El ultimo coyote

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El ultimo coyote
Название: El ultimo coyote
Автор: Connelly Michael
Дата добавления: 16 январь 2020
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El ultimo coyote - читать бесплатно онлайн , автор Connelly Michael

La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y ?l est? bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de polic?a despu?s de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoraci?n psiqui?trica. Al principio, Bosch se resiste a al m?dico asignado por la polic?a de Los ?ngeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho tr?gico del pasado contin?a interfiriendo en su presente. En 1961, cuando ten?a once a?os, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacig?en la inquietud que le ha embargado durante a?os.

El ?ltimo coyote fue la cuarta novela que escribi? Michael Connelly y durante diez a?os permaneci? in?dita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del g?nero policiaco actual, as? como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hac?an imperiosa su publicaci?n.

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Bosch leyó la etiqueta de la prueba, pero sólo ponía el número de caso y el nombre de McKittrick. Se fijó en que los agujeros segundo y cuarto de la correa eran círculos imperfectos, ensanchados por la punta de la hebilla. Supuso que tal vez su madre lo llevaba más ajustado en ocasiones, para impresionar a alguien, o más suelto otras veces, encima de ropa más voluminosa. Lo sabía todo del cinturón, salvo quién lo había usado por última vez para asesinarla.

Se dio cuenta entonces de que quien hubiera utilizado ese cinturón, esa arma, ante la policía había sido responsable de llevarse una vida y cambiar indeleblemente la suya propia.

Cuidadosamente volvió a dejarlo en la caja y lo cubrió con el resto de la ropa. Por último cerró la caja con la tapa.

Después de examinar el contenido de la caja, Bosch no podía quedarse en casa. Sentía la necesidad de salir. No se molestó en cambiarse de ropa. Se limitó a entrar en el Mustang y empezar a conducir. Ya estaba oscuro y tomó por Cahuenga hasta Hollywood. Se dijo a sí mismo que no sabía adónde iba y que no le importaba, pero era mentira. Lo sabía. Cuando llegó a Hollywood Boulevard dobló hacia el este.

El coche lo llevó a Vista, donde viró hacia el norte y después se desvió en el primer callejón. Los faros cortaban la oscuridad y Bosch vio un pequeño campamento de vagabundos. Un hombre y una mujer se acurrucaban en un cobertizo de cartón. Cerca de allí yacían otros dos cuerpos, envueltos en mantas y periódicos, y del aro de un cubo de basura llegaba el brillo tenue de las llamas agonizantes. Bosch pasó despacio, con la mirada fija en un punto más adentrado del callejón, el lugar de la escena del crimen esbozado en el expediente.

La tienda de recuerdos de Hollywood era ahora una tienda de libros y vídeos para adultos. Había un acceso por el callejón para los clientes tímidos y varios coches aparcados en la parte posterior del edificio. Bosch se detuvo cerca de la puerta y apagó las luces. Se quedó sentado en el Mustang, sin experimentar ninguna necesidad de salir. Nunca antes había estado en el callejón, en el lugar del crimen. Sólo quería quedarse sentado durante un rato y ver qué sentía.

Encendió un cigarrillo y observó a un hombre que salía apresurado de la tienda para adultos con una bolsa en la mano y se metía en un coche estacionado al fondo del callejón.

Bosch pensó en cuando aún era niño y seguía a cargo de su madre. Tenían un pequeño apartamento en Camrose y en verano, las noches que ella no trabajaba o los domingos por la tarde, se sentaban en el patio de atrás y escuchaban la música que subía a la colina desde el Hollywood Bowl. El sonido era malo, agredido por el tráfico y el bullicio de la ciudad antes de que les llegara, pero las notas altas se percibían con claridad. Lo que le gustaba a Bosch no era la música, sino la presencia de su madre. Era el momento de estar juntos. Ella siempre le decía que un día lo llevaría al Bowl a escuchar Scheherezade. Era su favorita. Nunca tuvieron la ocasión. El tribunal le retiro la custodia y la asesinaron antes de que pudiera recuperarla.

Bosch finalmente oyó a la Filarmónica interpretando Scheherezade. El año que estuvo con Sylvia. Cuando ella vio que se le acumulaban las lágrimas en la comisura de los ojos, pensó que se debía a la extraordinaria belleza de la música. Harry nunca llegó a decirle a Sylvia que se trataba de otra cosa.

Captó un movimiento con el rabillo del ojo y alguien golpeó con el puño la ventana del conductor. Bosch se llevó la mano izquierda a la cintura en un acto reflejo, pero no llevaba ninguna pistola bajo la americana. Se volvió y miró el rostro de una anciana con los años marcados como galones en la piel. Parecía que llevara tres conjuntos de ropa. Cuando terminó de golpear la ventana, la mujer abrió la mano y extendió la palma. Bosch, todavía sobresaltado, buscó rápidamente en el bolsillo y sacó un billete de cinco. Encendió el motor para poder bajar la ventanilla y le dio el dinero. Ella no dijo nada, sólo lo cogió y se alejó. Bosch la observó marcharse y se preguntó cómo había terminado ella en ese callejón. ¿Y él?

Salió del callejón y regresó a Hollywood Boulevard. Empezó a circular de nuevo a velocidad lenta. Primero sin destino, pero pronto encontró un propósito. Todavía no estaba preparado para enfrentarse a Conklin o Mittel, pero sabía dónde residían y quería ver sus casas, sus vidas, los lugares donde habían terminado ellos.

Siguió por Hollywood Boulevard hasta llegar a Alvarado y tomó ésta hasta la Tercera, donde dobló hacia el oeste. El viaje lo llevó a la zona de pobreza tercermundista de Little Salvador, más allá de las mansiones apagadas de Hancock Park y después a Park La Brea, un enorme complejo de apartamentos, condominios y residencias de ancianos.

Bosch encontró Ogden Drive y la recorrió lentamente hasta que vio el Park La Brea Lifecare Center. Era un edificio de doce plantas de hormigón y cristal. Bosch vio, a través de la fachada de cristal del vestíbulo, a un vigilante de seguridad junto a un poste. En Los Ángeles ni siquiera los ancianos y enfermos estaban seguros. Miró hacia arriba y advirtió que la mayoría de las ventanas estaban a oscuras. Sólo eran las nueve y el lugar ya estaba muerto. Alguien hizo sonar el claxon detrás de él y Bosch acelero y se alejó, pensando en Conklin y en cómo sería su vida. Se preguntó, si al cabo de tantos años el anciano que ocupaba una habitación allí pensaba alguna vez en Marjorie Lowe.

La siguiente parada de Bosch fue en Mount Olympus, el chabacano afloramiento de casas modernas de estilo romano que se extendía por encima de Hollywood. Se suponía que la imagen debería ser neoclásica, pero había oído que la llamaban «meoclásica». Las enormes y caras mansiones estaban apiñadas una junta a otra como los dientes. Había columnas ornadas y estatuas, pero lo único que parecía clásico del lugar era el kitsch. Bosch subió por Mount Olympus Drive desde Laurel Canyon, dobló por Electra y después tomó por Hércules. Estaba conduciendo despacio, fijándose en si la dirección de las casas coincidía con la que había anotado esa mañana en su libreta.

Cuando encontró el domicilio de Mittel, se detuvo en la calle, petrificado. Era una casa que conocía. Nunca había estado en su interior, pero todo el mundo la conocía. Era una mansión circular que se alzaba en lo alto de uno de los promontorios más reconocibles de las colinas de Hollywood. Bosch miró la casa sobrecogido, imaginando las dimensiones del interior y sus vistas desde el océano a la montaña. Con las paredes redondeadas iluminadas desde el exterior con luces blancas, parecía una nave espacial que se hubiera posado en lo alto de la montaña y que se disponía a elevarse de nuevo. No era kitsch. Era una casa que hablaba del poder y la influencia de su propietario.

Una verja de hierro protegía un largo sendero que conducía a la casa. Pero esa noche la verja estaba abierta y Bosch vio varios coches y al menos tres limusinas aparcadas a un lado del camino. Otros vehículos estaban estacionados en la rotonda del fondo. Bosch sólo cayó en la cuenta de que se celebraba una fiesta cuando un destello rojo pasó la ventanilla del coche y de pronto la puerta se abrió del todo. Bosch se volvió y vio el rostro de un hombre latino de tez morena vestido con camisa blanca y chaleco rojo.

– Buenas tardes, señor. Nosotros nos ocupamos del coche. Si sube por el camino de la izquierda, le recibirán los relaciones públicas.

Bosch miró al hombre sin moverse, pensando.

– ¿Señor?

Bosch salió del Mustang y el hombre del chaleco le entrego un papel con un número. Después se metió en el coche y arrancó. Bosch se quedó a pie, conciente de que estaba a punto de dejar que los acontecimientos lo controlaran, pese a que sabía que debería evitarlo. Vaciló y contempló las luces traseras del Mustang que se alejaba. Dejó que la tentación lo venciera.

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