Los Pajaros De Bangkok
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Carvalho viaja a Tailandia requerido por una antigua amiga aficionada a los amantes y a los asuntos turbios. Confundido por una pista falsa, el detective desciende hasta los escenarios m?s s?rdidos de Bangkok. De todos modos, intuye que la soluci?n del caso, tan dram?tica como impredecible, llegar? con su retorno a Barcelona.
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– Venga con nosotros.
– No he terminado de cenar.
Uno de los hombres desenchufó el cable que conectaba la escudilla de aluminio con la red eléctrica. La cena había terminado. Carvalho recorrió el local con la mirada en busca del efecto que había provocado la irrupción de los matones en los demás pobladores del local. Habían bajado la voz y el volumen de la tele, pero era evidente que se desentendían de lo que pudiera ocurrirle al extranjero solitario.
– ¿Los envía Charoen?
Le cogieron por los hombros y le señalaron la distancia más corta hasta la puerta de la calle. Carvalho sacó un montón de billetes arrugados del bolsillo y trató de avanzar en dirección a la patrona para pagar la cena, pero le detuvieron, le quitaron el dinero de la mano y uno de los matones separó sesenta baths que dejó sobre la mesa. La cena estaba pagada. Le devolvieron el dinero y le empujaron hacia la puerta.
– Como sigan con estos modales se van a quedar sin turistas.
No lo hubiera dicho nunca. Nada más llegar a la semioscuridad del callejón sintió un duro golpe en la nuca y un hilo de voz cortante junto a la oreja. Que se callara y que no creara dificultades. La escena le recordó a Carvalho secuencias de películas bélicas norteamericanas en las que el sargento japonés les pega un par de humillantes bofetadas a los oficiales americanos y les dice impertinentemente, directamente a la oreja, "tanaka tanaka" o algo por el estilo. Los esperaba un Dodge que parecía una suite real venida a menos y Carvalho comprobó que además de los cuatro matones iba a gozar de la compañía de otros dos, el que conducía y un muchacho desagradable que por todo recibimiento le escupió a la cara. Durante el trayecto por un dédalo de calles oscurecidas que a Carvalho le pareció un merodeo voluntario por el mismo barrio, le dijeron varias veces "tanaka tanaka" o algo que sonaba muy parecido, perfectamente entendido por el instinto de muerte del detective. Por fin, el coche frenó ante una puerta de madera revelada por la fijación de los faros y que se abrió para que el auto entrara en un patio donde alguien se había entretenido reuniendo una colección completa de las basuras de Bangkok. Acuciado por los empujones, se vio obligado a subir por una escalera adosada a la fachada del edificio y luego a recorrer un pasillo tapizado en terciopelo rojo, suelo y paredes, para desembocar finalmente en una pequeña habitación donde una única silla situada en el centro geométrico presagiaba una sesión de preguntas y respuestas en la que Carvalho no tendría casi nada que decir y mucho que recibir. Pero no hubo preguntas. En cuanto le sentaron, uno de los hombres lanzó un grito, dio un salto en el aire y un patadón suave en el hombro de Carvalho dio por los suelos con detective y silla. Y en el suelo Carvalho recibió un marco de gritos y patadas que no le hacían daño, que sólo le asustaban. Alguien le ayudó a levantarse y Carvalho mismo colocó la silla donde había estado y se sentó mientras miraba a su alrededor y asumía una situación sin salida. Una cara asiática se colocó en la posición teórica de darle un beso, pero se limitó a gritarle en inglés que madame quería hablar con él y que hiciera caso a todo lo que le dijera madame o aquella noche iba a parar a las aguas de un canal.
– Ya me tiraron una vez a un canal en Amsterdam.
Comentó Carvalho, sonriente y festivo, y recibió un puñetazo en la oreja que le irritó por su inutilidad y por la ingratitud que demostraba ante su voluntad de ser amable. Se abrió en la pared una puerta que hasta entonces le había pasado inadvertida y por ella entró en la habitación una gorda mestiza con el cabello teñido de blanco, los labios enormes pintados de "rouge" y un traje chino con un corte que le llegaba desde el suelo hasta la cadera, por el que se asomaron dos piernas con celulitis y medias hasta las rodillas en cuanto alguien trajo un sillón con brazos para el reposo de la dama. Frente a frente, madame y Carvalho.
– No nos han presentado.
– Madame La Fleur.
– Otra madame francesa. ¿También procede usted de Saigón?
La mujer tenía las facciones gordezuelas de los espíritus torpes, pero unos ojos de cobra asesina que no concedían a Carvalho ni el estatuto mínimo de hombre. Carvalho protestó en francés por el trato que había recibido y amenazó con quejarse al inspector Charoen.
– ¡Cha-ro-en!
Escupió la mujer como si dijera Mier-da.
– Aquí Charoen no pinta nada. Aquí mando yo.
Alguien cogió a Carvalho por los cabellos y tiró de su cabeza hacia atrás.
– Dígale a sus monos que no es necesario que me asusten. Que ya lo estoy.
– Asústese ahora que aún puede y tenga en cuenta lo que voy a decirle. Busque a su amiga y al desgraciado ese, pero si quiere salir vivo de Bangkok entréguenoslos.
– Podemos llegar a un acuerdo.
Liberaron la cabeza de Carvalho y el detective se pasó una mano por el dolorido cuero cabelludo.
– Les doy al chico y dejan que me lleve a la chica.
Madame denegó con la cabeza, pero con los ojos estudiaba la oferta. Era una escena de regateo, como si estuvieran negociando la venta de un elefante de teka o de un rubí de dos quilates.
– Esa pequeña puta se merece un escarmiento. Usted búsquelos y luego hablaremos.
Madame daba la audiencia por terminada. Cuando se encaminaba hacia la puerta, Carvalho creyó oír sonido de muslos al frotarse entre sí.
– ¿Esto lo ha montado Charoen?
Preguntó Carvalho, y la mujer se volvió para escupir otra vez un silabeado Cha-ro-en que parecía un sinónimo de Mier-da.
El recorrido por las proximidades de los canales significó para Carvalho una doble tensión. La de la prevención ante la posibilidad de que realmente le tiraran a un canal de noche y la provocada por el tono de voz histérico y desagradable que empleaba uno de sus guardianes, entusiasmado ante la utilización de una oreja de Carvalho como micrófono para la retransmisión de un montón de horrores. Finalmente el coche se detuvo en una de las zonas más oscuras del mundo, una zona donde probablemente no llegaba la luz del sol desde la violenta separación de la Tierra del Sol, y en cuanto Carvalho estuvo fuera del coche tratando de orientarse en la oscuridad recibió un patadón en los riñones que le hizo perder el equilibrio y rodar por una pendiente blanda que olía a quemado. Durante la caída Carvalho se predispuso a terminar en las aguas, y cuando le detuvo un montículo de materia blanda que se desmoronó por el impacto, Carvalho se quedó quieto a la espera de acontecimientos, razonando el porqué de una sensación de desagrado que no procedía de dolor alguno. Era el olor que le rodeaba. Una peste podrida que salía de todas partes y el temor de que le hubieran arrojado en un vertedero de basuras se confirmó cuando encendió el mechero y se vio a sí mismo como un apestado Gulliver en el país de las basuras. Ante él tenía la pendiente por la que había rodado y al final de ella la promesa de un cielo estrellado. Era imposible salir de aquella situación sin asumirla hasta las últimas consecuencias, y las últimas consecuencias consistieron en subir a cuatro patas, apuñando la basura con las manos, buscando profundidades para que las piernas pudieran ir impulsando el cuerpo hacia arriba. Llegó a un camino de fango, a la espalda de un barrio bidonville, y en cuanto se metió en él tratando de orientarse, todos los flacos perros de la noche se pusieron de acuerdo para armar un concierto de protesta. Las barracas de lata, adosadas las unas a las otras, o estaban deshabitadas o había una conspiración de sueño y silencio. Vio a lo lejos el trazado de un tendido eléctrico y caminó hacia él buscando con la luz del mechero la posibilidad de un canal y lo encontró como obstáculo para llegar a la línea trazada por el tendido eléctrico, que era el del ferrocarril. Cincuenta metros más arriba descubrió un paso de tablas que se quejó cuanto pudo bajo las pisadas de Carvalho y luego subió por un breve talud de piedras hasta llegar a la vía del tren. El lucerío de Bangkok quedaba a su derecha y caminó por la vía en su busca, en la confianza de conseguir un taxi en alguno de los apeaderos. El primero que encontró parecía un apeadero tan abandonado como aquel arrabal o como él mismo. Lo único vivo era una anciana rapada que dormía sobre un montón de periódicos y alrededor la misma ciudad de lata, sin una luz, sin un ruido que indicara la presencia humana. Siguió caminando por la vía hasta encontrar un paso a nivel en una carretera asfaltada. Allí se quedó a la espera del primer coche que pasara. Fue una furgoneta llena de letreros ininteligibles para Carvalho y el conductor no atendió sus gestos de autostopista convencional. A la luz de una bombilla movida por un viento suave, Carvalho se sentó en el suelo, sacó una cigarrera del bolsillo de su chaqueta y se obsequió con un Condal seis. Te lo mereces. Se dijo. Lo encendió con mimo, y al hacer balance dedujo que lo peor que podía pasarle era estar allí hasta el amanecer, hasta que la luz del día le situara y le permitiera telefonear al hotel para que le enviaran un taxi. La ropa le olía a Mercado del Fin de Semana, como si todas las materias del mercado se le hubieran podrido encima. Se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo a una cierta distancia, con lo que alivió el acoso de la peste. Se sentó al pie de un árbol, dispuesto a arriesgarse a que alguna cobra trasnochadora diera con él y le tratara críticamente. La espalda dolorida acogió el respaldo del árbol como si fuera el más suculento de los colchones y los párpados empezaron a mandarle el morse del sueño, pero de pronto un ruido de frenos a su lado le hizo dar un salto y quedar a la expectativa de un posible peligro. Le costó reconocer a Charoen a la luz indirecta de los faros del coche frenado.