Control Total
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Cuando Sidney Archer despidi? a su marido, el cual iba a tomar un avi?n rumbo a Los ?ngeles, no pod?a sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avi?n se estrell?; las investigaciones posteriores revelaron que hab?a sido v?ctima de un sabotaje; despu?s descubri? que su marido hab?a supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si hab?an comenzado sus tribulaciones: las m?ltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera c?mplice de ?l. Pero adem?s, la convierten en objetivo de una cacer?a implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella est?n sembrados de cad?veres. El trofeo: controlar las redes de informaci?n del siglo XXI.
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Capítulo 48
Sidney se levantó del suelo. Un instinto muy fuerte, el de supervivencia, reemplazó a la desesperación y al miedo que la habían dominado hasta ahora. Abrió uno de los cajones de la mesa escritorio y sacó el pasaporte. En más de una ocasión había tenido que realizar viajes urgentes al extranjero por asuntos legales. Pero ahora el motivo era mucho más imperioso: proteger su vida. Entró en la oficina contigua a la suya, que pertenecía a un joven abogado, forofo de los Atlanta Braves; muchos de los objetos que ocupaban una de las estanterías testimoniaban esa lealtad. Cogió la gorra de béisbol, se recogió el cabello y se encasquetó la gorra.
Revisó el contenido del bolso. Se sorprendió al ver que tenía el billetero lleno de billetes de cien dólares del viaje a Nueva Orleans. El asesino los había dejado. Salió del edificio, llamó a un taxi, le indicó al taxista la dirección y se arrellanó en el asiento mientras el vehículo se ponía en marcha. Con mucho cuidado, sacó el revólver del difunto Philip Goldman, lo metió en la cartuchera que le había dado Sawyer y se abrochó la gabardina.
El taxi la dejó delante de Union Station. Sidney sabía que no era imposible pasar el arma por los controles de seguridad del aeropuerto, pero no tendría ningún problema si viajaba en tren. En principio, su plan era sencillo: buscar un lugar seguro donde disponer de tiempo para pensar las cosas con claridad. Pensaba llamar a Lee Sawyer, sólo que lo haría después de salir del país. El problema estaba en que ella había intentado ayudar a su marido. Le había mentido al FBI. Visto en perspectiva había sido una estupidez, pero en aquel momento era lo único que podía hacer. Tenía que ayudar a su marido. Estar a su lado. ¿Y ahora? Su pistola estaba en la escena del crimen; la cinta grabada con la conversación con Jason, también. A pesar de haberse sincerado en parte con Sawyer, ¿qué pensaría ahora el agente? Estaba convencida de que no vacilaría en arrestarla. Por un momento, volvió a hundirse en la desesperación, pero recobró el valor, se subió el cuello de la gabardina para protegerse del viento helado y entró en la estación de ferrocarril.
Compró un pasaje para el siguiente tren expreso con destino a Nueva York. El tren saldría dentro de media hora y la dejaría en Penn Station a las cinco y media de la mañana. Desde allí, cogería un taxi hasta el aeropuerto Kennedy, donde sacaría un pasaje de ida a algún país, todavía no tenía claro cuál. Bajó al último nivel de la estación y sacó más dinero del cajero automático. En cuanto dieran la orden de busca y captura, las tarjetas de crédito quedarían anuladas. De pronto recordó que no llevaba ropa para cambiarse y que tendría que viajar de incógnito. El problema estaba en que ninguna de las tiendas de ropa de la estación seguía abierta a estas horas de la noche. Tendría que comprar lo necesario en Nueva York.
Entró en una cabina de teléfono y consultó su agenda; la tarjeta de Lee Sawyer apareció entre las hojas. La contempló durante un buen rato. ¡Maldita sea! Tenía que hacerlo, se lo debía. Marcó el número de la casa de Sawyer. Al cabo de treinta segundos se puso en marcha el contestador automático. Sidney vaciló por un instante antes de colgar. Marcó otro número. Tuvo la sensación de que habían pasado horas antes de que le respondiera una voz somnolienta.
– Jeff?
– ¿Quién es?
– Sidney Archer.
Sidney oyó el rumor de las sábanas y la manta, mientras Fisher buscaba algo, probablemente el reloj.
– Estuve esperando tu llamada, pero al final me entró sueño.
– Jeff, no tengo mucho tiempo. Ha ocurrido algo terrible.
– ¿Qué? ¿Qué ha pasado?
– Cuanto menos sepas, mejor. -Sidney hizo una pausa para poner orden en sus pensamientos-. Jeff, te daré un número donde me puedes encontrar ahora mismo. Quiero que vayas a un teléfono público y me llames.
– Caray, son… son más de las dos de la mañana.
– Jeff, por favor, haz lo que te pido.
Después de protestar un poco, Fisher asintió.
– Dame unos cincos minutos. ¿Cuál es el número?
No habían pasado los seis minutos cuando sonó el teléfono. Sidney atendió en el acto.
– ¿Estás en una cabina? ¿Me lo juras?
– Sí. Y me estoy pelando de frío. Ahora dime qué quieres.
– Jerry, tengo la contraseña. Estaba en el correo electrónico de Jason. Yo tenía razón; la envió a una dirección equivocada.
– Fantástico. Ahora podemos leer el archivo.
– No, no podemos.
– ¿Por qué?
– Porque perdí el disquete.
– ¿Qué? ¿Cómo es posible?
– Eso no importa. Está perdido y no puedo recuperarlo. -El desconsuelo de Sidney se reflejaba en su voz. Pensó por un momento. Iba a decirle a Fisher que dejara la ciudad por algún tiempo. Si lo ocurrido en el garaje era un aviso, él podía estar en peligro. Se quedó helada al escuchar las palabras de Fisher.
– Chica, estás de suerte.
– ¿De qué hablas?
– No sólo soy un maniático de la seguridad sino que también tengo miedo. He perdido demasiados archivos en el curso de los años por no haber hecho una copia de seguridad en su momento, Sid.
– ¿Me estás diciendo lo que creo que me dices, Jeff?
– Mientras tú estabas en la cocina y yo intentaba descifrar el archivo -hizo una pausa de efecto-, me tomé la libertad de hacer dos copias. Una en el disco duro y otra en un disquete.
La emoción dejó a Sidney sin palabras. Cuando por fin habló, la repuesta hizo sonrojar a Fisher.
– Te quiero, Jeff.
– ¿Cuándo quieres venir para ver qué oculta ese condenado?
– No puedo, Jeff.
– ¿Por qué no?
– Tengo que abandonar la ciudad. Quiero que me envíes el disquete a la dirección que te voy a dar. Quiero que lo mandes por FedEx. Despáchalo a primera hora, Jeff, en cuanto salgas de casa.
– No lo entiendo, Sidney.
– Jeff, me has ayudado mucho, pero no quiero que lo entiendas. No quiero involucrarte más de lo que ya estás. Quiero que vuelvas a casa, recojas el disquete y después te vayas a un hotel. El Hollyday Inn de Oíd Town está cerca de tu casa. Envíame la factura.
– Sid…
– En cuanto abran la oficina de FedEx de Oíd Town, quiero que envíes el paquete -insistió Sidney-. Después llama a la oficina, diles que prolongarás las vacaciones unos días más. ¿Dónde vive tu familia?
– En Boston.
– Perfecto. Vete a Boston y quédate con ellos. Envíame la factura del pasaje. Vuela en primera clase si quieres, pero vete.
– ¡Sid!
– Jeff, tengo que marcharme dentro de un minuto así que no discutas. Tienes que hacer lo que te he digo. Es la única manera de que estés seguro.
– No es una broma, ¿verdad?
– ¿Tienes un lápiz?
– Sí.
Sidney abrió la agenda.
– Anota esta dirección. Envía el paquete allí. -Le dio la dirección de sus padres y el número de teléfono en Bell Harbor, Maine-. Lamento mucho haberte mezclado en todo esto, pero eres la única persona que podía ayudarme. Gracias. -Sidney colgó el auricular.
Fisher colgó el teléfono, miró con atención a su alrededor, corrió hasta el coche y regresó a su casa. Se disponía a aparcar cuando vio una furgoneta negra. Aguzó la mirada y alcanzó a ver a los dos figuras sentadas en el asiento delantero del vehículo. En el acto se le aceleró la respiración. Dio la vuelta en U y se dirigió otra vez hacia el centro de Oíd Town. No miró a los ocupantes de la furgoneta cuando pasó junto a ella. Por el espejo retrovisor vio que el vehículo imitaba su maniobra y lo seguía.
Fisher aparcó delante de un edificio de dos plantas. Miró el cartel luminoso: [email protected] Fisher era amigo del dueño e incluso le había ayudado a montar el sistema de ordenadores que ofrecía el local.
El bar estaba abierto toda la noche y con razón. Incluso a esta hora estaba casi lleno. La mayoría de los parroquianos eran estudiantes que no tenían que levantarse temprano para ir al trabajo. Sin embargo, en lugar de una música estruendosa, clientes vocingleros y el ambiente lleno de humo (no se podía fumar porque el humo afectaba a los ordenadores), sólo se escuchaban los sonidos de los juegos de ordenador y las discusiones apasionadas pero siempre en voz baja sobre lo que aparecía en las pantallas. También aquí se ligaba, y los hombres y las mujeres se paseaban en busca de compañía.