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Los Pajaros De Bangkok

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Los Pajaros De Bangkok
Название: Los Pajaros De Bangkok
Дата добавления: 16 январь 2020
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Los Pajaros De Bangkok - читать бесплатно онлайн , автор Montalban Manuel V?zquez

Carvalho viaja a Tailandia requerido por una antigua amiga aficionada a los amantes y a los asuntos turbios. Confundido por una pista falsa, el detective desciende hasta los escenarios m?s s?rdidos de Bangkok. De todos modos, intuye que la soluci?n del caso, tan dram?tica como impredecible, llegar? con su retorno a Barcelona.

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– Ondia, el crimen del champán. Recuerdo que el jefe estaba muy interesado y ahora me lo explico, usted es su amiga y era lógico que él estuviera preocupado. Parece un hombre frío que no piensa en los demás, pero, oiga, no se le escapa nada y siempre tiene un detalle. Conmigo, con su novia, la señorita Charo, con Bromuro. A mí me ha abierto una cartilla de ahorros en la Caixa y me ha nombrado su heredero, a mí, ¿qué le parece? No es que vaya a heredar mucho, pero es un detalle, y que se fija en lo que necesito. Esos zapatos no se los pone ni un mendigo, Biscuter, a cambiarlos, y no para hasta que me los cambio. Y como lo que él come. Yo me lo compro, yo me lo guiso, yo me lo como. No tengo pagas, eso no. Pero me ha metido en la seguridad social como si yo fuera del servicio doméstico y tengo el seguro. Y yo no le pedí nada. Todo fue cosa suya. Me lo arregló todo el señor Enric, el gestor amigo suyo de Vallvidrera, y así el día de mañana tendré un retiro. A veces me lo digo a mí mismo y no me lo creo. Qué suerte has tenido, Biscuter.

– La policía ha vuelto a ponerse pesada. Se agarran a lo que tienen.

– Dígamelo usted a mí, señora. Yo ahora soy un hombre honrado, pero en el pasado me gustaba llevarme el primer coche que veía, y cuanto más chachi mejor. Coche que desaparecía, a por Biscuter, y te hacían comer el consumao, lo hubieras hecho tú o no. Una vez me engancharon con un Gordini puesto y cuando voy a firmar la declaración veo que me atribuyen el robo de todos los coches que caben en la calle Pelayo. Que yo no firmo eso…

– Siento molestarle. Me voy.

– No me molesta. Voy a hacer algo por usted. Un segundo.

Dos deditos de Biscuter marcaban la exacta brevedad del segundo que necesitaba. Empuñó el teléfono y marcó un número.

– Señorita Charo, Biscuter al habla. Tengo ante mí a una señora íntima amiga del jefe. Se llama Miguel. No. Es el apellido. ¿Le dijo algo el jefe sobre ella antes de marcharse? Recuerde, Marta Miguel. Marta Miguel.

La ceja derecha de Biscuter se arqueó dispuesta a soportar el peso de las elucubraciones que le forzaran las revelaciones de Charo.

– Pero qué cachondeo es éste, Biscuter. ¿Desde cuándo Pepe me ha hablado a mí de sus ligues o de sus asuntos?

La ceja derecha de Biscuter recuperó la horizontalidad.

– Así que no le reveló nada.

– Corta ya, Biscuter, y no me vuelvas a llamar para hablarme de tu jefe. Lo tengo atragantado.

El sollozo cortó la comunicación antes que el cuelgue del teléfono. Biscuter fingió que continuaba la conversación, se despidió y con un suspiro de fastidio dejó el aparato en su sitio.

– Lo siento, pero no hay nada.

Marta Miguel estaba ensimismada y Biscuter tuvo que repetir su conclusión para ser escuchado.

– Gracias por todo. Tal vez si yo hablara con esa chica, ella podría recordar.

– Con mucho gusto le daré la dirección y el teléfono de la señorita Charo.

Biscuter escribió sobre uno de los papeles que Carvalho utilizaba para sus anotaciones y luego se lo tendió a Marta Miguel.

– Vive muy cerca de aquí. En un bloque de pisos nuevos que hay en la calle Peracamps. Bueno, nuevos… Parecen nuevos en relación con las demás casas, pero ya llevan en pie más de diez años.

Marta guardó el papel en el bolso que llevaba en bandolera. Correspondió con un apretón de manos a la oferta de la mano de Biscuter y bajó las escaleras sin la conciencia exacta de qué escaleras estaba bajando y para qué. Salió a las Ramblas y se dejó llevar por la tendencia de los peatones, hacia el sur, en busca del puerto. Sus pasos se desviaron hacia la derecha y al llegar a las Reales Atarazanas se quedó contemplando la perspectiva de la calle Peracamps, una apertura en el tejido gris del Barrio Chino. Sacó del bolsillo la nota que le había dado Biscuter y se aplicó a localizar el número de la casa de Charo, y cuando llegó ante ella se hizo cargo de la altura de la finca como si fuera un problema o como si la estatura de la casa tuviera algo que ver con algo importante que había olvidado. Atravesó la calle para contemplar la casa con mayor perspectiva. La muchacha debía vivir en aquel ático del que asomaban plantas, flores, incluso un arbolillo. Siguió calle arriba, atravesó Conde del Asalto y se introdujo en las entrañas grises de la Barcelona de la busca barata. Fue a parar a la calle Robadors y las miradas de los hombres merodeantes la expulsaron calle arriba, hacia la del Hospital y el escenario del primer encuentro con Carvalho en los jardines. Tenía el coche aparcado en el parking de la Gardunya, una isla cementerio de coches a la espera de la nueva animación del mercado de la Boquería al caer de la tarde. Ambiente de pestilencia de las basuras acumuladas en los contenedores y el poso de los desperdicios enganchados al asfalto y a las aceras como una historicidad podrida. Cuatro hombres viejos, rotos, sucios habían encendido una hoguera y hacían recuento de lo que habían obtenido en su meticulosa búsqueda por los grandes cubos de basura de los vendedores del mercado. Una barra de pan, hojas sucias y ajadas de lechuga, un tomate blando, algunas manzanas, un cuello de gallina, un frasco de perfume casi vacío que uno de los hombres olisqueaba y ofrecía a sus compañeros para que participaran en la breve, gratuita maravilla guardada en el último fondo de la botella. Uno de los hombres se dio cuenta de la presencia de Marta, de su paralizada mirada. Hizo un comentario y los cuatro rostros marrones, los cuatro pares de ojos rojos, las cuatro cabezas coronadas por una costra de pelo, frío, sueño, relente y nada se volvieron hacia ella para contemplarla como si fuera un cubo en el que tal vez algo podría aprovecharse, pero desde una previa declaración de animales vencidos que renunciaban a otra violencia que no fuera la de su mirada. Marta se acercó al que estaba más cerca del recinto del parking y le tendió veinte duros por encima de la barrera de separación. La boca se abrió para decir gracias princesa, pero los ojos decían claramente que no lo entendían.

"Thailandia ayer recibió un barco patrulla de los Estados Unidos como parte del apoyo ofrecido a los esfuerzos para acabar la piratería en el golfo de Siam". La piscina del Dusit Thani parecía confirmar las buenas relaciones entre los gobiernos de USA y Thailandia avanzada por la información del "Bangkok Post". Carvalho dejó el periódico para entregarse a la reflexión de qué podían buscar en Bangkok aquellos americanos atareados que se bañaban de mañana, dejaban a sus mujeres en la piscina del hotel y las reencontraban al atardecer antes de un último baño reparador de sus andanzas por la ciudad. La mayor parte de los turistas eran europeos o australianos, en cambio los norteamericanos parecían haber venido a jugar al tenis los más jóvenes y de negocios los veteranos fondones que entregaban sus carnes desorientadas al último resol infiltrado por una brecha permitida por dos construcciones del propio hotel. Carnes desorientadas por la cincuentena, un cierto fastidio sin pasión en las facciones, el ritual del bourbon con hielo, el beso de precena a la mujer bronceada y mejor conservada, algún comentario, la novela de McLean. Los jóvenes norteamericanos paseaban sus altos esqueletos bronceados y sus raquetas por el "hall" del hotel o se tumbaban en el suelo en ejercicios de relax que el personal del hotel toleraba sorteando los cuerpos tendidos entre equipajes, guías, manadas de viajeros veteranos que caminaban con cuidado para no pisotear a los jóvenes tenistas del Imperio. Carvalho valoró las carnes rehechas de una morenita de ojos verdes que recibió a su marido como si volviera de la guerra del Vietnam y le pidiera explicaciones por haberla perdido. A un lado un vaso lleno de Mekong con hielo, al otro el "Bangkok Post" y en la piel la caricia del frescor que le llegaba de la catarata que había empezado a precipitar sus aguas entre las rocallas. Carvalho no se molestó en comprobar si el hombre que se había situado al lado de su gandula de madera era Charoen, porque con toda seguridad era Charoen. Esperó a que el policía dijera algo.

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