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El Corazon Del Tartaro

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El Corazon Del Tartaro
Название: El Corazon Del Tartaro
Автор: Montero Rosa
Дата добавления: 16 январь 2020
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– Perdona -balbució al aire.

Y salió del piso, rápida y callada, con andares furtivos de ladrona.

Un día, en la cárcel, yendo a la enfermería por una pequeña herida que se había hecho en el taller de maderas, Zarza escuchó sin querer lo que una de las asistentes sociales estaba comentándole a la auxiliar de clínica:

– Como lo de Sofía Zarzamala, esa que llaman Zarza, no veas la vida que dice ella que tiene, es una historia tártara, que si su hermano es subnormal, que si asesinaron a su madre, que si su padre abusaba de ella… El padre era el Zarzamala aquel que desapareció hace mucho tiempo, el del escándalo financiero, no sé si te acuerdas… Bueno, total, el colmo de las desgracias, hija; según ella le ha pasado de todo…

En ese momento las dos mujeres advirtieron la llegada de Zarza y callaron abruptamente, mientras la asistente social se encendía como un carbón al rojo. Se trataba de una chica muy joven; éste era su primer año de trabajo en prisiones, y era evidente que provenía de un medio tranquilo y protegido, de una pequeña vida rutinaria. Intentaba aparentar veteranía y un extenso conocimiento de la existencia, pero en realidad su ignorancia era monumental. Ahora bien, el convencimiento de la bísoñez y sin sustancia de la chica no atenuó el golpe que Zarza sintió al escuchar sus palabras. En primer lugar, ¿qué quería decir con eso de que su vida era «una historia tártara»? ¿Que no se la creía, que todo era un cuento? Ciertamente los súbditos de la Blanca eran los seres más mentirosos del planeta, pero para entonces ella ya llevaba limpia más de un año. Por otra parte, una de las inclinaciones naturales del preso es el fingimiento (la otra es la voluntad de fugarse), y talvez fuera por eso, por su condición de reclusa, por lo que la asistente social no la juzgaba digna de confianza. Fuera como fuese, estaba claro, en cualquier caso, que a la mujer no le parecía normal semejante cúmulo de desgracias.

Sin embargo, Zarza consideraba que su existencia no era en realidad nada extraordinaria. El mundo estaba lleno de historias tártaras, de realidades atroces y dolientes, de horrores tan redondos y completos que no nos cabían dentro de la cabeza. Porque los infiernos que podemos imaginar son siempre menos crueles que los auténticos. ¿Qué diría la asistente social, pensaba Zarza, de esos bebés de meses violados y desgarrados por sus propios padres; de esas madres aquejadas del mal de Munchausen, que hacen enfermar deliberadamente a sus propios hijos y les someten a decenas de operaciones quirúrgicas; de esa niña de Sierra Leona a la que amputaron los brazos y las piernas a machetazos, y aun así sonreía ala cámara (tumbada en una cama, un pedazo de carne cubierto de vendas y ortopedias), simplemente feliz de seguir viva? Por no hablar de los muchos ejemplos que había en la propia cárcel: terroristas casi adolescentes que el fanatismo había convertido en embrutecidas máquinas de matar; o emigrantes analfabetas que habían asfixiado con una bolsa de plástico al hijo recién parido y pataleante. Existían mil maneras de destrozarse la vida y cada cual podía encontrar su propia vía hacia la perdición.

Aunque, si se miraba bien, la asistente social tenía razón: eran todas ellas historias tártaras, historias de la barbarie y de los bárbaros, del Gengis Khan del Mal y la Derrota, de la violencia que aplasta a los pacíficos y el caos que desbarata los proyectos. La humanidad se había construido en una búsqueda milenaria de algo mejor, de un marco de convivencia más grande que la mísera medida individual; pero los mismos seres que eran capaces de imaginar el bien y la belleza destruían a renglón seguido sus propios logros con una ciega orgía de dolor. La historia de la humanidad era en realidad la historia de una traición. Tantos juramentos desmentidos, tantos proyectos abandonados, tantos sueños perdidos.

Eran historias tártaras, sin duda, porque hablaban del Tártaro, que era, según los griegos, la región más profunda y desesperada del infierno, el tenebroso lugar de los castigos, allí donde penaron los Titanes. Cerbero, el perro de las tres cabezas, guardaba los confines de ese lugar sombrío, el reino de la infelicidad y el sufrimiento; y Caronte, el barquero, te conducía a través de las aguas hasta tu perdición, ese Caronte que se confundía con tu destino, con tu voluntad, con tu cobardía, con todo lo que te había hecho ser lo que eras, y acabar donde estabas, y deshacerte. Y hundirte para siempre en las entrañas de tu Tártaro, de un averno a la medida de tus pesadillas.

Pero había algo aún peor que la incredulidad de la asistente social, y era el hecho de que esa recién llegada, esa pobre tonta primeriza, conociera tantos detalles sobre su vida. ¿Cómo se atrevía a asegurar que era ella misma, Zarza, quien decía esas cosas? Ella sólo recordaba haberle comentado algo a Teófila Díaz, la psiquiatra de la cárcel, así es que las palabras de la chismosa provocaron que Zarza detestara a la psiquiatra. El incidente le hizo darse plena cuenta de que, en una prisión, lo primero que se le arrebata al preso es su individualidad, el derecho a su intimidad, el control sobre su propia vida; que le reducen aun ser irresponsable, a un mero testigo de sí mismo, a un cuerpo presidiario que los demás ordenan: los funcionarios, el director de la cárcel, el médico, el Estado. De manera que, en la cárcel, todos parecen saber mucho más sobre uno que uno mismo, y no queda otro lugar de libertad que la retirada interior hasta el más remoto rincón del cerebelo, cavar una trinchera en la conciencia profunda, no hablar con nadie, no decir la verdad de lo que uno siente o piensa a nadie, no manifestarse, no existir externamente. Digamos que la última gran escuela de Zarza fue la cárcel; ahí aprendió a vivir sin Nicolás y sin amigos, sin objetos, sin memorias.

Aprendió a vivir incluso sin la Reina, aunque ésta abundaba en la prisión. Pero había algo, un dolor demasiado agudo para ser expresado, que impidió que Zarza regresara a la Blanca. Aislada y sin palabras, sola desde dentro y desde fuera, Zarza retomó sus antiguos libros de historia y aprendió a vivir casi sin vida. En ese estado cercano a lo vegetal se había mantenido durante cuatro años y medio, desde su salida de prisión. Hasta que había recibido la llamada de Nicolás y su estrecha pecera protectora se había roto.

Sin embargo al principio, cuando llegó a la cárcel, Teófila Díaz le había parecido a Zarza una persona interesante. Un día, Teófila le había contado el "Cuento del traidor". Curiosa coincidencia, puesto que luego la psiquiatra traicionaría a Zarza. Era una historia fascinante, un relato que, según la psiquiatra, formaba parte de Las mil y una noches. Cuando Zarza salió en libertad buscó el texto e investigó su origen. El cuento aparecía, efectivamente, en la traducción francesa de Galland de principios del siglo XVII, pero no debía de pertenecer al cuerpo original de Las mil y una noches, y por consiguiente no había sido incluido en la Zotemberg's Egyptian Recension. Probablemente fue una adición del propio Galland, como La lámpara de Aladino o Alí Babá y los cuarenta ladrones. Borges había tomado prestado el relato y lo había reescrito en su Historia universal de la infamia, con el título de "El traidor Mirval"; y era esta versión borgiana, ligeramente distinta de la contada por Teófila, la que Zarza prefería.

Mirval era un monarca sasánida que habitaba en las islas de la China. Su reino era una burbuja de bienestar y paz en mitad de un mundo atormentado. Mirval había tenido suerte: las islas eran ricas y pequeñas, todo el mundo tenía para comer, no existían rencillas entre sus habitantes. Por añadidura, el archipiélago estaba lo suficientemente lejos y a desmano como para que nadie quisiera conquistarlo. El reino de Mirval era un paraíso y Mirval era un rey extraordinariamente amado por sus súbditos. Porque la abundancia, en general, y los paraísos, en particular, suelen favorecer los buenos sentimientos. Mirval tenía esposa, cuatro concubinas y veintisiete hijos. Vivía en un hermoso palacio de mármol y malaquita; todas las mañanas paseaba a caballo con su visir, que era su hermanastro y amigo íntimo; cada dos días cenaba con los consejeros de la corte, opíparos banquetes que eran un mero pretexto para la diversión; y una vez a la semana presidía el desfile de la guardia real, de la que se sentía muy orgulloso: recios guerreros con pijamas de seda y alfanjes relucientes. Mirval se consideraba un buen rey y era feliz, porque pertenecía a esa clase de hombres pequeños y sin imaginación, dice Borges, que son capaces de soportar la dicha. Pero un día se presentó en el palacio un efrit, horroroso y tronante; había oído hablar de la felicidad del reino de Mirval y, siendo como era un genio maligno, tanta placidez le sacaba de quicio. Agarró al aterrado monarca del pescuezo y le comunicó que venía a quedarse una temporada; en ese mismo instante el alcázar quedó aislado del exterior porque todas las puertas y ventanas desaparecieron mágicamente, siendo reemplazadas por sólidos muros. En el salón del trono, sin embargo, había ahora una pequeña puerta de madera negra que antes no existía. El efrit explicó que esa puertecita debía permanecer cerrada y ordenó que no se acercara nadie. «"¡Ay de aquel que 'atraviese ese umbral!", dijo el genio. "Te lo advierto, Mirval: ésa es la puerta de tu infierno."»

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