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El Corazon Del Tartaro

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El Corazon Del Tartaro
Название: El Corazon Del Tartaro
Автор: Montero Rosa
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Corazon Del Tartaro - читать бесплатно онлайн , автор Montero Rosa

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– ¿Estás contento de que haya venido a verte? -preguntó Zarza.

– ¿Estás contenta de que haya venido a verte? -le devolvió Miguel.

No era una simple repetición, porque había cambiado el género del adjetivo. En realidad era una pregunta y esperaba respuesta.

– Claro. Estoy feliz, Miguel.

El chico volvió a sonreír sin mirarla, enfrascado en el alegre desorden de su cubo. Zarza le contempló casi con orgullo: era tan guapo. El pelo rojo y espeso, los ojos enormes, las pestañas rizadas, esos labios bien dibujados sobre los dientes blancos. Pero luego estaba su cuerpo rígido y engarabitado, su delgadez inverosímil. Había algo en él que no acababa de encajar, algo definitivamente anormal. Una inadecuación que se iba haciendo más evidente a medida que pasaban los años. Era un niño imposible, un adulto abortado.

– Miguel, ¿te acuerdas de Urbano?

Zarza se sorprendió a sí misma con la pregunta: se le había escapado labios abajo antes de pensarla. Miguel la miró de frente, la primera vez en toda la visita; luego empezó a bambolearse.

– Urbano no me quiere. Urbano no me quiere. Urbano no me quiere…

– Calla, ¡calla! Para, no te muevas… ¿Por qué dices eso? Urbano si que te quiere…

– No me quiere. Urbano es bueno y Miguel es malo y Zarza es mala. Urbano estaba muy enfermo. No me puede querer. No le curé.

– No, tú no eres malo. Fui yo quien le hizo daño a Urbano, tienes razón, mucho daño. Fue horrible lo que hice, pero yo también estaba enferma. Ahora nos hemos curado todos, Urbano y yo. Y él sabe que tú no tuviste la culpa, telo aseguro.

– No viene a verme porque no me quiere.

– No sabe dónde estás. Silo supiera, vendría a jugar contigo.

– Urbano no me quiere pero yo quiero a Urbano.

Miguel ya no se mecía, pero se le había ensombrecido la expresión. Zarza se maldijo por haber sacado el tema. Qué estupidez: estaba perdiendo por completo el control sobre sí misma. En realidad no sabía si el carpintero seguía viviendo en la ciudad. Porque vivo sí estaba, o eso suponía. Mientras Zarza se encontraba en la cárcel a la espera de juicio le llegó la noticia de que Urbano no había muerto tras la paliza. Ni había muerto ni la había denunciado; cuando le llevaron al hospital dijo que había sido agredido por un atracador al que no pudo ver. Estaba muy maltrecho, pero era un hombre fuerte y, al parecer, con el tiempo se repuso. Zarza no había vuelto a saber de él. En realidad, ni siquiera había vuelto a pensar en él hasta estas últimas horas. La memoria de Zarza era un volcán en súbita erupción y la lava producía una quemazón casi insoportable.

– Todo está bien con los colores tranquilos -dijo Miguel de pronto.

– ¿Qué colores?

– Los colores tranquilos que están dentro.

Zarza no le entendía. Sucedía a menudo: Miguel el Oráculo y sus frases herméticas. Uno de los internos revolvió su vaso de cacao y la cuchara tintineó contra el vidrio. Como el antiguo repiqueteo de las medicinas de la madre, o el solitario batir de los huevos al atardecer, en la eterna cocina de la infancia. El comedor de la Residencia tenía los techos demasiado altos y las luces demasiado pegadas al techo. Unas luces desagradables, ni lo suficientemente brillantes como para ser alegres ni lo suficientemente suaves como para resultar intimas. El ambiente poseía un matiz de irrealidad, un aura opresiva, la claustrofóbica sensación de algo ya vivido.

– Hora de dormir, amigos… -canturreó una de las auxiliares, una chica robusta empeñada en parecer simpática.

Y empezó a levantar mongólicos y a desdoblar las mohosas articulaciones de los ancianos.

– Venga, dale un besito de buenas noches a tu visita, y a la cama -dijo la mujer, agarrando a Miguel de un brazo.

Él dio un respingo y se soltó.

– No, no… se -apresuró a decir Zarza; la auxiliar debía de ser nueva. Miguel no es de los que besan… Vamos, que no me tiene que besar. Y no le gusta que le toquen. Es muy obediente, basta con que se lo digas de buenos modos.

– Ah, bueno, chico, perdona. Pues nada, príncipe, tú primero -dijo la cuidadora, señalando la salida.

Miguel agachó la cabeza, cogió su cubo y se levantó dócilmente.

– Adiós, adiós. Volveré pronto a verte. Que duermas bien.

Contempló a su hermano mientras se marchaba: casi tan guapo como un efebo, casi tan repulsivo como un monstruo. Los romanos llamaban delicias a los muchachitos que servían de entretenimiento al César. Zarza sintió náuseas y un intenso dolor en el corazón, que por alguna razón parecía haberse desplazado hasta una zona cercana a la garganta. Se llevó la mano al cuello y se esforzó en seguir respirando. Había recuerdos impensables, recuerdos literalmente imposibles. No hay mayor infierno que el de odiarse a uno mismo.

Una mañana, pocos días después de haber conseguido las pistolas en la tienda de la vieja, tras haber pasado los dos una noche terrible e interminable, sin dinero, sin nada que vender, torturados por la añoranza de la Reina y sintiéndose tan desesperados como enfermos, Nico decidió pasar a la acción.

– Es muy fácil. Entramos en el banco de la esquina, sacamos las pistolas, yo le apunto al guardia, tú al cajero, agarras el dinero y nos largamos.

– ¡Pero si no se puede entrar con objetos de metal! Hay esas puertas dobles con arcos detectores…

– Qué va, en ese banco son muy confiados, abren a todo el mundo aunque la alarma pite, tú lo sabes…

– ¡Pero es que en esa oficina nos conocen!

– Pues por eso. Mejor. Así nos abrirán.

Era el banco del barrio, y sólo la extremada angustia que produce la Blanca podría justificar que se les ocurriera la insensatez de atracar a unos vecinos, a unos individuos demasiado cercanos que tarde o temprano acabarían por localizarles. Pero la Reina tiene esos efectos: calcina la capacidad pensante de sus súbditos.

De manera que Nicolás cogió la Browning de 9 mm y trece tiros y se la metió en el cinturón, oculta por la chaqueta; y Zarza abrió su bolso y guardó el pequeño Colt que su hermano le había dado. Lo guardó con toda repugnancia, horrorizada. Convencida de que caminaban hacia la catástrofe.

– No lo hagamos, Nicolás. No podemos hacer esto. ¿Qué quieres, atracar un banco como en las películas? Esto es una pesadilla. No lo hagamos.

– La vida sí que es una pesadilla, Zarza, una puta pesadilla de la que no hay manera de despertarse. Y si no atracamos el banco, ¿qué hacemos? ¿Qué vas a hacer dentro de tres horas, eh? ¿Y esta noche, y mañana? ¿Cómo vas a aguantar? ¿Cómo vamos a aguantar, maldita sea?

Nico zarandeaba a Zarza mientras decía esto, la sacudía por un brazo mientras blandía la pistola con la otra mano, se la había sacado del cinturón y la agitaba en el aire como un poseso; tal vez ahora se le escape un tiro y me mate, sería una solución, pensaba Zarza casi sin pensar, no como quien hace una reflexión, sino como quien contempla con cierta desgana una mala representación teatral. Pero no, las cosas no podían terminar tan fácilmente. Nico gruñó todavía un poco más y luego volvió a meterse la Browning en el cinto.

– Basta ya de tonterías. Vámonos.

Salieron de la casa, Nicolás primero y Zarza después, caminando a la zaga de su hermano tan callada y sumisa como una oveja. Pero al pasar junto al contenedor de basura, ya en la calle, Zarza ejecutó un acto inconcebible, un gesto irreflexivo dictado por el miedo: sacó el revólver del bolso y lo arrojó dentro del recipiente. Fue un movimiento rápido, discreto; nadie pareció advertirlo y tampoco su hermano, que caminaba unos pocos pasos por delante. En ese momento, Nico se volvió:

– ¡Date prisa! ¿Por qué vas rezagada?

Zarza apretó la marcha; temblaba visiblemente, pero eso le sucedía muchas veces desde que estaba en manos de la Blanca.

– Ya voy…

Subieron por la calle hasta llegar a la glorieta. Ahí, en la esquina de enfrente, estaba el banco. Se trataba de una oficina pequeña, con tan sólo tres o cuatro empleados. Era un barrio malo y una calle mala, el corazón podrido de la ciudad vieja; años atrás el banco había sufrido varios robos seguidos y desde entonces tenían un guardia jurado, además de los sistemas habituales de protección. Pero hacía mucho que las cosas parecían estar en calma y, como siempre sucede en los tiempos de bonanza, los procedimientos de seguridad se habían relajado. Era cierto lo que Nico decía: a menudo abrían sin más a los clientes.

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