El premio
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Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesi?n del Premio Venice-L?zaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, cr?ticos, editores, financieros, pol?ticos y todo tipo de arribistas y trepadores atra?dos por la combinaci?n de «dinero y literatura». Pero L?zaro Conesal ser? asesinado esa misma noche, y el lector asistir? a una indagaci?n destinada a descubrir qu? colectivo tiene el alma m?s asesina: el de los escritores, el de los cr?ticos, el de los financieros o el de los pol?ticos.
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– ¿De qué momentos se trata?
– No quiero meterme donde no me llaman, pero se habla de tus dificultades económicas, de ese acoso innoble, innoble, Lázaro, lo digo aquí y donde sea necesario, al que te someten estos bastardos para salvar su propio culo.
– Gracias. Lo tendré en cuenta.
– Te hablo con el corazón en la mano. Nuestros proyectos editoriales, ¿recuerdas? Ahora son lo de menos. Supongo.
– Supones bien.
– Me partes por la mitad. Había puesto en este proyecto todo mi patrimonio, pero lo primero es lo primero.
– Yo de ti me pegaría al nuevo poder. Tal vez tengan ambiciones culturalistas, sin duda, las tienen. El poder necesita la cultura como las sepulturas las siemprevivas. Seguro que un proyecto como el tuyo…
– Como el nuestro, Lázaro, como el nuestro.
– Bien. Como el nuestro. Seguro que les interesa. Yo no me cierro de banda pero tienes toda la razón. No es el momento.
– No es el momento. Lo comprendo.
Pero no se iba. Y hacía pucheros. Y lloraba. Y los sollozos no le dejaban hablar con la respiración controlada.
– Para ti es calderilla. Para mí es la ruina.
– ¿Y la belleza del intento? Tú mismo me has dicho muchas veces que la realización de cualquier sueño envilece el sueño. Tómatelo como un sueño incumplido y precisamente por ello maravilloso.
Se llevó consigo el sueño roto. Conesal estaba eufórico. La rotura de convenciones que le habían parecido fundamentales le producía una sensación de liberación. Podía hacer lo que quisiera. Pasar de Mr. Hyde al Dr. Jeckyll y viceversa sin pócimas ni motivos aparentes, ya no debía disimular ante nadie el profundo desprecio que sentía contra todos los que se consideraban alguien a base de ningunarle. Ni siquiera tenía por qué disimular que Regueiro Souza le repugnaba, le producía malestar físico que se hubiera introducido en su habitáculo con una mirada socarrona.
– ¿Has leído ya la novela Telémaco?
– Lo suficiente para no considerarla.
– Haces mal, es de Arielito Remesal, un novelista seguro, de los que ya tienen su público. Además cuenta una historia verdadera de alta corrupción del dinero y el sexo.
– Me ha parecido una estupidez desde la página once.
– ¿Y la doce?
– Ya no he continuado.
– Te la tendrás que tragar, Lázaro, como yo he tenido que tragarme la campaña de desprestigio con la que me has mantenido a raya o a tus pies durante estos últimos diez años. Eres un carroñero y acabarás comiendo tu propia carroña.
– Te voy a hundir, Celso, te voy a hundir.
– ¿En qué sustancia? ¿En la miseria? Cuando se publique la novela de Remesal tú te hundirás en una sustancia peor. En tu propia mierda. -Y ya se iba cuando consideró que todavía no lo había dicho todo-. Le he dejado leer la novela a tu mujer. Tal vez ella pueda hacerte entrar en razón. Convencerte de que pases de la página doce.
– A todos los efectos, caiga quien caiga, nunca pasaré de la página doce y ándate con cuidado.
Lejos, lejos ya y ojalá que para siempre, la silueta perversa, amariconada y maligna de Regueiro Souza, Conesal decidió centrarse en la preparación de la ceremonia del Premio: «Señoras y señores, conceder un premio literario es mucho más que lanzar el nombre de un autor o proponer la lectura de un libro privilegiado. Significa escoger una acción creativa y ponerla en movimiento hacia sus receptores. En cierto sentido es participar en la misma creación. Si he dotado este premio con una cantidad inusitada no es porque considere que la creatividad tiene precio, sino porque sólo aquella creatividad que tiene precio se instala en el cerebro y en el corazón de la humanidad consumista. Muchas veces se ha dicho que el dinero no tiene corazón ni patria. Yo quiero que el dinero tenga corazón, cerebro y patria. El corazón que le lleva a procurar felicidad, el cerebro que le conduce a fomentar su propia necesidad y la patria de los inteligentes… ¡La Inteligencia!» Pero antes debía atar los cabos sueltos y pidió que subiera Sánchez Bolín, el escritor inasequible al desaliento que al decir de Altamirano se había pasado toda la vida persiguiendo la Literatura, sin que Altamirano se comprometiera sobre si la había alcanzado. Sánchez Bolín llegó con la corbata descentrada, los pantalones demasiado cortos porque había engordado y debía cambiar de altura del cinturón o de pantalones. Se subía las gafas con un dedo en busca de un lugar óptimo que no había encontrado desde que se puso gafas por primera vez. ¿Cuándo? Probablemente antes de la guerra. Antes de la guerra de Corea.
– La admiración que siento por usted me fuerza a comunicarle personalmente que aunque su novela me parece de las más estimables, no va a ser la ganadora. Por descontado que en ningún caso voy a revelar el secreto de su plica.
– Haga lo que quiera. Todo el mundo sabe que me he presentado. De hecho, ¿quién no se ha presentado? Todas las tribus se han presentado: los realistas, los ensimismados, los policíacos, los minimalistas, los umbilicales, los de la ruta del bacalao. Incluso se han presentado los que nunca se presentan.
– ¿Necesitaba usted el dinero?
– Usted es la única persona que puede preguntarle a alguien si necesita cien millones de pesetas.
– Puede ganarlos de otra manera. ¿Qué le parece una novela titulada Autobiografía de Lázaro Conesal?
– Excelente título.
– Cien millones de pesetas y le doy una información, se lo aseguro, que nadie más puede darle.
– ¿Debería dejarle bien a usted?
– Me basta con que me deje interesante y algo misterioso.
– Eso es fácil. Pero no podría aceptarlo si debiera dejarle como un personaje positivo. Usted no es un héroe positivo.
– Siempre queda el recurso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde.
– En eso soy un experto.
– ¿Acepta?
– Cien millones de pesetas es una cantidad muy estimable, pero si usted le resta el diez por ciento de derechos de mi agente literario y el cincuenta y seis por ciento que me quita Hacienda, se me queda en muchísimo menos que la mitad. Por esa cantidad yo puedo escribir una novela de éxito con los personajes que quiera, no con usted.
– Serán cien millones limpios. Aparte el tanto por ciento de su agente y los impuestos.
– Lo consultaré con mi agente. Señor Conesal, no me tome por un escritor pesetero, pero es que estoy en esa edad tonta en la que se me supone un escritor instalado, casi rico, del que incluso la crítica habla bien, pero por cansancio, sin demasiado entusiasmo, como se habla bien de algo demasiado obvio. Puedo pasar por una época dura en la que se me retire el favor del público, que sin duda me será devuelto cuando me muera, pero no inmediatamente. Los escritores tenaces solemos pasar unas postrimerías en el purgatorio y luego nos resucitan los redactores de tesis doctorales o los hispanistas o los especialistas en ediciones críticas. Lo que nos va muy bien es que se cree una pequeña industria a nuestra costa a base de doctorandos, simposios, subvenciones para una revisión. No creo que a mi costa se consiga una industria vindicatoria póstuma a lo García Lorca, Joyce o Proust, para no hablar de esos chicos tan comentados como Shakespeare o Cervantes que tuvieron la inmensa suerte de vivir una Edad de Oro y eso es casi la garantía de eternidad. En cambio ya veremos quién lee, lo que se dice leer, al plasta de Joyce dentro de cincuenta años, cuando los lectores del futuro se muestren más descreídos que los de hoy. Nunca más se leerá con veneración y por lo tanto nunca más se escribirá con veneración. Por otra parte me ha salido un nuevo manager editorial, un Terminator, Terminator Belmazán, completamente convencido de que no hay escritor que treinta años dure y yo ya voy para cuarenta años de escrituras.
– Le contrato para nuestra novela y le hago la vida imposible a ese advenedizo, «Terminator». Si usted quiere compro la editorial y le echo a la calle.
– Terminator Belmazán es el nombre de guerra y huida con el que se le conoce en las editoriales.
Se iba rumiando la tentadora oferta después de haber imaginado ya algunas aproximaciones.
– ¿Qué le parece si empiezo así la novela: «Me llamáis Lázaro Conesal desde hace demasiado tiempo…»
Pero le había quedado alguna duda enquistada y la expresó ya con medio cuerpo en el pasillo.
– ¿Qué piensa hacerle a «Terminator»? ¿No irá usted a matarlo?
– Hay muchas maneras de matar.
– Es que si le despide de mi editorial le contratarán en otra.
– Tendré en cuenta el detalle.
Parecía marcharse satisfecho y Conesal se tumbó en la chaise longue del dormitorio hojeando el informe sobre el grupo Helios y jugueteando con la hoja donde había garabateado Ouroboros, a la espera de la próxima visita sorpresa. Del sombrero de copa del Venice salían fantasmas variopintos, convocados o voluntarios como Oriol Sagalés que entró en la habitación sin mirarle, como si no valiera la pena mirarle y farfulló palabras en un tono ofensivo que él le obligó a repetir.
– No he entendido lo que me ha dicho.
– Que ya que se folla a mi mujer podría darme el premio.
Conesal consideró que debía cambiar de actitud. Se levantó, se acercó a Sagalés y le lanzó un puñetazo que al ladear el otro la cabeza le dio en la oreja. El escritor dio un salto atrás y al ganar distancia compuso la defensa según el boxeo más ortodoxo, pero Conesal se lo tomó como una payasada y salió del dormitorio desentendiéndose de él. Dedujo que se había marchado por el silencio que le llegaba, pero cuando se asomó desde el dormitorio, Sagalés seguía allí, cabizbajo, con las piernas abiertas, las espaldas cargadas, los puños cerrados, el flequillo de envejecido joven colgándole sobre los ojos. Pasó a su lado rumbo a la puerta. Sabía dónde iba pero no se lo quería decir a nadie. Lázaro Conesal había empuñado el teléfono y Sagalés le dijo con la boca torcida:
– No llames a tus policías. No te voy a tocar. El médico me ha prohibido tocar mierda.
Pero Conesal empleaba el teléfono para pedir que rogaran a la señora Sagalés que subiera a verle. Laura llegó urgente, dramática, propicia. Se le abrazó y se besaron resucitando la gestualidad de una antigua pasión.
– Tu marido acaba de salir.
Laura se apartó de su cuerpo. Lo examinó a distancia como detectando las huellas del encuentro.
– ¿Qué te ha hecho? Borracho es muy violento.
– Me he permitido pegarle un puñetazo.
Conesal apresó con sus labios la boca de la mujer sin permitirle opinar sobre lo que había ocurrido y ella se entregó a la caricia y después dejó que las manos del hombre le apresaran todo lo que sobresalía de su cuerpo, como si tratara de amasarla y recomponerla a su medida.