Los Pajaros De Bangkok
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Carvalho viaja a Tailandia requerido por una antigua amiga aficionada a los amantes y a los asuntos turbios. Confundido por una pista falsa, el detective desciende hasta los escenarios m?s s?rdidos de Bangkok. De todos modos, intuye que la soluci?n del caso, tan dram?tica como impredecible, llegar? con su retorno a Barcelona.
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– Pues sí que subiré, Biscuter, porque estoy malo de lo mal que como o de lo poco que como. En mi desconfianza a lo que se vende y a lo que se guisa ahora, me limito a comer vegetales crudos y sano lo estoy, pero tengo una hambre que pa qué.
– Voy a calentarlo y te espero.
Una pequeña alegría trascendió del cuerpecillo de Biscuter, que cruzó la Rambla con urgencia y subió los escalones del despacho de Carvalho de dos en dos. Sin cerrar la puerta tras de sí, fue directo a la pequeña nevera y del congelador sacó una fiambrera de aluminio en la que dormían un sueño de congelación dos rodajas de ossobuco con níscalos. En cuanto el fuego despertó a la bestia y el aroma de la salvia y el ajo aromatizó el despacho, Biscuter se fue hacia la puerta reclamado por la llegada de Bromuro. En la nariz del limpiabotas lo que no era nariz era espinilla.
– Coño, Biscuter, guisas como mi madre. Huele como olían las comidas de mi madre.
No le gustó a Biscuter el comentario, se le nubló la vista y necesitó correr hacia su cuartucho para sacarse de los ojos las lágrimas imprescindibles.
– ¿Qué te pasa?
– Es que se murió mi madre hace poco.
– Te acompaño en el sentimiento, Biscuter. Pepe no me dijo nada, de lo contrario habría ido al entierro.
Biscuter apartó cuidadosamente los papeles de Carvalho, dispuso dos mantelitos individuales de arpillera y un centro de paja sobre el que depositó la fiambrera con el ossobuco humeante. Luego trajo de la cocina dos platos con sendos montoncillos de arroz pilaf, dos vasos y una botella de Torres Santa Digna tinto que Carvalho había dejado recién abierta y de la que Biscuter iba bebiéndose un vasito en cada comida, sin atreverse a hacerlo en las cenas.
– Me cago en la mar ¡y vino de marca! Hace tiempo que Pepe no me da una botella de sus vinos. Cómo bebe el tío.
Y cómo come, añadiría instantes después cuando se llevó a la boca medio quilo de carne de una sola tacada.
– ¿Y esto lo has hecho tú, Biscuter? Pues tienes unas manos que no tienen precio. Si alguna vez pongo un restaurante cuento contigo.
Dijo que sí Biscuter, no sin dejar de lanzar una mirada valorativa de la ruina física en que estaba Bromuro, ya entre los cascotes de sus arrugas, varices, espinillas y manchas de roña rancia asomante en los calveros de su cabeza.
– Con permiso.
Biscuter y Bromuro llevaron automáticamente las manos sobre sus platos, como tratando de protegerlos o esconderlos, y se quedaron mirando a la intrusa.
– Me llamo Marta Miguel y busco a don José Carvalho.
Biscuter se limpió los aceitados labios, entornó los ojos y buscó plomo para la voz en el fondo de su garganta.
– El señor Carvalho no está. Está de viaje.
– ¿Muchos días?
– Imprevisible.
Dijo Biscuter e inició el gesto de ofrecer una silla a la esposa del coronel recién introducida en un club londinense.
– No. No quiero molestarlos. ¿Se ha ido muy lejos?
– A Bangkok. Reclamado por uno de nuestros asuntos. A veces tenemos que viajar. Porque, como dice el señor Carvalho, la corriente de aire que se produce en Calcuta provoca un constipado en Tarrasa.
– Cuánta razón tiene.
Apostilló Bromuro que había recuperado cuchillo y tenedor y los mantenía en posición de presentación de armas, dispuesto a lanzarse sobre lo que quedaba de comida en cuanto la situación se normalizara.
– Pero coman, por favor, la comida fría no vale nada. Que aproveche.
– ¿Gusta?
– Acabo de comer.
– Con su permiso, pues, señora.
Avisó Bromuro y acuchilló el resto del ossobuco hasta dejar la rodaja de hueso y tuétano en una radical soledad.
– Si no les importa vuelvo más tarde o me espero a que acaben de comer, porque me interesaría saber cuándo vuelve el señor Carvalho o si ha dejado algo para mí.
– Ya acabábamos.
– ¿No hay nada más?
La pregunta de Bromuro fue contestada por Biscuter yendo a la cocina y volviendo con lo que quedaba de carne, salsa y arroz blanco.
– Te juro, Biscuter, que no comía tan bien desde que Pepiño me invitó en el Agut d.Avignon, y aun entonces tenía en mi contra el ambiente, porque aunque me había puesto corbata, o quizá porque me la había puesto, no dejaba de tener el aspecto de un ahorcado. ¿Tienes algo de postre, Biscuter?
– Hay yemas de Ronda.
– La hostia, la rehostia, Biscuter, con lo que me gustan a mí las yemas.
– Pero están un poco resecas.
– Saben mejor. Aunque se piense lo contrario, la yema reseca tiene más sabor, te lo digo yo que estuve a punto de ser hijo de un pastelero, porque el primer novio de mi madre tenía una pastelería en Atienza.
A la vista de la velocidad con que Bromuro acarreaba las yemas hacia su estómago, Biscuter le regaló el resto de la caja y presenció cómo el limpiabotas se bebía la botella hasta el solaje, para limpiarse los labios con la manga de una chaqueta a cuadros príncipe gales que compartía con las manos del limpiabotas la solera de viejos, sólidos betunes, cuya implantación se remontaba hasta los tiempos en que Bromuro había rescatado la chaqueta de un contenedor.
– Y está como nueva.
Se miraba Bromuro la chaqueta.
– La cogí cuando estaba Fraga de ministro del Interior.
– Me queda algún traje de mi padre. Era de su talla. Se lo puedo ofrecer. ¿Dónde puedo dárselo?
– Me haría un gran favor, señora. Me encuentra por aquí abajo o pregunta por mí a cualquiera del sur de las Ramblas, porque soy el decano de los trabajadores por cuenta ajena de esta zona.
– ¿Cómo por cuenta ajena?
Se planteó Biscuter desconcertado.
– Siempre se trabaja por cuenta ajena, Biscuter, no olvides nunca lo que te digo, ni a quien te lo dijo.
Biscuter se esmeró en recoger la mesa como él creía que recogían la mesa los camareros de restaurantes distinguidos. La presencia de Marta Miguel, inmovilizada sobre la silla, con las manos sobre las rodillas unidas y el culo sin acabar de entregarse al culero, condicionaba la conducta de Biscuter, que se reprochó a sí mismo, nada más decirlo, el haber ofrecido a una señora primero un café, luego una copita y finalmente un carajillo. Lo que más le dolía era haber ofrecido el carajillo y se hubiera dado de bofetadas mientras apilaba los platos sucios en la fregadera y preparaba la estrategia a seguir con una dama en ausencia de su jefe. Se miró en el espejo oxidado que pendía sobre el pequeño lavabo de su habitación y se humedeció las palmas de las manos para a continuación tratar de domar los haces de pelos hirsutos y rubios que le subían desde los parietales hacia la estratosfera. Rebuscó en el armario de plástico cerrado con cremallera y sacó una corbata de punto que se anudó en torno a su cuello de pajarito. Luego se endilgó una ex chaqueta de pana de Carvalho que le habían acondicionado en una sastrería de arreglos, se cepilló los zapatos con el mismo cepillo que usaba para la ropa y fue al encuentro de Marta Miguel con la expresión a medio camino entre la atención y la preocupación.
– Usted dirá.
Dijo al tiempo que se entregaba con naturalidad al sillón giratorio de Carvalho.
– ¿Seguro que el señor Carvalho no le ha dejado nada para mí?
– Ha dicho usted que se llama…
– Marta Miguel.
– No me suena. La última vez que despachamos fueron tantas las cosas que me dijo, que es probable que me haya olvidado. Consultaré el cajón de las cosas urgentes.
Abrió un cajón y aparecieron tres botellas de orujo de cuerpo presente.
– No. No hay nada. Pero si usted me explica de qué se trata.
– En realidad, no hay nada concreto. Pero pensé que el señor Carvalho podría haber comentado mi caso con usted. No soy una cliente. Soy una amiga.
– Mi jefe trata a los clientes como amigos y…
Y a los amigos como clientes, iba a decir, pero pensó que iba a decir una tontería y se contuvo.
– La policía me está molestando porque fui testigo, bueno testigo, acompañé a una persona a la que luego asesinaron. Tal vez lo leyó en el periódico. Fue el asesinato de aquella chica rubia, Celia Mataix.