonado, hasta el recibidor. El conserje, ya viejo, con traje de galones y botones dorados, dejó a un lado el cigarro, al verlos venir, y se levantó cansadamente de su silla de enea.
– Muy buenas noches, señor Juez, usted lo pase bien – dijo mientras le abría la gran puerta de cristales, con letras esmeriladas.
Volvió a oírse la música tras ellos. El Juez miró un instante hacia la sala.
– Hasta mañana, Ortega – le dijo al conserje, ya pasando el umbral hacia la calle.
Había un Balilla marrón. El chófer estaba en mangas de camisa, casi sentado en el guardabarros. Saludó y les abría la portezuela. El Juez se detuvo un momento delante del coche y levantó la vista hacia el cielo nocturno. Luego inclinó su largo cuerpo y se metió en el auto. El Secretario entró detrás, y el chófer les cerró la portezuela. Veían a la derecha la cara del conserje, que los miraba por detrás de las letras historiadas de los grandes cristales: casino de alcalá. Ya el chófer había dado la vuelta por detrás del automóvil y se sentaba al volante. No le arrancaba a lo pronto, renqueaba. Tiró de la palanquita que le cerraba el aire al motor, y éste se puso en marcha.
– Vicente – dijo el Juez -, al pasar por mi casa, pare un momento, por favor – se dirigió al Secretario -. Voy a dejarle dicho a mi madre que nos vamos, para que cenen ellas, sin esperarme.
Pasaban por la Plaza Mayor. No había nadie. Sólo la silueta de Miguel de Cervantes, en su peana, delgado, con la pluma y el espadín, en medio de los jardincillos, bajo la luna tranquila. De los bares salía luz y humo. Se veían hombres dentro, borrosos, aglomerados en los mostradores. Después el coche se paró.
– Vaya usted mismo, Vicente – le dijo el Juez -, tenga la bondad. Le dice a la doncella que nos vamos para San Fernando y que podré tardar un par de horas en estar de regreso.
– Bien, señor Juez.
Se apeó del coche y llamaba al timbre de una puerta. Luego la puerta se abrió y el mecánico hablaba con la criada, cuya figura se recortaba en el umbral, contra la luz que salía de la casa. Ya terminaba de dar el recado, pero la puerta no llegó a cerrarse, porque otra figura de mujer aparecía por detrás de la doncella, apartándola, y cruzaba la acera hasta el coche.
– ¿Sin cenar nada, hijo mío? – dijo inclinada sobre la ventanilla -. Toma un bocado siquiera. Y usted también, Emilio. Anda, pasar los dos.
– Yo ya he cenado, señora, muchas gracias – contestó el Secretario.
– Pues tú, hijo. ¿Qué se tarda?
– No, mamá, te lo agradezco, pero no tengo hambre, con los aperitivos del Casino. A la vuelta. Me lo dejáis tapado en la cocina.
El chófer pasaba a su puesto. La señora hizo un gesto de contrariedad.
– No sé qué me da dejarte ir así. Luego vienes y te lo comes todo frío, que ni puede gustarte ni te luce ni nada. No llegarás a ponerte bueno. Anda, iros ya, iros, si es que no tienes gana. Qué le vamos a hacer.
Se retiró de la ventanilla.
– Pues hasta luego, mamá. El motor arrancaba.
– Adiós, hijo – se inclinaba un momento para mirar al Secretario dentro del coche, que ya se movía -. Adiós, Emilio.
– ¡Buenas noches, señora! – contestó.
Luego el chófer metió la segunda, por el centro de la calzada, y detrás de ellos se cerraba de nuevo la puerta de la casa del Juez. Embragó la tercera calle adelante, y atravesó el arco de piedra, hacia la carretera de Madrid. Negra y cercana, a la izquierda, la enorme artesa volcada del Cerro del Viso, se perfilaba de una orla de leche violácea, que le ponía la luz de la luna.
– ¿Avisó usted al Forense?
– Sí, señor. Dijo que iría en su coche, más tarde, o en el momento que lo mandemos a llamar.
– Bien. Así que una chica joven, ¿no era?
– Eso entendí por teléfono.
– ¿No le dio más detalles? ¿Le dijo si de Madrid?
– Sí, señor Juez, en efecto; de Madrid dijo que era.
– Ya. Los domingos se pone aquello infestado de madrileños. ¿A qué hora fue?
– Eso ya no le puedo decir. Sobre las diez y pico llamaría. Ahora corrían en directa, hacia las luces de Torrejón. El Juez sacó Philips Morris.
– Vicente, ¿quiere fumar?
El chófer soltó una mano del volante y la tendió hacia atrás, por encima del hombro, sin volver la cabeza.
– Gracias, don Ángel; traiga usted.
El Juez le puso el pitillo entre los dedos.
– Usted, Emilio, sigue sin vicios menores, ¿no?
– Ni mayores; muchas gracias.
A la izquierda, veían los valles del Henares, batidos por la luna, a desaguar al Jarama. El Secretario miró de reojo a la solapa del Juez, con el clavel en el ojal. La llama del mechero iluminó la tapicería del automóvil. El chófer ladeaba la cabeza, para tomar lumbre de manos del Juez, sin apartar los ojos de la luz de los faros que avanzaban por los adoquines. A la izquierda, muy lejos, hacia atrás, un horizonte de mesetas perdidas, que apenas blanqueaban vagamente en la luna difusa, contra el cielo de azul ofuscado de polvo. Sucesivas mesetas de caliza y margas, blanco de hueso, se destacaban sobre los valles, como los omoplatos fósiles de la tierra. Luego el Balilla se vio traspasado de pronto por una luz muy fuerte que lo embestía por detrás. La trompeta sonora de un turismo venía pidiendo paso, y la luz los rebasaba en seguida por la izquierda, con un gemido de neumáticos nuevos, cantando en los adoquines. Acto seguido mostraba el Chrysler su grupa negra y escurrida, con los pilotos rojos, que se alejaron velozmente.
– Americanos – dijo el chófer.
– ¿Y qué otra cosa van a ser? – le replicaba el Secretario.
– Ya. Si le vi la matrícula. Pues así ya se puede ir a donde quiera.
– Sí; así ya se puede.
– Para cuando lleguemos nosotros a San Fernando, aburridos de verse en Madrid. Es decir, si no se estrellan antes y no se quedan hechos una tortilla en cualquier poste del camino.
– Quien mucho corre pronto para – corroboró el Secretario.
– Ésta es la ventaja que tenemos nosotros; que con este cajoncito de pasas de Málaga no se corre peligro – dijo el chófer -. Algún privilegio teníamos que tener.
– Pues claro.
El Juez iba en silencio. Dejaron a la izquierda la carretera de Loeches y entraban a Torrejón de Ardoz. Había aún mucha luz en el trozo de carretera que atravesaba el pueblo, y algunos grupos de hombres se apartaban al paso del Balilla. Otros estaban sentados en filas o en corrillos a las puertas de los locales. Al pasar se entreveían los interiores de las tabernas iluminadas y la estridencia fugaz de los colores de los almanaques, en las paredes pintadas de añil. Atrás quedó la figura de la torre, con un brillo de luna en el azul de sus tejas. La alta sombra angulosa de un frontón sobresalía por encima de los techos. Luego la carretera descendía a los eriales del Jarama y se vieron al fondo las bombillas dispersas de Coslada y San Fernando, al otro lado de la veta brillante del río. La carretera corría por una recta flanqueada de árboles, hasta el Puente Viveros. A la salida del puente dejaron la General y torcieron a mano izquierda, para tomar la carretera de San Fernando de Henares. Saltaba el automóvil en los baches. Ahora el Juez preguntó:
– ¿Dónde le dijo el guardia exactamente que era el lugar del suceso?
– En la presa.
– Ya sabrá usted cómo se baja a la presa, ¿ no, Vicente?
– Sí señor.
Encontraron abierto el paso a nivel. El coche baqueteaba fuertemente al cruzar los raíles. Enfrente, a mano izquierda, los grandes árboles oscuros de la finca de Cocherito de Bilbao escondían la sombra de la villa, cuyo tejado brillaba entre las hojas.
– Con éste – dijo el Juez -, ya van a hacer el número de nueve los cadáveres de ahogados que le levanto al Jarama. El chófer meneó la cabeza, en signo de desaprobación.
– O, es decir, ahogados, ocho, ahora que me acuerdo – rectificaba el Juez -; porque uno fue aquella chica que la empujó su novio desde lo alto del puente del ferrocarril; ¿no lo recuerda, Emilio?
– Sí, lo recuerdo. Hará dos años.
Torcieron de nuevo a la izquierda, al camino entre viñas, y luego descendían a mano derecha, hasta los mismos merenderos. El coche se detenía bajo el gran árbol, y salieron algunos de las casetas, o se asomaban figuras en los quicios iluminados, para ver quién venía. Se retiraron respetuosos de la puerta, cuando entraba el Juez. Entornaba los ojos en la luz del local. Vicente quedó fuera.
– Buenas noches.
Callaron en las mesas y los miraban, escuchando. El Juez tenía el pelo rubio y ondulado sobre la frente y era bastante más alto que el Secretario y que los otros que estaban de pie junto al mostrador.
– ¿Cómo está usted? – le dijo Aurelia.
– Bien, gracias. Dígame, ¿ por dónde está la víctima del accidente?
– Pues aquí mismo, señor Juez – señaló con la mano, como a la izquierda, hacia afuera de la puerta -. Casi enfrentito. Se ha visto desde aquí. No tienen más que cruzar la pasarela. O si no… ¡Tú, niño! – gritó hacia la cocina.
Apareció instantáneamente un muchacho, en un revuelo de la tela que hacía de puerta.
– ¡ Mira, quítate eso, y ahora mismo acompañas al señor Juez! – le dijo la Aurelia -. ¡Zumbando!
– Gracias; no era preciso que lo molestase.
– ¡Faltaría más!
El chico se había quitado el mandil.
– Otra cosa, señora: ahí abajo no hay luz, ¿verdad usted?
– No la hay; no señor.