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Control Total

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Control Total
Название: Control Total
Автор: Baldacci David
Дата добавления: 16 январь 2020
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Control Total читать книгу онлайн

Control Total - читать бесплатно онлайн , автор Baldacci David

Cuando Sidney Archer despidi? a su marido, el cual iba a tomar un avi?n rumbo a Los ?ngeles, no pod?a sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.

En primer lugar, el avi?n se estrell?; las investigaciones posteriores revelaron que hab?a sido v?ctima de un sabotaje; despu?s descubri? que su marido hab?a supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.

Pero con todo ello, apenas si hab?an comenzado sus tribulaciones: las m?ltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera c?mplice de ?l. Pero adem?s, la convierten en objetivo de una cacer?a implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella est?n sembrados de cad?veres. El trofeo: controlar las redes de informaci?n del siglo XXI.

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– Volvía de aquel depósito sucio de pies a cabeza y con el aspecto de quien ha estado peleando con un cocodrilo -comentó Kay más animada-. Pero no cedió e hizo un buen trabajo. De hecho, parecía disfrutar con el asunto. También le dedicó mucho tiempo a la integración del sistema de copias de resguardo.

– ¿Te refieres al sistema informático para archivar copias automáticas del correo electrónico y documentos?

– Eso es.

– ¿Para qué necesitaban integrar el sistema de copias de resguardo?

– Como ya te puedes imaginar, la compañía de Quentin Rowe tenía un sistema de primera antes de que la comprara Tritón. Pero Nathan Gamble y Tritón no tenían nada. Entre nosotros, no creo que Gamble sepa qué es un sistema de copias de resguardo. En cualquier caso, el trabajo de Jason era integrar el sistema viejo de Tritón en el nuevo de Rowe.

– ¿Qué trabajos requería la integración?

– Repasar todos los archivos de Tritón y formatearlos para hacerlos compatibles con el nuevo sistema. Correo electrónico, documentos, informes, gráficos, cualquier cosa que pase por el sistema informático. También completó ese trabajo. Ahora todo el sistema está integrado.

– ¿Dónde guardaban los archivos viejos? ¿En la oficina?

– No. En un almacén en Reston. Las cajas están apiladas hasta el techo. En el mismo lugar donde guardaban los archivos financieros. Jason se pasaba muchas horas allí.

– ¿Quién autorizó los proyectos?

– Quentin Rowe.

– ¿No fue Nathan Gamble?

– Ni siquiera creo que estuviera enterado. Pero ahora sí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque Jason recibió una carta de Gamble por correo electrónico en la que lo felicitaba por el trabajo hecho.

– ¿De veras? No parece muy propio de Gamble.

– Sí, a mí también me sorprendió. Pero lo hizo.

– Supongo que no recordarás la fecha de la carta, ¿verdad?

– Te equivocas. La recuerdo por un motivo terrible.

– ¿A qué te refieres?

– Fue el día en que se estrelló el avión.

– ¿Estás segura? -preguntó Sidney, alerta.

– Nunca lo olvidaré, Sidney.

– Pero Nathan Gamble estaba en Nueva York aquel día. Yo estaba con él.

– Bah, eso no tiene importancia. Su secretaria se encarga de enviar las cartas esté o no él en el despacho.

A Sidney le pareció que esto no tenía mucho sentido.

– Kay, ¿sabes alguna cosa de las negociaciones con CyberCom? ¿Todavía está pendiente la entrega de los archivos?

– ¿Qué archivos?

– Gamble no quería entregar los archivos financieros a CyberCom.

– No sé nada de eso, pero sí sé que los archivos financieros ya los entregaron.

– ¿Cómo? -gritó Sidney-. ¿Los vio alguien de Tylery Stone?

– No estoy enterada.

– ¿Cuándo los enviaron?

– Aunque parezca una ironía, el mismo día en que Nathan Gamble envió la carta a Jason.

Sidney tuvo la sensación de que le daba vueltas la cabeza.

– ¿El día en que se estrelló el avión? ¿Estás absolutamente segura?

– Tengo un amigo en la sección de correspondencia. Lo llamaron para que llevara los registros al departamento de fotocopias y después ayudó a transportarlos a CyberCom. ¿Por qué? ¿Es importante?

– No lo tengo muy claro.

– ¿Necesitas saber algo más?

– No, gracias, Kay, ya me has dado mucho en qué pensar -Sidney colgó el teléfono y se dirigió otra vez hacia la parada de taxis.

Kenneth Scales miró el mensaje que tenía en la mano, con los ojos entrecerrados. La información del disquete estaba cifrada. Necesitaban la contraseña. Miró a la persona que era la única poseedora de aquel precioso mensaje enviado por correo electrónico. Jason no le hubiera enviado el disquete a su esposa sin incluir la contraseña. Tenía que estar en el mensaje remitido por Jason desde el almacén. La contraseña. Sidney estaba en la cola esperando un taxi. Tendría que haberla matado en la limusina. No era su costumbre dejar a nadie vivo. Pero las órdenes había que cumplirlas. Al menos, la habían mantenido vigilada hasta saber dónde había ido a parar el mensaje. Ahora, en cambio, había recibido la orden de acabar con ella. Avanzó.

En el momento en que Sidney se disponía a subir al taxi, vio el reflejo en la ventanilla del vehículo. El hombre se fijó en ella sólo por un instante, pero alerta como estaba, fue suficiente. Se volvió y sus miradas se cruzaron en un segundo terrible. Los mismos ojos diabólicos de la limusina. Scales soltó una maldición y echó a correr. Sidney se metió en el taxi, que arrancó en el acto. Scales apartó a las personas que le precedían en la cola, derribó al portero que le cerraba el paso y subió al siguiente taxi.

Sidney miró por la ventanilla trasera. La oscuridad y la cellisca le impidieron ver mucho. Sin embargo, había poco tráfico y alcanzó a ver los faros que se acercaban deprisa. Miró al taxista.

– Sé que le parecerá ridículo, pero nos siguen.

Le dio al chófer otra dirección. El taxista dobló bruscamente a la izquierda, después a la derecha y siguió por una calle lateral que lo devolvió a la Quinta Avenida.

El taxi se detuvo delante de un rascacielos. Sidney se apeó de un salto y corrió hacía la entrada, mientras sacaba algo de su bolso. Introdujo la tarjeta de acceso en la ranura y se abrió la puerta. Entró en el edificio y cerró la puerta.

El guardia de seguridad sentado en la recepción la miró con ojos somnolientos. Sidney buscó otra vez en el bolso y sacó su tarjeta de identificación de Tylery Stone. El guardia asintió y volvió a sentarse. Sidney espió por encima del hombro mientras apretaba el botón del ascensor. A estas horas sólo funcionaba uno. El segundo taxi se detuvo frente al edificio. El pasajero salió a toda prisa, corrió hasta las puertas de cristal y comenzó a aporrearlas. Sidney miró al guardia, que se levantó de la silla.

– Creo que ese hombre me seguía -le avisó Sidney-. Quizá se trate de un loco. Vaya con cuidado.

El guardia la observó por un momento antes de asentir. Miró hacia la entrada y caminó hacia las puertas con una mano sobre la cartuchera. Sidney le miró por última vez antes de entrar en el ascensor. El hombre miraba a un lado y a otro de la calle. Sidney exhaló un suspiro de alivio y apretó el botón del piso veintitrés. Medio minuto más tarde se encontraba en el vestíbulo de Tylery Stone. Corrió hacia su despacho. Encendió la luz, sacó la agenda, buscó un número de teléfono y marcó.

Llamaba a Ruth Chils, vecina y amiga de sus padres. La anciana atendió en el acto, y por el tono era obvio que hacía rato que estaba levantada aunque eran las seis de la mañana. Ruth le dio el pésame y luego, en respuesta a las preguntas de la joven, le informó que los Patterson y Amy se había marchado la mañana anterior a eso de las diez. Sabía que iban a Bell Harbor pero nada más.

– Vi que tu padre metía la escopeta en el maletero, Sidney -señaló Ruth con un tono de curiosidad.

– Me pregunto por qué -replicó Sidney. Estaba a punto de despedirse cuando Ruth añadió algo que la sobresaltó.

– Estuve preocupada la noche anterior a que se marcharan. Había un coche que no dejaba de dar vueltas. Yo no duermo mucho, y tengo el sueño ligero. Este es un barrio tranquilo. Por aquí no pasan muchos coches a menos que venga alguien de visita. El coche apareció otra vez ayer por la mañana.

– ¿Vio a alguno de los ocupantes? -preguntó Sidney, temblorosa.

– No, mis ojos ya no son lo que eran, ni siquiera con bifocales.

– ¿El coche todavía está por allí?

– Oh, no. Se marchó en cuanto se fueron tus padres. Por las dudas, tengo el bate de béisbol detrás de la puerta. El que intente entrar en mi casa deseará no haberlo hecho.

Antes de colgar, Sidney le recomendó a Ruth que tuviera cuidado y avisara a la policía si el coche volvía a aparecer, aunque estaba segura de que el vehículo ya estaba muy lejos de Hanover, Virginia, y que ahora se dirigía hacia Bell Harbor, Maine. Ella también tomaría ese rumbo.

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