El ultimo coyote
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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y ?l est? bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de polic?a despu?s de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoraci?n psiqui?trica. Al principio, Bosch se resiste a al m?dico asignado por la polic?a de Los ?ngeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho tr?gico del pasado contin?a interfiriendo en su presente. En 1961, cuando ten?a once a?os, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacig?en la inquietud que le ha embargado durante a?os.
El ?ltimo coyote fue la cuarta novela que escribi? Michael Connelly y durante diez a?os permaneci? in?dita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del g?nero policiaco actual, as? como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hac?an imperiosa su publicaci?n.
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– Ya.
– Cuéntela.
– Fue en McClaren. Ella había venido a visitarme y estábamos fuera, en la valla, en el campo de deportes.
– ¿Por qué recuerda esta historia?
– No lo sé. Porque ella estaba allí y siempre me hacía sentir bien, aunque siempre terminábamos llorando. Tendría que haber visto aquel lugar en los días de visita. Todo el mundo lloraba… y yo también lo recuerdo porque fue hacia el final. Poco después de eso ella murió. Quizá al cabo de unos meses.
– ¿Recuerda de qué hablaron?
– De muchas cosas. De béisbol. Ella era hincha de los Dodgers. Recuerdo que uno de los chicos más grandes me había quitado las zapatillas que ella me había regalado por mi cumpleaños. Ella Se fijó en que no las llevaba puestas y se enfureció.
– ¿Por qué le quitó las zapatillas el chico mayor?
– Ella me preguntó lo mismo.
– ¿Qué le dijo?
– Le dije que el chico me quitó las zapatillas porque podía. Mire, podían llamar a aquel sitio como quisieran, pero básicamente era una prisión para niños y tenía las mismas sociedades que tiene una prisión. Los papeles dominantes, los sometidos, todo.
– ¿Qué era usted?
– No lo sé. Iba bastante por libre. Pero cuando un chico mayor y más grande me quitaba las zapatillas era un sumiso. Era una forma de sobrevivir.
– ¿Su madre estaba descontenta por eso?
– Bueno, sí, pero ella no sabía de qué iba. Ella quería quejarse. No sabía que si lo hacía sólo conseguiría complicarme las cosas. Entonces de repente se dio cuenta de cómo funcionaba aquel lugar y empezó a llorar.
Bosch estaba en silencio, imaginando perfectamente la escena en su cabeza. Recordaba la humedad en el ambiente y el olor a azahar de la arboleda vecina.
Hinojos se aclaró la garganta antes de interrumpir su recuerdo.
– ¿Qué hizo usted cuando ella se echó a llorar?
– Probablemente yo también empecé a llorar. Normalmente lo hacía. No quería que ella se sintiera mal, pero era un alivio saber que ella sabía lo que me estaba pasando. Sólo las madres pueden hacer eso, hacerte sentir bien cuando estás triste… -Bosch todavía tenía los ojos cerrados y sólo veía el recuerdo.
– ¿Qué le dijo su madre?
– Ella… Ella sólo me dijo que iba a sacarme de allí. Dijo que su abogado iba a ir pronto a juicio para apelar el veredicto de la custodia y el veredicto de madre inadecuada. Ella dijo que también había otras cosas que podía hacer. La cuestión era que iba sacarme.
– ¿Ese abogado era su padre?
– Sí, pero yo no lo sabía… Da igual, lo que estoy diciendo era que el tribunal estaba equivocado con ella. Eso es lo que me molesta. Era buena para mí y ellos no lo veían así…, no importa, recuerdo que me prometió que haría lo que tuviera que hacer, pero que me sacaría.
– Pero nunca lo hizo.
– No, como he dicho se le acabó el tiempo.
– Lo siento.
Bosch abrió los ojos y miró a la psiquiatra.
– Yo también lo siento.
Bosch había estacionado en un aparcamiento público cerca de Hill Street. Le costó doce dólares. Se metió en la 101 y se dirigió al norte, hacia las colinas. Mientras conducía, miró ocasionalmente a la caja azul que tenía en el asiento de al lado. Pero no la abrió. Sabía que tenía que hacerlo, pero esperaría a llegar a casa.
Encendió la radio y escuchó al locutor que presentaba una canción de Abbey Lincoln. Bosch nunca la había oído, pero inmediatamente le gustó la letra y la voz ahumada de la mujer.
Después de meterse en Woodrow Wilson y seguir su rutina habitual de aparcar a media manzana de su casa, Bosch entró y puso la caja en la mesa del comedor. Encendió un cigarrillo y caminó por la estancia, mirando ocasionalmente la caja. Tenía la lista de pruebas en el expediente, pero no podía superar la sensación de que al abrir la caja estaría invadiendo un secreto íntimo, cometiendo un pecado que no comprendía.
Finalmente sacó las llaves. Había una navajita en el aro y la usó para cortar la cinta roja que precintaba la caja. Dejó la navajita y sin pensárselo más levantó la tapa de la caja.
Las ropas y otras pertenencias de la víctima estaban envueltas individualmente en bolsas de plástico, que Bosch fue sacando una por una y dejándolas en la mesa. El plástico estaba amarillento, pero podía ver a través de él. No sacó nada de las bolsas, sino que se limitó a levantar cada una de las pruebas y examinarlas a través del plástico.
Abrió el expediente del caso por la lista de pruebas y se aseguró de que no faltaba nada. Estaba todo ahí. Levantó a la luz la bolsita que contenía los pendientes. Eran como lágrimas congeladas. Volvió a bajar la bolsa y en el fondo de la caja vio la blusa, pulcramente doblada en el plástico, con la mancha de sangre exactamente en el sitio indicado en la hoja de pruebas, en el pecho izquierdo, a unos cinco centímetros del botón del centro.
Bosch pasó el dedo por encima del plástico. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que no había más sangre. Sabía que era lo que había estado inquietándole cuando había leído el expediente, pero entonces no había conseguido captar la idea. Esta vez sí. La sangre. No había sangre en la ropa interior, ni en la falda ni en las medias o zapatos. Sólo en la blusa.
Bosch sabía también que la autopsia había descrito un cadáver sin laceraciones. Entonces, ¿de dónde había salido la sangre? Quería mirar la escena del crimen y las fotos de la autopsia, pero sabía que no podría hacerla. Bajo ningún concepto iba a abrir ese sobre.
Bosch sacó de la caja la bolsa que contenía la blusa y leyó la etiqueta de la prueba y otras anotaciones. En ningún sitio mencionaba ni daba código de referencia de que se hubiera realizado ningún análisis de sangre.
Esto lo animó. Había una posibilidad razonable de que la sangre fuera del asesino, y no de la víctima. No tenía idea de si todavía podía determinarse el tipo sanguíneo en sangre tan vieja o practicarse un análisis de ADN, pero iba a averiguarlo. Sabía que el problema sería la comparación. No importaba si la sangre todavía podía ser analizada si no había nada con que compararla. Para obtener sangre de Conklin o de Mittel, o de quien fuera, necesitaría una orden judicial. Y para conseguirla necesitaba pruebas, no sólo sospechas o corazonadas.
Había reunido las bolsas de pruebas para volver a guardarlas en la caja cuando se detuvo para examinar una que antes no había observado de cerca. Contenía el cinturón que se había utilizado para estrangular a la víctima.
Bosch lo examinó unos segundos, como si se tratara de una serpiente que él debía identificar, antes de poner la mano en la caja para cogerla cautelosamente. Vio la etiqueta atada a través de uno de los agujeros del cinturón. En la suave concha plateada había polvo negro. Parte de las líneas curvas de la huella dactilar de un pulgar permanecía allí.
Levantó el cinturón para verlo a la luz. Le dolía mirarlo, pero lo hizo. El cinturón tenía dos centímetros y medio de ancho y estaba hecho de piel negra. La hebilla de concha era el adorno más grande, pero había otras conchitas plateadas adheridas a lo largo de la correa. La contemplación despertó el recuerdo. En realidad no lo había elegido él. Meredith Roman lo había llevado al May Co. de Wilshire. La amiga de su madre había visto el cinturón en un colgador, con muchos otros, y le dijo que a su madre le gustaría. Ella lo compró y le dejó que se lo diera a su madre por su cumpleaños. Meredith tenía razón. Su madre se ponía el cinturón a menudo, sin ir más lejos cada vez que iba a visitarlo después de que el tribunal le retirara la custodia. E incluida la noche en que fue asesinada.