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Control Total

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Control Total
Название: Control Total
Автор: Baldacci David
Дата добавления: 16 январь 2020
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Control Total - читать бесплатно онлайн , автор Baldacci David

Cuando Sidney Archer despidi? a su marido, el cual iba a tomar un avi?n rumbo a Los ?ngeles, no pod?a sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.

En primer lugar, el avi?n se estrell?; las investigaciones posteriores revelaron que hab?a sido v?ctima de un sabotaje; despu?s descubri? que su marido hab?a supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.

Pero con todo ello, apenas si hab?an comenzado sus tribulaciones: las m?ltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera c?mplice de ?l. Pero adem?s, la convierten en objetivo de una cacer?a implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella est?n sembrados de cad?veres. El trofeo: controlar las redes de informaci?n del siglo XXI.

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Fisher encontró a su amigo detrás de la barra y le pidió ayuda. Después de pasarle con disimulo el papel con la dirección que Sidney le había dictado fue a sentarse delante de uno de los ordenadores mientras el propietario iba a su despacho. Mientras esperaba, Fisher miró a través de la ventana en el momento en que la furgoneta negra aparcaba en un callejón delante mismo del local. El joven volvió a mirar la pantalla.

Una camarera le trajo una botella de cerveza y un plato de cacahuetes. Junto al plato colocó una servilleta de tela. Escondido en los pliegues de la servilleta había un disquete en blanco. Fisher se hizo con el disquete y se apresuró a meterlo en la disquetera. Tecleó su contraseña y se oyó el pitido de la conexión telefónica del módem. En menos de un minuto había conectado con el ordenador de su casa. Tardó treinta segundos en copiar los archivos de Sidney. Volvió a mirar por la ventana. La furgoneta seguía allí.

La camarera se acercó una vez más a la mesa para preguntarle si deseaba algo más. En la bandeja traía un sobre de FedEx con la dirección de Bell Harbor en la etiqueta. Fisher miró por la ventana. Esta vez vio que a unos metros del callejón, dos agentes de policía habían aparcado sus coches y se habían apeado para charlar un rato. En el momento en que la camarera iba a recoger el disquete, cosa que formaba parte del plan pergeñado con el dueño del local, Fisher meneó la cabeza. Acababa de recordar la advertencia de Sidney. No quería involucrar a sus amigos sin necesidad y ahora quizá podría evitarlo. Le susurró algo a la joven, que se marchó con el sobre vacío de vuelta al despacho. Volvió al cabo de un par de minutos con otro sobre. Fisher lo miró y no pudo evitar una sonrisa al ver el franqueo. Su amigo había calculado con mucha generosidad el valor necesario para enviar el paquete certificado y con acuse de recibo; no lo devolverían por franqueo insuficiente. No era tan rápido como el FedEx, pero era la mejor solución dadas las circunstancias. Fisher metió el disquete en el sobre, lo cerró y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Después pagó la cuenta y dejó una buena propina para la camarera. Se mojó el rostro y la ropa con un poco de cerveza, y se acabó el resto.

Mientras salía del bar y caminaba hacia el coche, se encendieron los faros y se oyó el ruido del motor que arrancaba. Fisher comenzó a caminar con paso tambaleante al tiempo que cantaba a voz en grito. Los dos policías se volvieron para mirarlo. Fisher les dirigió un efusivo saludo y una reverencia antes de meterse en el coche, ponerlo en marcha y dirigirse en dirección contraria hacia donde estaban los policías.

Cuando pasó junto a los agentes a toda velocidad, los policías subieron a sus coches e iniciaron la persecución. La furgoneta los siguió a una distancia pero dio la vuelta y se alejó en el momento en que los coches de la policía alcanzaron a Fisher. Los agentes no vacilaron en esposarlo y llevarlo a comisaría acusado de conducir borracho.

– Tío, espero que tengas un buen abogado -le dijo uno de los policías.

La respuesta de Fisher fue completamente lúcida y con mucho humor.

– En realidad, conozco a los mejores, agente.

En la comisaría, le tomaron las huellas digitales y le hicieron entregar sus pertenencias personales. Tenía derecho a una llamada telefónica. Antes de llamar, le pidió un favor al sargento de guardia. Un minuto más tarde, Fisher contempló complacido cómo el sargento echaba el paquete en el buzón de la comisaría. El «correo caracol». Si sus amigos informáticos lo vieran. Comenzó a silbar mientras caminaba hacia el calabozo. No era sensato intentar pasarse de listo con un hombre del MIT.

Lee Sawyer se llevó una agradable sorpresa cuando supo que tendría que ir a California para hablar con Charles Tiedman. Había llamado a la Reserva Federal y allí le habían dicho que Tiedman estaba en Washington. Aunque eran casi las tres de la mañana, Tiedman, habituado al horario de la costa Oeste atendió de inmediato la llamada del agente. De hecho, Sawyer tuvo la impresión de que el presidente del banco de la Reserva Federal en San Francisco estaba ansioso por hablar con él.

Se encontraron en el hotel Four Seasons de Georgetown en una habitación privada junto al restaurante del hotel, que estaba cerrado. Tiedman era un hombre pequeño, sesentón, muy bien afeitado y que tenía el hábito de cruzar y descruzar las manos continuamente. Incluso a estas horas de la madrugada, vestía con un discreto traje color gris con chaleco y pajarita. Una elegante cadena de reloj de oro le cruzaba el chaleco. Sawyer se imaginó al atildado banquero con una gorra de fieltro conduciendo un deportivo descapotable. Su aspecto conservador pegaba mucho más con la costa Este que con la Oeste, y Sawyer no tardó en averiguar que Tiedman había pasado muchos años en Nueva York antes de trasladarse a California. Durante los primeros minutos de la entrevista, Tiedman había buscado el contacto visual directo con el agente del FBI, pero ahora mantenía la mirada de sus ojos grises fija en la moqueta.

– Tengo entendido que conocía a Arthur Lieberman muy bien -dijo Sawyer.

– Fuimos juntos a Harvard. Comenzamos a trabajar en el mismo banco. Fui su padrino de bodas, y él de la mía. Era uno de mis más viejos y queridos amigos.

Sawyer aprovechó la oportunidad en el acto.

– El matrimonio acabó en divorcio, ¿verdad?

– Así es -contestó Tiedman, que alzó la mirada.

– De hecho -Sawyer consultó su libreta-, fue más o menos en el mismo momento en que le consideraban como posible presidente de la Reserva.

Tiedman asintió.

– Algo poco oportuno.

– Y que lo diga. -Tiedman se sirvió un vaso de agua de la jarra que tenía en una mesa junto al sillón y bebió un buen trago. Tenía los labios secos y agrietados.

– Me han dicho que el juicio de divorcio se inició de una manera muy agria pero que muy pronto llegaron a un acuerdo y, en realidad, no afectó a su nominación. Supongo que Lieberman tuvo suerte.

– ¿Va en serio eso de que tuvo suerte? -replicó Tiedman, airado.

– Me refiero a que consiguió el cargo. Supongo que usted, como amigo íntimo de Arthur, sabrá mucho más del tema que cualquier otro. -Sawyer dirigió al banquero una mirada interrogativa.

Tiedman permaneció en silencio durante un minuto entero, después exhaló un suspiro, dejó el vaso y se arrellanó en el sillón. Esta vez miró directamente a su visitante.

– Si bien es cierto que se convirtió en presidente de la Reserva, a Arthur le costó todo lo que había ganado durante muchos años de trabajo conseguir solucionar el problema del divorcio, señor Sawyer. No fue justo después de una carrera como la suya.

– Pero el presidente de la Reserva gana un buen dinero. Sé cuánto cobraba. Ciento treinta y tres mil seiscientos dólares al año. No es un sueldo despreciable.

– Quizá no, pero Arthur, antes de asumir el cargo, ganaba centenares de miles de dólares. En consecuencia, tenía gustos caros y algunas deudas.

– ¿Muy elevadas?

La mirada de Tiedman se fijó otra vez en el suelo.

– Digamos que la deuda era un poco más de la que podía permitirse con el sueldo de la Reserva, aunque parezca mucho.

Sawyer pensó en este dato mientras planteaba otra pregunta.

– ¿Qué me puede decir de Walter Burns?

Tiedman miró bruscamente a Sawyer.

– ¿Qué quiere saber?

– Sólo detalles de su historial -contestó Sawyer con un tono inocente.

– No tengo la menor duda de que Burns sucederá a Arthur como presidente -afirmó con aire resignado-. Es lo que toca. Era su fiel seguidor. Walter votaba siempre lo mismo que votaba Arthur.

– ¿Eso estaba mal?

– No siempre.

– ¿Qué quiere decir?

En el rostro del banquero apareció una expresión tajante mientras miraba al agente.

– Significa que nunca es prudente seguir el juego cuando el buen sentido dicta otra cosa.

– O sea que usted no estaba siempre de acuerdo con Lieberman.

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