Los Pajaros De Bangkok
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Carvalho viaja a Tailandia requerido por una antigua amiga aficionada a los amantes y a los asuntos turbios. Confundido por una pista falsa, el detective desciende hasta los escenarios m?s s?rdidos de Bangkok. De todos modos, intuye que la soluci?n del caso, tan dram?tica como impredecible, llegar? con su retorno a Barcelona.
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– ¿Murió?
– Desapareció. Fue una desaparición misteriosa, en Malasya, en 1967. Thailandia le honra como a uno de sus emancipadores económicos. Fue una excepción. Explicó la lección de que a un hombre que tiene hambre no hay que darle un pez, sino enseñarle a pescar.
– ¿Dónde desapareció Thompson?
– En las Cameron Highlands. ¿Conoce usted Malasya?
– No.
– Todo lo que hizo Thompson fue bueno. Hasta los beneficios que da la visita de su casa. Van a parar a una Escuela de Ciegos de Bangkok.
– Veo que le conmueve la historia de Jim Thompson.
– Es uno de los pocos extranjeros que no ha venido a quitarnos algo y que además nos ha enseñado a apreciar lo bueno que ya teníamos, sin saberlo.
¿Qué tenía que ver aquel Charoen con el que había torturado a la madre de Archit en el canal? ¿Cómo puede ser nacionalista un funcionario al servicio de un régimen hipotecado por una gran potencia que instrumentaliza su corrupción?
– Pero ¿qué harían ustedes sin los extranjeros? Los americanos los defienden de los comunistas y los turistas les dan trabajo.
– Podemos defendernos a nosotros mismos y podríamos vivir sin ayuda del turismo. Thailandia ha sido siempre un país independiente y de más alto nivel de vida que sus vecinos. Tenemos un suelo riquísimo, la llanura central entre Bangkok y el norte nos da lo que necesitamos para vivir y además ha aparecido petróleo. Por primera vez Thailandia es una nación unida gracias al rey, porque hoy día todos los pueblos de Thailandia aceptan al rey y los reyes se han hecho casas en el norte, en el sur, en el oeste y en el este para decir: aquí está nuestra casa, porque éste es nuestro país y es el país de los thais, los chinos, los khmer, los indios, los malayos, todos los que viven y trabajan en Thailandia.
Ahora fue Carvalho el que tuvo que contener la risa, porque el eslogan nacionalista de Charoen le recordaba otras latitudes. Se acercaban en el coche a Bangkok cuando Carvalho le pidió a Charoen que le dejaran en el barrio chino.
– ¿Para qué quiere usted ir al barrio chino?
– Por curiosidad. A ver si está como hace años.
– Está igual. Es un barrio estúpido lleno de joyerías y de tiendas de mangueras y carretillas. No sé por qué.
– Quiero estirar las piernas y de paso pensaré. Creo que me iré a Chiang Mai.
– ¿Cuándo?
– Lo consultaré con el guía de mi grupo. Si hago el viaje colectivamente me saldrá más barato.
– Avíseme si decide ir a Chiang Mai.
– ¿Cree que es necesario?
Charoen entendió la ironía de Carvalho y se puso a reír satisfecho de sí mismo.
El problema del barrio chino de Bangkok era clasificatorio. Poner orden en aquel panorama abigarrado de ofertas comerciales se convirtió en una pesadilla estética para Carvalho, que optó por aplazar el conocimiento del barrio hasta otra visita a Bangkok y se limitó a comprar una gran maleta barata en unos grandes almacenes. También compró un calendario chino para Biscuter y una blusa de seda bordada para Charo; en cuanto a Bromuro le compraría una botella de Mekong en el último momento y a Fuster un gorro mheo en Chiang Mai, para su colección de gorros. Metió todos los regalos en la maleta, cogió un taxi y volvió al hotel con la maleta por delante para que los espías de Charoen la detectaran. Desde la habitación telefoneó a los corresponsales de la agencia de viajes en Bangkok y preguntó la situación de la excursión programada hacia Chiang Mai. Había plazas, pero debía esperar un día más en Bangkok. Pidió una reserva y volvió a salir del hotel en dirección a la embajada. Solicitó ser recibido por la misma interlocutora de la entrevista anterior y reapareció la mujer tras un enorme portón que comunicaba el zaguán de entrada con los despachos capitales de la legación. La mujer se sintió defraudada, aunque lo disimuló diplomáticamente, cuando Carvalho le dijo que iba a comunicarle su partida para Chiang Mai.
– Aquí en Bangkok no he conseguido nada.
– Cuánto lo siento.
– Quisiera que me hicieran un favor. ¿Pueden informarme sobre un lugar o algo por el estilo que se llama Tam Krabok? Y en segundo lugar, ¿pueden mantener el secreto ante Charoen de la información que me van a dar?
– Tenía usted que haber empezado por la segunda pregunta, porque ya ha revelado el secreto contenido en la primera.
Tenía razón y el hecho de enmendar la plana a un detective extremó la amabilidad de la funcionaria, que volvió minutos después con todo lo que había podido recoger sobre Tam Krabok.
– Es una mezcla de templo, monasterio y hospital llevado por una comunidad de monjes budistas. Se dedican a la recuperación de drogadictos mediante una terapia a la vez medicinal y religiosa. Es cuanto sabemos. Está más allá de Ayuttaya, entre Saraburi y Lopburi, casi en el ángulo que forman las carreteras. Pero si ha de ir allí y no quiere que se entere Charoen tenga cuidado con quien le lleva. No es una visita frecuente y todos los taxistas son confidentes.
– Sólo que pudiera llegar antes que Charoen ya me bastaría.
La mujer le acompañó hasta la puerta.
– ¿Hay alguna probabilidad?
– Sé lo mismo que usted. Un hombre. Un destino. Nada más. Me han hablado de un hombre santo que está allí, ¿a qué pueden referirse?
– A un monje, supongo.
– Eso también creía yo.
Estrechó la mano de la mujer y salió al esplendor atardecido del Wireless Road. Volvió a pasar ante el excesivo jardín de la embajada americana, casi un país dentro de otro país, bordeó el parque Lumpini y atravesó la Rama Iv Road junto a la plaza presidida por la estatua casi negra de un rey cabezón. Más allá de la plaza le esperaba el hotel, su patria de aire acondicionado y piscina, y a ella se entregó como un náufrago. Al devolverle la llave de la habitación le dieron un papel. Una nota de Charoen.
"Su hotel en Chiang Mai será el Chiang Mai Inn. Se pondrá en contacto con usted mi compañero Chuapiboon. Hasta pronto".
Charoen le demostraba una vez más la eficacia de su telecontrol y le advertía de que no confiase ni por un momento en independizarse. Carvalho se guardó la nota. Ya en la habitación se puso el traje de baño, recogió el instrumental piscinero y salió a la piscina donde los bañistas esperaban el retorno del sol en su ocaso. Utilizó las aguas enfriadas a la sombra de los altos edificios para regalarse el placer del verano y luego se entregó al sol poniente y al sopor que le metieron en las venas tres vasos de Mekong con hielo. Se despertó con la sensación de que algo había cambiado a su alrededor y allí estaba la noche, la luz eléctrica, la soledad de la piscina abandonada y el sonido lejano del piano en el gran salón central del hotel, amenizando la espera de la cena, un piano de música digestiva, "éChos de Paris", Georges Feyer, "Les feuilles mortes". De vuelta a la habitación le esperaba el espectáculo del resultado de un registro no sistemático, pero sí suficiente para que él notara que había sido efectuado. Hasta le habían vaciado medio tubo de dentífrico y el gusano de pasta había quedado sobre el cristal de la estantería con su inútil obstinación blanca y brillante. Habían entrado en la habitación, la habían revuelto y desde la puerta le habían estado espiando en su sueño, a cinco metros. Era una demostración de fuerza y un aviso que no podía proceder de Charoen. ¿Madame La Fleur? ¿"Jungle Kid"? Carvalho estaba nervioso, cerró con seguro las puertas que daban al jardín y al pasillo, llenó la bañera de agua caliente y se dio un baño con espuma que le relajó hasta colocarle al borde de la depresión. Los otros y el mundo estaban más allá del borde de la bañera y él estaba lejos de cualquier asidero afectivo, rodeado de víctimas y verdugos que le contemplaban como a un intruso en el coliseo. Sólo una buena comida podía alejarle el fantasma de la depresión y su conducta se repartió entre un impulso consciente de vestirse y seleccionar un buen restaurante y otro inconsciente que le hizo recorrer la galería comercial del hotel en pos de una tienda de regalos donde le vendieran un cuchillo. Pero los únicos cuchillos que había eran supuestas antigüedades atribuidas a los pueblos del norte, imposibles de llevar en el bolsillo e incapaces de producir el menor efecto disuasorio. Necesitaba armarse y salió a Silom Road en busca de las tiendas abiertas. Casi todas eran de alimentación o de "souvenirs". Explicó su deseo a un vendedor de "souvenirs", quien sonrió enigmáticamente y le tendió una pipa de opio. Ante el desconcierto de Carvalho, el tendero asió la pipa con las dos manos, dio un estirón y se abrió longitudinalmente, descubriendo su alma de estilete delgado y afilado. Carvalho no había reparado en la ambigüedad de las pipas de opio que le ofrecían las tiendas de "souvenirs" del hotel y jugueteó uniendo y desuniendo las partes del artefacto. Seleccionó el estilete que le pareció más contundente, que coincidía con el de la pipa más cara, y se dejó llevar por la fiebre del regateo hasta que consiguió un precio que era el cincuenta por ciento más barato que el inicial. La pipa no le cabía en el bolsillo de la cazadora ni en el del pantalón y era peligroso llevar el estilete solo sin ninguna funda. Se la metió entre la correa y el cuerpo, envarando su costado derecho y, tal vez por lo molesto de la solución, en el cerebro de Carvalho se abrió paso la evidencia de que había cometido una tontería dictada por un impulso incontrolado producido por la sensación de inseguridad e indefensión. Paró un pus-pus motorizado porque le apetecía aprovechar la descongestión de tráfico del Bangkok anochecido para viajar al aire libre en busca del restaurante Sea-food, recomendado en la revista turística del hotel.