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El premio

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El premio
Название: El premio
Дата добавления: 16 январь 2020
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El premio - читать бесплатно онлайн , автор Montalban Manuel V?zquez

Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesi?n del Premio Venice-L?zaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, cr?ticos, editores, financieros, pol?ticos y todo tipo de arribistas y trepadores atra?dos por la combinaci?n de «dinero y literatura». Pero L?zaro Conesal ser? asesinado esa misma noche, y el lector asistir? a una indagaci?n destinada a descubrir qu? colectivo tiene el alma m?s asesina: el de los escritores, el de los cr?ticos, el de los financieros o el de los pol?ticos.

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– Espera. Espera.

Pero él la empujaba hacia el dormitorio y le retiró el abrazo para dejarla caer sobre la cama mientras empezaba a desnudarse. Laura había reptado sobre el cubrecama para sentarse contra el respaldo y abrazar sus piernas dobladas con los brazos. Desde allí gritó:

– ¡Espera! ¡Lázaro! ¡Espera!

Conesal estaba desnudo, pero la voz de la mujer le detuvo y le hizo sentirse ridículo. Se acostó a su lado mirando al techo, con un brazo como almohada y el otro alargando la mano que le permitiera cubrirse el sexo. No se atrevía a mirarla, pero sabía que ella le estaba contemplando con la antigua ternura y no tardaría en acariciarle el cabello como siempre y en decirle que siempre había sido un ansioso.

– Todo lo quieres en seguida.

– ¿En seguida? Han pasado veinte años de lo nuestro. ¿Cómo puedes soportar a ese imbécil?

– He invertido demasiado en él. Tiempo. Dinero. Cariño. Compasión. Pero estoy harta. ¿Recuerdas lo que me pediste hace dos años, cuando me citaste en Bruselas?

– ¿Fue en Bruselas?

Ella le pegó un bofetón suave.

– No seas grosero. Sabes perfectamente que fue en Bruselas. Entonces me llamabas de vez en cuando y me decías: Señora, tiene usted un billete en la terminal aérea con la clave… La espero el lunes doce en… Bruselas, Dakar, Colombo… ¡Llegué a ir a Colombo! Pero fue en Bruselas donde me pediste que me quedara contigo.

– Y tú me dijiste que él no podría soportarlo, que era como un niño, que se mataría.

– Entonces me importaba mucho.

– ¿Ahora?

Ella no se dio tiempo a contestar y se desnudó diestramente para luego pasar sobre el cuerpo del hombre y besarle pequeñamente desde los ojos hasta los pies, dejando en el pene un roce que lo puso en erección y a ella alegre.

– ¡Eres el de siempre!

– Soy Ouroboros, el mito de la serpiente que se muerde la cola, de la continuidad. Hoy me han dicho que la cultura del pelotazo y la economía especulativa se había acabado y que aquel huevo había generado serpientes como yo, pero que yo era una serpiente que acabaría mordiéndose la cola. El que así me hablaba era un mandado del gobernador del Banco de España, que desconoce el mito de Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, el símbolo de la continuidad. Aparentemente me estaba diciendo que en mi fin está mi principio, pero en realidad me devolvía a mis orígenes. Tanto morder a los demás para finalmente morder mi propia cola.

– ¿Lo de la serpiente es una insinuación fálica?

Cabalgó su pubis sobre el pene erecto hasta decidirse a ser penetrada y se movió la mujer hasta el agotamiento, para caer rendidas sus humedades sobre las del hombre que la acogió como si se le desplomara encima una patria. Lázaro le acariciaba los cabellos, sobre la aprehensión de descubrir que tenía las raíces canosas, mal teñidas. Habló a la oreja de la mujer, quedamente:

– He tenido un día horrible. Vienen a por mí.

– He leído cosas.

– Voy a morir matando.

– ¿Qué hablas de morir?

El rostro de ella estaba sobre el suyo, emergiendo de los cabellos desordenados, con el rímel corrido y los labios maltratados por los besos y los mordiscos.

– ¿Mantienes lo que me pediste en Bruselas?

Tardó demasiado tiempo en contestar, el suficiente para que ella desmontara y se dejara caer a su lado.

– Retiro la pregunta.

– Claro que lo mantengo.

Pero tampoco el tono de voz era el que hubiera deseado y cuando se predisponía a ser más convincente le llegó una voz insidiosa desde la entrada.

– ¿Don Lázaro? -Tras la voz unos pasos y otra pregunta-. ¿Molesto?

Conesal cogió precipitadamente un pijama de debajo de la almohada y se lo puso a la patacoja mientras clamaba:

– ¡Un momento!

Lo tuvo justo para calzarse los zapatos y llegar a la puerta separadora del dormitorio del living justo para detener el avance de Mudarra Daoiz. El académico estiró el cuello para tratar de distinguir mejor la silueta de la mujer a contraluz que trataba de protegerse con el cubrecama.

– Teníamos una conversación pendiente, don Lázaro.

– Pero hombre, precisamente ahora…

– He tenido una idea que creo brillante y que puede solucionar el problema que sin duda le aturde. Todo premio tiene un imaginario. Decimos Goncourt, Planeta, Nadal y nos imaginamos una serie de componentes que connotan el premio. De la primera concesión del premio Venice depende el imaginario futuro. ¿Qué espera la gente?

– Lo ignoro.

– Un show. Un triunfador show. Un escritor consagrado al que usted habrá comprado por cien millones de pesetas. Yo creo que mi candidatura es justamente lo contrario. ¿Qué soy yo? La Academia. El representante del templo de la literatura. Un científico de las palabras, de la historia de las palabras. Premiarme significa ligar para siempre el imaginario del premio a La Literatura, con mayúsculas.

– La suerte está echada, señor Daoiz.

– ¿Ya hay ganador?

– No es usted aunque reconozco los méritos de su novela.

Respiró profundamente el académico y se llevó una mano al corazón.

– ¿Es usted cardiópata?

– No puedo asegurarlo, pero últimamente esta vieja máquina no marcha acorde con mis deseos.

– Hoy día el corazón es sólo un problema de fontanería. Yo tomo una aspirina infantil todos los días porque es un excelente vasodilatador que no causa molestias estomacales.

– Todo el mundo toma aspirinas últimamente. ¿Ha de ser infantil, precisamente?

– Son las más inocentes.

– Tendré en cuenta su consejo.

Despidió al académico hasta la puerta, pero no consiguió que se fuera inmediatamente.

– A propósito, está muy adelantado, don Lázaro, el proyecto de nombrarle Doctor Honoris Causa en la universidad en la que ejerzo. El rector contempla con entusiasmo tal posibilidad.

– Dígale que sabré corresponderle y atenderé con suma urgencia su petición de un Laboratorio Mediático.

– Don Lázaro. Los medios de comunicación se han convertido en la única realidad posible y todos vivimos dependientes de sus sombras, como los personajes del Mito de la caverna de Platón.

– Un referente muy oportuno.

Al asomarse al pasillo para verificar la marcha de Daoiz, creyó ver una falda acampanada de mujer que se retiraba buscando la ocultación. Quedó en el umbral esperando que se confirmara su visión y en cuanto el académico fue carne de ascensor, Beba Leclerq brotó de entre las sombras iluminada por sus joyas y su espléndida rubiez. Correteó sobre sus altos tacones para impedir que el hombre le cerrara la puerta, pero Conesal la dejó abierta y se contentó con meterse en el living para comprobar que estaba cerrada la comunicación con el dormitorio donde presumía la progresiva irritación acosada de Laura.

– Te he perseguido días y días. Eres un inconsciente. Mira.

Le tendía un papel redoblado que Conesal rechazó, pero que ella leyó en voz alta:

– Alguien lo sabe todo. Conoce incluso nuestro encuentro en el hotel Tres Reyes de Basilea.

– Podías habérmelo comunicado por teléfono.

– Me has dicho mil veces que tienes los teléfonos pinchados. Has de hacer algo.

Conesal aceptó el papel, lo desdobló y tras leer el contenido se lo devolvió a Beba.

– Es prematuro. Debe enseñar mejor las cartas. Además, intuyo quién puede ser.

– ¿Quién?

– Mi mujer. Está menopáusica y me reprocha todo lo que le pasa, incluso la menopausia. Y si no es ella, cualquiera de la competencia profesional o política. Madrid es una ciudad infestada de informadores y yo tengo una instalación detectora de posibles escuchas que me hayan instalado. Aquí ni siquiera tolero que me observen desde mi propio circuito cerrado de televisión. No hagas caso del anónimo. Parece de película española de los años cincuenta.

– Si es de tu mujer más bien sería una película de los noventa. Pero imagina que Sito se entera.

– Sito está enterado. Ha venido a pedirme que me arrepienta.

Beba tenía que caerse en alguna parte y depositó todas sus esperanzas en el sofá del tresillo, pero Conesal le cerró el paso.

– Beba. He de vestirme y bajar a comunicar el nombre del ganador. Aplacemos esta conversación hasta mañana o hasta nunca. Tu Sito ya lo sabe, ¿qué puedes temer?

– ¿Y mis hijas? ¿Cómo voy a mirar a la cara de mis hijas?

Mientras tanto ocultó su propia cara entre las manos y así salió seguida del silencio de Conesal que parecía impulsar su huida. Regresó el hombre al dormitorio donde Laura ya estaba vestida.

– ¿Te vas?

Ella lloraba y siguió llorando mientras ganaba la salida.

– ¿Qué te pasa?

– El hotel Tres Reyes de Basilea. Por lo visto te encanta el hotel. A mí también me citaste allí.

– Laura.

Conesal la retuvo y ella se dejó abrazar.

– Nos hemos acercado y alejado a lo largo de más de treinta años. ¿Vas a tener celos? ¿Tengo yo derecho a tenerlos?

Ella asintió en silencio y se marchaba a pesar de que Conesal le retenía una mano.

– ¿No querías pedirme algo para tu marido?

Ofendida y humillada, la mirada y la boca de Laura.

– ¿Por quién me tomas y por quién le tomas? Realmente eres la serpiente que se muerde la cola.

¿Hubiera querido retenerla? ¿Quién no teme perder lo que ya no ama? ¿Dónde lo había leído y convertido en su vacuna sentimental? Ya a solas consultó el reloj y se lanzó urgencias a sí mismo.

– Pero ¿a qué estás esperando?

Dudaba sobre el paso inmediato a dar, se sentía sucio dentro del pijama humedecido en la bragueta y maquinalmente cogió el informe sobre el grupo Helios como si fuera a premiarlo y al darse cuenta de su acto equívoco, regresó al living en pos de la caja fuerte. Alguien llamaba a la puerta y al abrirse allí estaba Ariel Remesal lleno de ojos.

– ¿Vas a dejar el premio desierto? ¿Es ése el ganador?

Le señalaba el informe que aún llevaba en la mano mientras se colaba en la habitación.

– ¿Dónde están los originales? ¿Y el jurado? ¿Has leído mi novela?

– Lo suficiente.

– Preferible que la publicaras tú, ¿no? Así la gente no podría especular sobre los personajes. Nadie iba a tirar piedras sobre su propio tejado y mucho menos tú.

– Desde luego.

– ¿Y lo dices así? No te afecta la historia.

– Ariel, por favor, vete.

– Regueiro me ha dicho que me esperabas.

– Te ha mentido.

– Tú y él os acordaréis de ésta.

Y se marchó como un gángster de las literaturas periféricas. Al fin solo. Conesal se sentía fatigado y volvió al dormitorio en busca del estimulante para sus cansancios. Las cuatro pastillas de Prozac eran como un fetiche. Se las tomara a la hora que se las tomase del día. Siempre antes de las derrotas y las victorias presentidas. Pero no estaba en la mesilla de noche el frasco habitual. Ni tampoco en el botiquín del cuarto de baño. Ni sobre la repisa que respaldaba los lavabos. Cogió el teléfono y marcó el número del bar.

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