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La Tabla De Flandes

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La Tabla De Flandes
Название: La Tabla De Flandes
Дата добавления: 15 январь 2020
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La Tabla De Flandes - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.

La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.

La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.

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– ¿Yo? -el anticuario sonrió. Dolorosamente, creyó ver la joven-. Mi querida princesa, yo tengo muchos pecados que purgar y muy poco tiempo disponible -señaló el sobre lacrado sobre la mesa-. Ahí tienes también una detallada confesión en la que figura toda la historia de cabo a rabo, excepto, naturalmente, nuestra combinación suiza. Tú, Muñoz, y de momento Montegrifo, quedáis limpios como una patena. En cuanto al cuadro, explico con todo detalle su destrucción por razones personales y sentimentales. Estoy seguro de que, tras sesudo examen de esa confesión, los psiquiatras de la policía dictaminarán mi peligrosa esquizofrenia.

– ¿Piensas irte al extranjero?

– Ni hablar. Lo único que hace deseable tener un sitio a donde ir, es que eso permite hacer un viaje. Pero yo soy demasiado viejo. Por otra parte, tampoco me seduce la cárcel, o un manicomio. Debe de ser algo incómodo, con todos esos enfermeros corpulentos y atractivos dándole a uno duchas frías y cosas así. Me temo que no, querida. Tengo cincuenta años largos y ya no estoy para ese tipo de emociones. Además, hay otro pequeño detalle.

Julia lo miró, sombría.

– ¿Qué detalle?

– ¿Has oído hablar -César hizo una mueca irónica- de una cosa que se llama Síndrome de Nosecuántos Adquirido, algo que parece estar grotescamente de moda?… Pues lo mío es un caso terminal. Dicen.

– Estás mintiendo.

– En absoluto. Te aseguro que lo llaman así: terminal, como esas lóbregas estaciones del metro.

Julia cerró los ojos. De repente, todo cuanto había alrededor pareció desvanecerse, y en su conciencia sólo quedó un sonido apagado y sordo, como el de una piedra al caer en el centro de un estanque. Cuando volvió a abrirlos, sus párpados estaban llenos de lágrimas.

– Estás mintiendo, César. Tú no. Dime que mientes.

– Ya quisiera yo, princesa. Te aseguro que me encantaría poder decirte que todo ha sido una broma de mal gusto. Pero la vida es muy capaz de gastarle a uno esa clase de faenas.

– ¿Desde cuándo lo sabes?

El anticuario desdeñó la pregunta con un lánguido gesto de la mano, como si el tiempo hubiese dejado de importarle.

– Dos meses, más o menos. Empezó con la aparición de un pequeño tumor en el recto. Algo bastante desagradable.

– Nunca me dijiste nada.

– ¿Por qué había de hacerlo?… Disculpa si parezco poco delicado, querida, pero mi recto siempre ha sido cosa mía.

– ¿Cuánto te queda?

– No demasiado; seis o siete meses, creo. Y dicen que se adelgaza una barbaridad.

– Entonces te mandarán a un hospital. No irás a la cárcel. Ni siquiera al manicomio, como tú dices.

César movió la cabeza, con serena sonrisa.

– No iré a ninguno de esos tres sitios, queridísima. ¿Te imaginas qué horror, morir de semejante vulgaridad?… Ah, no. Ni hablar. Me niego. Ahora a todo el mundo le ha dado por irse de lo mismo, así que reivindico, al menos, el derecho a hacer mutis dándole un cierto toque personal al asunto… Debe de ser terrible llevarse como última imagen de este mundo un frasco de suero intravenoso colgado sobre tu cabeza, con las visitas pisándote el tubo de oxígeno o algo por el estilo… -miró a su alrededor, los muebles, tapices y cuadros de la habitación-. Prefiero reservarme un final florentino, entre los objetos que amo. Una salida así, discreta y dulce, va más con mis gustos y mi carácter.

– ¿Cuándo?

– Dentro de un rato. Cuando tengáis la bondad de dejarme solo.

Muñoz aguardaba en la calle, apoyado en la pared y con el cuello de la gabardina subido hasta las orejas. Parecía absorto en secretas reflexiones; y cuando Julia salió del umbral y llegó a su lado, tardó en levantar la mirada hacia ella.

– ¿Cómo piensa hacerlo? -preguntó.

– Ácido prúsico. Tiene una ampolla guardada desde hace años -sonrió amargamente-. Dice que un pistoletazo es más heroico, pero que le dejaría en la cara una desagradable expresión de sobresalto. Prefiere tener buen aspecto.

– Comprendo.

Julia encendió un cigarrillo. Lo hizo despacio, con deliberada lentitud.

– Hay una cabina telefónica aquí cerca, a la vuelta de la esquina… -miró a Muñoz con expresión ausente-. Me ha pedido que le concedamos diez minutos antes de llamar a la policía.

Echaron a andar por la acera, el uno junto al otro, bajo la luz amarillenta de las farolas. Al final de la calle desierta, un semáforo cambiaba alternativamente del verde al ámbar, y después al rojo. El último destello iluminó a Julia, marcándole sombras irreales y profundas en el rostro.

– ¿Qué piensa hacer ahora? -preguntó Muñoz. Había hablado sin mirarla, manteniendo la vista fija en el suelo, ante sí. Ella se encogió de hombros.

– Depende de usted.

Entonces, por primera vez, Julia oyó reír a Muñoz. Era una risa profunda y suave, algo nasal, que parecía brotarle de muy adentro. Durante una fracción de segundo, la joven tuvo la impresión de que era uno de los personajes del cuadro, y no el jugador de ajedrez, quien la hacía sonar junto a ella.

– Su amigo César tiene razón -dijo Muñoz- Necesito camisas limpias.

Julia acarició con los dedos las tres figuras de porcelana -Octavio, Lucinda y Scaramouche- que llevaba en el bolsillo de la gabardina, junto al sobre lacrado. El frío de la noche le cortaba los labios, helando lágrimas en sus ojos.

– ¿Dijo algo más antes de quedarse solo? -preguntó Muñoz.

Ella se encogió otra vez de hombros. «Nec sum adeo informis… No soy tan feo… Me he visto últimamente en la orilla, cuando el mar estaba sereno…» Había sido muy propio de César citar a Virgilio cuando ella se volvía por última vez, ya en el umbral, para abarcar con una mirada el salón en penumbra, los tonos oscuros de los viejos cuadros en las paredes, el tenue reflejo tamizado por la pantalla de pergamino sobre la superficie de los muebles, el marfil amarillento, el dorado en los lomos de los libros. Y César en contraluz, de pie en el centro del salón, sin poderse distinguir ya sus facciones; silueta delgada y nítida como el perfil de una medalla o un camafeo antiguo, y su sombra proyectada sobre los arabescos rojos y ocres de la alfombra, casi rozando los pies de Julia. Y el carillón que sonó en el mismo instante en que ella cerraba la puerta como si fuese la losa de una tumba, igual que si todo estuviera previsto de antemano y cada uno hubiese interpretado a conciencia el papel asignado en la obra, que concluía sobre el tablero a la hora exacta, cinco siglos después del primer acto, con la precisión matemática del último movimiento de la dama negra.

– No -murmuró en voz baja, sintiendo que la imagen se alejaba despacio, hundiéndose en la profundidad de su memoria-. En realidad no dijo nada.

Muñoz levantó el rostro, como un perro flaco y desgarbado que husmease el cielo oscuro sobre sus cabezas, y sonrió con retorcido afecto.

– Lástima -dijo-. Habría sido un excelente jugador de ajedrez.

El eco de sus pasos resuena en el claustro vacío, bajo las bóvedas que ya inundan las sombras. Los últimos rayos de sol poniente llegan casi horizontales, amortiguados por las celosías de piedra, tiñendo de resplandor rojizo los muros del convento, las hornacinas vacías, las hojas de hiedra que amarillea el otoño enroscadas en los capiteles -monstruos, guerreros, santos, animales mitológicosbajo los graves arcos góticos que circundan el jardín invadido por la maleza. El viento, que anuncia los fríos que vienen del norte precediendo al invierno, ulula afuera, al ascender por la ladera de la colina agitando ramas en los árboles, y arranca sonidos de piedra centenaria a las gárgolas y aleros del tejado, balanceando los bronces del campanario, donde una veleta chirriante y oxidada señala contumaz hacia un sur quizá luminoso, lejano e inaccesible.

La mujer enlutada se detiene junto a una pintura mural desconchada por el tiempo y la humedad, de cuyos colores originales apenas quedan algunos restos: el azul de una túnica, el ocre del dibujo. Una mano truncada a la altura de la muñeca cuyo índice señala un cielo inexistente, un Cristo cuyas facciones se confunden con el yeso desmenuzado de la pared; un rayo de sol, o de luz divina, ya sin origen ni destino, suspendido entre cielo y tierra, segmento de claridad amarilla absurdamente congelado en el tiempo y en el espacio, al que los años y la intemperie hacen desvanecerse poco a poco hasta extinguirlo, o borrarlo, como si jamás hubiese estado allí. Y un ángel de boca inexistente y ceño fruncido, como el de un juez o un verdugo, del que sólo se adivinan, entre los restos de pintura, unas alas manchadas de cal, un fragmento de túnica y una espada de contornos imprecisos.

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