El cirujano

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу El cirujano, Gerritsen Tess-- . Жанр: Триллеры. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
El cirujano
Название: El cirujano
Автор: Gerritsen Tess
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 414
Читать онлайн

El cirujano читать книгу онлайн

El cirujano - читать бесплатно онлайн , автор Gerritsen Tess

Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 46 47 48 49 50 51 52 53 54 ... 74 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

Diecisiete

Como médica, Catherine Cordell había visto la muerte tantas veces que su rostro le resultaba familiar. Había mirado la cara de un paciente y observado su vida apagándose en sus ojos, volviéndolos vacíos y vidriosos. Había visto la piel palidecer hasta el gris, el alma en retirada, escurriéndose como la sangre. La práctica de la medicina es tanto sobre la muerte como sobre la vida, y Catherine hacía tiempo que había conocido a la muerte en los restos de un paciente que comenzaba a enfriarse. No les tenía miedo a los cadáveres.

Sin embargo, cuando Moore dobló en la calle Albany y ella vio el bien mantenido edificio de ladrillos de la Oficina Forense, sus manos comenzaron a transpirar.

Él estacionó en un predio detrás del edificio, cercano a una camioneta blanca con las palabras «Estado de Massachusetts, Oficina Forense» impresas en un costado. Ella no quería bajar del auto, y sólo cuando Moore lo rodeó para abrirle la puerta, finalmente salió.

– ¿Estás preparada para esto? -preguntó.

– No es lo que más deseo -admitió-. Pero terminemos con el asunto.

Aunque había presenciado docenas de autopsias, no estaba del todo preparada para el olor de la sangre y los intestinos puncionados que la asaltó mientras se acercaban al laboratorio. Por primera vez en su carrera como médica, pensó que se descompondría ante la visión del cuerpo.

Un hombre mayor, con los ojos protegidos por una antiparra plástica, se volvió para mirarlos. Ella reconoció al médico forense, el doctor Tierney Ashford, a quien había visto en una conferencia de patología forense seis meses atrás. Las fallas de un médico cirujano eran a menudo temas que terminaban sobre la mesa de autopsias del doctor Tierney, y ella había hablado con él por última vez hacía un mes, en relación con las perturbadoras circunstancias que habían rodeado la muerte de un niño con el bazo roto. La amable sonrisa del doctor Tierney contrastaba en forma notable con los guantes estriados de sangre que llevaba puestos.

– ¡Doctora Cordell! Es bueno volver a verla. -Hizo una pausa, como si la ironía de esa declaración lo hubiera impactado-. Aunque hubiera sido mejor en otras circunstancias.

– Ya comenzó a cortar -observó Moore desconcertado.

– El teniente Marquette quiere respuestas inmediatas -dijo Tierney-. Cuando los policías disparan, la prensa se les prende de la garganta.

– Pero yo llamé precisamente para concertar esta visita.

– La doctora Cordell ya ha visto otras autopsias. Esto no es nada nuevo para ella. Sólo déjenme terminar con esta escisión y ella podrá echarle un vistazo a la cara.

Tierney concentró su atención en el abdomen. Terminó de separar con el escalpelo el intestino delgado y lo depositó en un recipiente de acero. Luego se apartó de la mesa y le hizo a Moore un gesto de asentimiento.

– Adelante.

Moore tocó el brazo de Catherine. Ella se acercó a duras penas al cadáver. Al principio se concentró en la incisión abierta. Un abdomen abierto era territorio conocido, los órganos como marcas impersonales, fragmentos de tejido que podían pertenecer a cualquier extraño. Los órganos no implicaban significación emocional alguna, no portaban el sello personal de la identidad. Ella podía estudiarlos con el ojo frío de una profesional, y así lo hizo, notando que el estómago, el páncreas y el hígado estaban en su lugar, a la espera de ser removidos en un solo bloque. La incisión en Y, extendida desde el cuello hasta el pubis, revelaba a la vez el pecho y la cavidad abdominal. El corazón y los pulmones ya habían sido extirpados, dejando el tórax como un recipiente vacío. Sobre la pared del pecho se hacían visibles dos agujeros de bala, uno que entraba justo arriba de la tetilla izquierda, el otro unas pocas costillas más abajo. Ambas balas debían de haber penetrado por el tórax, perforando tanto el corazón como el pulmón. En el abdomen superior izquierdo aparecía incluso una tercera herida que llegaba directo hacia donde debería haber estado el bazo. Otra herida catastrófica. Quienquiera que le hubiera disparado a Pacheco pretendía matarlo.

– ¿Catherine? -dijo Moore, y ella advirtió que había estado callada por demasiado tiempo.

Respiró profundo, inhalando el olor de la sangre y de la carne helada. Ya estaba al tanto de la patología interna de Karl Pacheco; era el momento de enfrentar su cara.

Ella vio el pelo negro. Una cara delgada, la nariz afilada como una hoja de cuchillo. Músculos de la mandíbula flácidos, la boca abierta. Dientes parejos. Por último miró los ojos. Moore no le había contado casi nada sobre este hombre, a excepción de cómo se llamaba y el hecho de que había sido muerto por la policía mientras se resistía al arresto. «¿Eres el Cirujano?», pensó.

Los ojos, con las córneas nubladas por la muerte, no revolvieron ningún recuerdo. Ella estudió su cara, tratando de percibir algún trazo de maldad todavía agazapado en el cuerpo de Karl Pacheco, pero no sintió nada. Este envase mortal estaba vacío, y no quedaba en él ningún trazo de su antiguo ocupante. Ella dijo:

– No conozco a este hombre. -Y caminó fuera de la sala.

Lo esperaba parada junto a su auto cuando Moore salió del edificio. Sus pulmones se habían ensuciado con el aire hediondo de la sala de autopsias, y ahora tomaba bocanadas de aire tórrido y caliente como si quisiera limpiarse la contaminación. Aunque estaba sudando, el frío del aire acondicionado del edificio se había instalado en sus huesos hasta la médula.

– ¿Quién era Karl Pacheco? -preguntó.

Él miró en dirección al Centro Médico Pilgrim, escuchando el lamento de una ambulancia que se aproximaba.

– Un depredador sexual -dijo-. Un hombre que cazaba mujeres.

– ¿Era el Cirujano?

Moore suspiró.

– Parece que no.

– Pero pensaste que podía serlo.

– El ADN lo asociaba con Nina Peyton. Hace dos meses la atacó sexualmente. Pero no tenemos evidencias que lo conecten con Elena Ortiz o con Diana Sterling. Nada que lo relacione con las vidas de estas mujeres.

– O con la mía.

– ¿Estás segura de no haberlo visto antes?

– De lo único que estoy segura es de no recordarlo.

El sol había calentado el auto a temperatura de horno, y se quedaron con las puertas abiertas, esperando que el interior se templara. Mirando a Moore por sobre el techo del auto, ella notó lo cansado que estaba. Su camisa ya tenía manchones de sudor. Una buena manera de pasar su tarde de sábado, llevando en auto a un testigo a la morgue. En muchos sentidos, los policías y los médicos llevaban vidas similares. Trabajaban largas horas, en empleos en los que no existía el silbato de las cinco de la tarde. Veían a la humanidad en sus horas más oscuras y dolorosas. Presenciaban pesadillas, y aprendían a vivir con esas imágenes.

«¿Y qué imágenes tendrá él?, -se preguntó mientras la llevaba a su casa-. ¿Cuántas caras de víctimas, cuántas escenas de asesinatos estarán almacenadas como fotografías en su cabeza?» Ella era tan sólo un elemento de su caso, y se preguntaba por todas las otras mujeres, vivas o muertas, que habrían llamado su atención.

Detuvo el auto frente a su edificio y apagó el motor. Ella levantó la vista hasta la ventana de su apartamento y pareció reacia a salir del vehículo. A abandonar su compañía. Habían pasado tanto tiempo juntos en los últimos días que se había acostumbrado a apoyarse en su fortaleza y en su bondad. De haberse conocido en circunstancias más felices, tan sólo su aspecto atractivo le hubiera resultado llamativo. Ahora lo que más le importaba no era su atractivo, ni siquiera su inteligencia, sino lo que había en su corazón. Era un hombre en quien podía confiar.

Consideró sus próximas palabras, y hacia dónde podían dirigirla esas palabras. Y decidió que no le importaban un comino las consecuencias.

Dócilmente preguntó:

– ¿Quieres pasar a tomar un trago?

Él no contestó de inmediato, y ella sintió que su cara enrojecía mientras su silencio asumía una significación intolerable. Él luchaba por tomar una decisión; él también entendía lo que estaba sucediendo entre ellos dos, y no sabía bien qué hacer al respecto. Cuando finalmente la miró y dijo «Sí, quisiera pasar», ambos sabían que era algo más que un trago lo que tenían en mente.

Caminaron hasta la puerta de la recepción y él pasó su brazo alrededor de Catherine. Esa mano apoyada casualmente sobre su hombro era algo más que un gesto de protección, pero el calor de su tacto, y la respuesta de ella a éste, la hicieron confundirse al pulsar la clave de seguridad. La anticipación la volvía lenta y torpe. Escaleras arriba, destrabó las cerraduras de la puerta de su departamento con manos temblorosas, y finalmente entraron en la deliciosa atmósfera templada de su casa. Moore sólo se detuvo lo suficiente para cerrar la puerta y girar los cerrojos.

Y luego la tomó en sus brazos.

Había pasado mucho tiempo desde que ella se dejara abrazar. Alguna vez la sola idea de las manos de un hombre sobre su cuerpo la había llenado de pánico. Pero en el abrazo de Moore, el pánico era lo último que se le podía cruzar por la cabeza. Respondió a sus besos con una necesidad que los sorprendió a ambos. Privada de amor por tanto tiempo, había perdido todo sentido de ansia. Únicamente ahora, mientras cada parte de sí volvía a la vida, recordó cómo se sentía el deseo, y sus labios buscaron los de él con la avidez de una mujer hambrienta. Fue ella quien lo arrastró por el pasillo hacia el dormitorio, besándolo por el camino. Fue ella quien le desabrochó la camisa y la hebilla del cinturón. Él supo, supo de alguna manera que no podía ser un agresor que la asustara. Que para esto, para su primera vez, ella debía dirigir los movimientos. Pero no pudo disimular su erección, y ella la sintió mientras bajaba el cierre, mientras sus pantalones caían al piso.

Él dirigió sus manos hacia los botones de su blusa y se detuvo, buscando su mirada. La forma en que lo miró, el sonido de su respiración agitada, no le dejaron dudas de que era esto lo que ella quería. La blusa se abrió lentamente, y se deslizó sobre sus hombros. El corpiño cayó al piso en un susurro. Lo hizo con la mayor delicadeza, no arrancándole sus defensas, sino como una liberación bienvenida. Una liberación. Ella cerró los ojos y suspiró de placer mientras él se inclinaba para besarle el pecho. No era un ataque, sino un acto de adoración.

Y así, por primera vez en dos años, Catherine permitió que un hombre le hiciera el amor. No hubo pensamientos sobre Andrew Capra mientras ella y Moore yacían juntos en la cama. No hubo ramalazos de pánico ni los temibles recuerdos retornaron mientras se quitaban lo que les quedaba de ropa, mientras el peso de él la apretaba contra el colchón. Lo que otro hombre le había hecho era un acto tan brutal que no podía conectarse con este momento ni con este cuerpo que la habitaba. La violencia no es sexo, y el sexo no es amor. Amor era lo que ella sentía ahora mientras Moore penetraba en ella, sosteniendo su cara entre las manos, mirándola a los ojos. Había olvidado el placer que puede ofrecer un hombre, y se perdió en el instante, experimentando un gozo tal que le hizo pensar que lo hacía por primera vez.

1 ... 46 47 48 49 50 51 52 53 54 ... 74 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название