Los Pajaros De Bangkok
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Carvalho viaja a Tailandia requerido por una antigua amiga aficionada a los amantes y a los asuntos turbios. Confundido por una pista falsa, el detective desciende hasta los escenarios m?s s?rdidos de Bangkok. De todos modos, intuye que la soluci?n del caso, tan dram?tica como impredecible, llegar? con su retorno a Barcelona.
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– Si Archit me buscara, yo llamaría en seguida al inspector.
Carvalho miró con desprecio al boxeador e hizo con los labios el gesto y el ruido del salivazo. Pero no cambió la expresión del rostro de Bancha, ni el enérgico cabeceo de su cabeza.
– Tú no eres un amigo, eres peor que una mangosta.
Había querido decir cobra, pero había dicho mangosta. Tal vez el cambio de moralidad en la elección de animal desconcertó a Bancha o ya estaba harto de la situación. Se inclinó ceremoniosamente con las manos unidas sobre el pecho y se marchó. Su ausencia fue inmediatamente compensada por la presencia de Charoen.
– Lo ve? Archit está solo. Bancha es un hombre responsable que está al lado de la ley.
– ¿Desde cuándo trabaja aquí?
– Desde hace muy poco.
– ¿Quién le ofreció este empleo? ¿Usted?
– No recuerdo. Pero quizá sí. Quizá yo intervine.
– Me lo están poniendo muy difícil.
Charoen le dedicó una breve risita.
– Ya se lo decía yo. Las cosas no son sencillas.
Un general persigue a los traficantes de droga, otro trafica con droga. El equilibrio. También se daba en la conducta del propio Charoen. Por una parte ofrecía el nombre de Bancha y por otra impedía que Bancha hablase o pudiera ayudar realmente a Carvalho. El anfiteatro se estaba vaciando y el público se iba distribuyendo por las gradas de bambú protegidas por un cobertizo de paja donde habían instalado el rótulo: "Spectator Stand for Elephant at Work". Los elefantes metían y sacaban troncos de un estanque, estimulados por un piolet de hierro con el que los aguijoneaba su amaestrador. A Carvalho le parecieron demasiadas emociones thailandesas en un solo día y se fue en busca de su taxista. Charoen caminaba en su estela.
– ¿Le interesa ver a los padres de Archit? Si hay alguien en el mundo que pueda saber dónde están los fugitivos, son ellos. Nosotros ya los hemos interrogado, pero juran que no saben nada.
– Si le han jurado a usted que no saben nada, ¿qué me van a decir a mí?
– Un momento, un momento.
Charoen cogió a Carvalho por un brazo y movió la cabeza como tratando de aventar las suspicacias del extranjero.
– Yo le acompaño, los presento y luego me voy. Usted habla con ellos. El padre se está muriendo por falta de droga. Yo le he prometido droga si me dice dónde está su hijo y no me lo ha dicho. Es un miserable, lo ha sido toda su vida y si lo supiera me lo diría, porque es capaz de vender a su hijo y a cien hijos que tuviera. Pero quiero que usted se convenza, o a lo mejor es usted más persuasivo que yo.
– ¿Vamos ahora?
– No. Mañana. Están fuera de Bangkok, en Ratchaburi, junto al canal Damnerm Saduak. Le recogeré en el hotel. Temprano.
Carvalho sentía en la piel el deseo de volver cuanto antes a la piscina y al vaso de Mekong con hielo. El taxista estaba dispuesto a recuperar el tiempo perdido y le ofreció catálogos de pedrerías y sedas, con el añadido de un nuevo producto: reproducciones de las orquídeas de Siam en metal con baño de oro. Carvalho respondió con gruñidos a las ofertas. Estudiaba la posición del sol y la posibilidad de que en su ocaso pudiera infiltrarse por el desfiladero entre los bloques del hotel. Un resol de trópico bastaba para que la piel cambiara de color, y al analizar el porqué de aquel neurótico deseo de volver moreno, cuando era incapaz de tomar el sol ni cinco minutos durante el verano en España, Carvalho dedujo que era un elemento compensador más del gasto del viaje.
Las damas americanas estaban allí, como si no se hubieran movido de sus gandulas desde el día anterior. Allí estaba la morenita con su "maillot" negro que le contenía la grasa sobrante en los riñones, la percherona rubia con los tobillos inflamados, la obesa con túnica mexicana que se le adhería a la piel mojada resaltando todos los culos que cabían en su cuerpo, el "businessman" marica con su chulito dorado, matrimonios de la tercera edad beneficiándose de la temperatura del atardecer y del sicológico bálsamo del agua. Carvalho cruzó miradas furtivas con la morena del "maillot" y cuando se cansó del juego y del resol que se colaba por el desfiladero, cogió el ascensor en dirección a la azotea con pista de tenis, sauna y habitación de "squash". Dos jóvenes dorados jugaban al tenis y dentro cuatro drogadictos del ejercicio físico le daban a la pelota en una sala de "squash". Carvalho pidió otro Mekong con hielo en el bar y luego se metió en la sauna sin saber por qué. Y cuando trató de saberlo volvió a encontrar una respuesta utilitaria: para compensar los gastos del viaje, para utilizar un servicio más del hotel. Incapaz de relajarse, Carvalho se dedicó a dar vueltas por el reducido espacio de la sauna a la espera de cumplir el expediente del sudor, y cuando estuvo empapado consideró que ya había sacado el provecho requerido, abandonó la sauna, se duchó, se acabó el Mekong, dejó a los del "squash" peleándose con las paredes y a los filiformes tenistas ensayando un tuya mía de pelota a poca distancia de la red, un tuya mía estúpido como el intento de batir el récord mundial de comer huevos duros. A la piscina ya no llegaba el sol, pero sí habían llegado los maridos cocodrilos que nadaban perezosamente y gritaban su entusiasmo desde las aguas, bajo la mirada neutra de sus mujeres anfibias. Seguramente a algunos de ellos les olía el sobaco a pólvora y sabían distinguir una heroína del grado tres de otra del grado cuatro de una simple ojeada. Ahora parecían niños de Mark Twain regocijados por la liberación de las aguas, liberación de peso, de rol, del cansancio de sí mismos.
Carvalho quería compensar el mal sabor de boca que le había dejado el menú proteínico del mediodía y buscó información sobre un restaurante chino que estuviera en condiciones de defender la dignidad del adjetivo. No había unanimidad de pareceres entre Peter Pan, el Bell Captain y un escocés rojo, gordo y borracho que bebía solo en la barra del bar del hotel y hablaba el thai lo suficiente para que los camareros le entendieran. Carvalho consideró que la opinión menos condicionable por la comisión era la del escocés y le hizo caso cuando le aconsejó:
– Le recomendarán el Bangkok Maxim o el Chiu Chau del Ambassador, pero usted vaya al Gran Shangarila, está cerca y es excelente.
La planta baja del Shangarila era la de un restaurante inmenso y popular, donde un tanto por ciento elevado del mil millón de chinos existentes en el mundo se dedicaban a tejer y destejer su voracidad mediante el manejo de los palillos. Por la escalera se accedía a las plantas superiores donde el establecimiento se iba acercando planta a planta a los parámetros de un restaurante caro, con azafatas de largo vestido rojo con un corte para que asomara una preciosa pierna asiática realzada sobre un zapatito de charol. Ante Carvalho desfiló un carrito con un pato lacado y lo siguió en pos de su aroma hasta la pequeña mesa que le indicaron. La cortés funcionalidad de los asiáticos se demostró en el hecho de que ante la soledad de Carvalho le destinaran un camarero afeminado que le solicitaba sus deseos gastronómicos a diez centímetros de su cara, con un batir de pestañas de novia del Pato Donald y un inglés de institutriz con furor uterino. Carvalho pidió una ración de arroz frito a la cantonesa, media de abalones en salsa de ostra y una de pato a las hojas de té Long Jing Ya, exquisitez que sonaba tan bien en castellano como en chino. Aquella planta del edificio estaba llena de hombres chinos con cara de rico y hombres chinos con cara de nuevos ricos. Poseedores de las principales fuentes de riqueza del país, los chinos de Thailandia, como los de todo el sudeste asiático, habían abandonado China a lo largo de los dos últimos siglos empujados por el hambre y habían impuesto su voluntad de sobrevivir sobre la indolencia de los hijos del trópico. Y era un nuevo rico aquel chino obsesivo que dirigía la cena de sus dos compañeros de mesa, más discretos, troceando afanosamente el pescado cocido a las algas, multiplicando sus palillos sobre los platos que ocupaban la mesa, engullendo hasta cinco cuencos de arroz blanco situados al borde de los labios, para que no se perdiera ni un instante, ni un grano en el viaje de los palillos sin distancia entre el cuenco y las fauces. Aquel chino comía con la memoria, y no sólo con la suya, comía con la memoria colectiva de un pueblo fugitivo del hambre y curiosamente inspiraba confianza histórica en el papel del apetito humano. Carvalho predispuso su mejor humor ante las bandejas de arroz, abalones y pato que colocaron a su alcance. El pato era una novedad para él, y cuando solicitó del camarero una explicación sobre su elaboración, el buen mozo se disculpó diciendo que él de cocina no entendía nada, pero que el "ma3tre" le daría toda clase de explicaciones. El "ma3tre" le dijo que el plato debía hacerse con té fresco, a ser posible de la provincia de Zhejiang en China, pero como era imposible tenerlo durante todo el año, utilizaban té seco, pero del mejor, del más aromatizado. El pato se maceraba en jengibre, canela, anís estrellado, hojas de té y un vaso de vino "shao hsing" después de haber sido frotado con azúcar y sal. A la marinada se añadía un vaso de agua y en este caldo se cocía el pato al baño María durante dos horas. Se dejaba enfriar luego la bestia y se preparaba una cazuela con té Long Jing en la que cocía el pato durante cuatro minutos. Ya casi estaba. Bastaba freír los pedazos de pato en aceite de aráquida hasta dorarlos y servirlos a continuación bien calientes.