El cirujano
El cirujano читать книгу онлайн
Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Sangre.
Movió la linterna, y vio directamente sobre el cuerpo de Cordell; tenía las muñecas y los tobillos atados con tela adhesiva a la cama. La sangre brillaba, fresca y húmeda, sobre su flanco. En uno de los blancos muslos había una única huella carmesí, donde el Cirujano había apretado su mano enguantada sobre la carne, como si quisiera dejar su marca. La bandeja de instrumentos quirúrgicos yacía junto a la cama; las herramientas surtidas de un torturador.
«Oh, Dios. Estuve tan cerca de salvarte…»
Enferma de disgusto, movió la luz hasta el pecho empapado de sangre de Cordell, hasta detenerse en el cuello. No había ninguna herida abierta, no había coup de grace.
La luz repentinamente fluctuó. No, no era la luz; ¡el pecho de Cordell se había movido!
«Todavía respira».
Rizzoli arrancó la tela adhesiva de la boca de Cordell y sintió su cálido aliento contra la mano. Vio que Cordell parpadeaba.
«¡Sí!»
Sintió un arrebato de triunfo, pero al mismo tiempo la sensación molesta de que algo andaba terriblemente mal. No había tiempo para detenerse a pensarlo. Tenía que sacar a Cordell de allí.
Sosteniendo la linterna con los dientes, liberó con celeridad ambas muñecas de Cordell, y la palpó para registrar su pulso. Había pulso, débil pero definitivamente presente.
Con todo, no podía sacudirse la sensación de que algo andaba mal. Incluso cuando comenzó a cortar la tela adhesiva del tobillo derecho de Cordell, incluso cuando alcanzó el tobillo izquierdo, una alarma sonaba dentro de su cabeza. Y pronto supo por qué.
Ese grito. Había escuchado el grito de Cordell desde el granero.
Pero había encontrado la boca de Cordell tapada con tela adhesiva.
«Se la quitó. Quería que gritara. Quería que la escuchara».
«¡Una trampa!»
Instantáneamente su mano fue hacia el revólver, que había dejado sobre la cama. Nunca lo alcanzó.
El arma golpeó contra su sien, un golpe tan duro que la arrojó boca abajo sobre el suelo de tierra apisonada. Luchó por incorporarse sobre sus piernas y sus manos.
El arma volvió silbando contra ella una vez más, aporreándola en un costado. Sintió el crujir de sus costillas, y el aliento escapó en un veloz resoplido. Giró sobre sus espaldas, con un dolor tan terrible que no se atrevía a llenar de aire sus pulmones.
Una luz se encendió, una única bombilla bamboleándose muy alto sobre su cabeza.
Él apareció mirándola desde arriba, su cara un óvalo negro bajo el cono de luz. El Cirujano, olfateando su nueva presa.
Ella giró sobre su costado ileso y trató de levantarse del suelo.
Él pateó su brazo y ella volvió a caer de espaldas, redoblando el dolor de sus costillas rotas. Lanzó un grito de agonía y no pudo moverse. Aun cuando él se acercaba. Aun cuando vio que el arma giraba sobre su cabeza.
Su bota cayó sobre la muñeca de Rizzoli, aplastándola contra el suelo.
Ella gritó.
Él se acercó a la bandeja de instrumentos y tomó uno de los escalpelos.
«No. Dios, no».
Se inclinó hasta quedar en cuclillas, con la bota todavía sosteniendo su muñeca, y levantó el escalpelo. Lo dejó caer en un arco despiadado sobre su mano abierta.
Esta vez fue un chillido, mientras el acero penetraba su carne, y se clavaba en el piso de tierra, dejando su mano ensartada en el piso.
Tomó otro escalpelo de la bandeja. Agarró su mano derecha y la estiró, extendiendo el brazo derecho. Apretó con su bota, asegurando la muñeca. Una vez más levantó el escalpelo. Una vez más lo dejó caer, apuñalando carne y tierra.
Esta vez su grito fue más débil. Fue un grito de derrota.
Él se levantó y se quedó mirándola por unos instantes, en la forma en que un coleccionista admira la flamante y vistosa mariposa que acaba de ensartar en la cartulina.
Volvió a la bandeja de instrumentos y levantó un tercer escalpelo. Con ambos brazos estirados, sus manos estacadas en el piso, Rizzoli sólo podía observar y esperar el acto final. Caminó a su alrededor y se agachó. Tomó un mechón de pelo de la coronilla y lo tiró hacia atrás, con violencia, dejando extendido su cuello. Ella lo miraba a los ojos, y aun así su cara seguía siendo un óvalo oscuro. Un agujero negro que devoraba toda la luz. Podía sentir la carótida golpeando contra su garganta, latiendo con cada golpe de su corazón. La sangre era la vida misma, fluyendo por sus arterias y sus venas. Se preguntó cuánto tiempo permanecería consciente una vez que el filo hubiera cumplido con su tarea. Si la muerte sería un desmayo gradual hacia la oscuridad.
Vio lo inevitable de la situación. Toda su vida había sido una luchadora, toda su vida había enfrentado con pasión la derrota, pero esta vez había sido derrotada. Su garganta aparecía desnuda, el cuello se arqueaba hacia atrás. Vio el resplandor de la hoja del escalpelo y cerró los ojos mientras él la apretaba contra su piel.
«Dios mío, que sea rápido».
Lo escuchó tomando una bocanada de aire preparatoria, sintió que su puño apretaba más su pelo.
La explosión de la descarga la sacudió.
Sus párpados se abrieron totalmente. Todavía estaba agachado junto a ella, pero ya no la sostenía por el pelo. El escalpelo había caído de su mano. Algo caliente resbaló por su cara. Sangre.
No la suya, sino la de él.
Él tambaleó hacia atrás y desapareció de su vista.
Resignada ya a su muerte, ahora Rizzoli yacía atontada por la perspectiva de que viviría. Luchó por asimilar un sinfín de detalles al momento. Vio la bombilla que se sacudía como una luna brillante colgando de la cuerda. Sobre la pared se movían unas sombras. Al girar la cabeza, vio que el brazo de Catherine Cordell caía débilmente contra la cama.
Vio que el revólver se deslizaba de la mano de Cordell y caía al piso.
A la distancia aullaba una sirena.
