El Corazon Del Tartaro
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– Entra tú primero y te colocas a la cola en la caja. Luego entraré yo ordenó Nicolás.
Zarza abrió la primera puerta de cristal blindado, esperó a que se cerrara y luego pulsó el mecanismo de apertura de la segunda puerta. Ninguna voz grabada le ordenó depositar los objetos metálicos en la bandeja de la entrada, por la sencilla razón de que Zarza no llevaba objetos metálicos. Pero eso no lo sabía Nicolás, que observaba su avance desde la acera de enfrente, obviamente encantado de comprobar que su hermana era capaz de pasar sin más problemas dentro del banco con un revólver guardado dentro del bolso.
En esos momentos sólo había dos clientes en la sucursal, dos mujeres de mediana edad, una despachando con el cajero y otra esperando su turno. Zarza se dirigió hacia ellas, titubeante, dispuesta a guardar cola como había dicho su hermano. Pasó junto al guardia jurado y le miró de refilón. Era un chico muy alto, tal vez cercano a un metro noventa, con una cabeza demasiado pequeña para su envergadura y cara de niño imberbe. El guardia la vio mirarle y sonrió. Se conocían de vista. Sí, horror, se conocían. Antes de que Caruso la echara de la Torre, a veces pagaba los servicios de Zarza con unos cheques al portador que ella cobraba aquí. Zarza hundió la barbilla en el pecho, muy agitada.
– ¿Te pasa algo? -preguntó el guardia con amistosa solicitud.
– No. Nada. Nada de nada.
– Estás temblando.
– Es que… Estoy con la regla… Y me pongo siempre fatal… Me duele y me mareo.
– Ah dijo el muchacho, -enrojeciendo ligerísimamente.
Tenía los ojos muy juntos, mejillas barbilampiñas y redondas, dos granos de acné en la barbilla. Era demasiado joven y Zarza seguía siendo guapa, a pesar del maltrato de la Blanca. Así es que la creyó:
– ¿Quieres sentarte un rato y descansar?
– No, no. Muchas gracias. Ya estoy acostumbrada. Enseguida se pasa.
– Sí, sí, la regla… A todo le llaman la regla, hoy… -refunfuñó la mujer que esperaba en la cola.
Pero el guardia no la oyó. En ese momento entraba al banco un viejo y Nico aprovechó para meterse con él. Quedaron atrapados entre las dos puertas y el mensaje grabado les exhortó a depositar los objetos de metal, pero el cajero lanzó una ojeada rutinaria a los visitantes y pulsó la apertura sin aguardar más. El hombre mayor se dirigió a la cola y se puso detrás de Zarza; Nicolás se quedó junto a la entrada, como rebuscando un papel en los bolsillos. Pero en cuanto que el guardia apartó la vista de él, sacó la pistola y la blandió ante sí. Zarza sintió una sacudida en la boca del estómago y un tumulto de sangre en los oídos, el palpitar del tiempo, como si en el mismo momento en que su hermano mostró el arma hubiera empezado a marchar un cronómetro.
– ¡Quietos todos! -chilló Nicolás, con tópico fraseo de delincuente- ¡Esto es un atraco!
La acción se congeló durante unos instantes: nadie se movió, nadie respiró, nadie parpadeó. Luego se escuchó un gritito de mujer, algún gemido, un par de resoplidos. El guardia, lívido, comenzó a levantar lentamente las manos. Nicolás le apuntaba directamente a él.
– ¡Venga! ¿A qué esperas, idiota? ¡Saca el arma! -gritó Nico a Zarza sin dejar de mirar al chico.
– No… No la tengo… -balbució ella.
– ¿Cómo que no la tienes? ¡El revólver! ¡Te lo he dado!
– No lo tengo, de verdad, pero no importa, voy a coger el dinero y nos vamos… -dijo Zarza.
Y empezó a meter los billetes del cajero en el bolso, mientras su hermano le lanzaba breves ojeadas furibundas.
Esta pequeña escena había alterado a Nicolás lo suficiente como para distraer su atención. Aprovechando el descuido, el guardia intentó sacar su propia pistola. Todo fue muy rápido: Nico dio un salto hacia atrás y disparó. La bala entró por encima del ombligo del chico, a la altura del último botón de la chaquetilla. El guardia se quedó sentado en el suelo, sin aliento, con las piernas estiradas y expresión de asombro, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Miró a Zarza; parecía un niño engañado por un adulto a punto de ponerse a sollozar.
– ¡Mierda, mierda, mierda! -gritó Nicolás, fuera de si, sacudiendo la mano con la pistola en todas direcciones.
Empleados y clientes gimieron con un sonido ululante parecido al viento entre los árboles.
Nico volvió a apuntar al joven herido:
– ¡Yo te mato, te mato!
Zarza se abalanzó sobre su hermano, intentando sujetarle la Browning:
– No seas loco, no dispares, vámonos, déjalo ya…
– ¡Déjame tú, gilipollas! Tú has tenido la culpa… -dijo Nico, arreándole a Zarza tal bofetón que la arrojó contra la pared.
De nuevo hubo un instante de silencio, una quietud absoluta. Luego todo volvió a acelerarse; Zarza se rehizo, abrió la primera puerta de cristal, esperó durante unos instantes interminables a que se desbloqueara la segunda hoja y después salió corriendo, aferrada a su bolso con el magro botín. Entonces Nicolás pareció volver en sí. Cogió la pistola del guardia y se la metió en un bolsillo; a continuación agarró por el brazo a una de las clientes, que se había arrojado al suelo cuando el disparo, y le hizo levantarse.
– ¡Arriba! Tú te vienes conmigo.
La sujetó por el cuello: era una mujer rechoncha con el pelo teñido caseramente de color negro cuervo.
– Por favor por favor no me mate no me mate -susurraba ella con las manos unidas, como quien bisbisea una jaculatoria.
– Como me encerréis entre las puertas le reviento la cabeza de un tiro -dijo Nico.
Salieron del banco así, entrelazados, con torpeza de monstruo de cuatro patas, abriendo primero la puerta interior y luego aguardando a que funcionara el mecanismo de la segunda hoja. Que, por supuesto, funcionó. Nada más alcanzar el exterior, Nicolás tiró a la mujer de un empellón y salió corriendo calle abajo. Atrás dejaba un herido grave, un atraco miserable y chapucero, media docena de testigos y una cámara de vídeo que lo había registrado todo, incluyendo el hecho de que Zarza no llevaba armas (extremo confirmado por el equipo de detección de metales de la entrada); que había intentado detener a Nicolás, y que por ello había sido abofeteada. Todo lo cual le vino muy bien a Zarza cuando, dos días después, decidió vender a su hermano; cuando fue a comisaría y le denunció, Zarza la chivata, como el autor del atraco y del disparo.
La ninfa Salmacis amaba con tal intensidad a su hermano adolescente que no quería separarse de él ni el más breve momento. Acabaron por fundirse la una en el otro, transmutados en una deidad híbrida llamada Hermafrodita. Esto es, perdieron su identidad y se convirtieron en algo monstruoso. Nicolás siempre sintió por Zarza esa pasión devoradora e ignorante de límites que experimentaba Salmacis por su hermano. Por su parte, Zarza también adoraba y necesitaba a Nico, pero en su caso había algo que la sacaba del encierro de la abstracción fraterna, y ese algo era Miguel. A Zarza le embargaba una ternura desordenada y dolorosa cuando pensaba en su hermano pequeño; amaba a Nicolás con su cabeza y con todo su cuerpo, pero su corazón era de Miguel.
En realidad, Nicolás y Zarza no eran estrictamente gemelos sino mellizos, es decir, no procedían del mismo óvulo. Zarza consideraba esta diferencia como una de las pocas circunstancias afortunadas que había tenido en su vida: pensaba que si hubiera tenido que añadir la identidad genética a todo lo demás, el vértigo fusional le hubiera resultado insoportable. Aun así, siempre ocuparon ellos dos, Zarza y Nicolás, una isla hermética y privada. Desde pequeñitos vivieron entregados el uno al otro, como náufragos en una situación desesperada. A Zarza le estremecía recordar que ambos habían conocido el mismo principio, los mismos latidos uterinos, el mismo mar desangre; que habían compartido la oquedad primigenia, el paraíso cavernario de la carne materna. De esa madre desesperada y depresiva que, sin embargo, seguramente les hizo sentirse felices en su vientre. Zarza y Nico siempre desearon vagamente regresar a aquel lugar, a esa cueva viscosa y sonrosada en donde fueron uno. Quizá todos los gemelos padezcan esta misma pulsión hacia los orígenes. Y quizá Nico y Zarza se refugiaran bajo la mesa del comedor para rememorar la panza original.