El Corazon Del Tartaro
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Pero, ¿por qué no le gritaba? ¿Por qué no la pegaba? ¿Cómo podía ser tan asquerosamente bueno? Zarza le arrojó la cartera a la cara. El billetero dio en la mejilla de Urbano y luego cayó al suelo. El hombre se agachó a recogerlo, un tipo grande que doblaba su maciza anatomía con torpeza. El primer golpe le hirió en lo alto de la cabeza, derrumbándole de bruces en el suelo. Intentó levantarse y otros dos mazazos, en la espalda y la nuca, le derribaron. Ya no se movía, pero Zarza seguía machacando el cuerpo inerte en un paroxismo de violencia. Al cabo, su propio agotamiento la detuvo. Se miró las manos, jadeante, y vio que aún sostenía el pie de la lámpara de la mesilla, ese hermoso pie de madera torneada que Urbano había fabricado para ella. Goteaba sangre y Zarza lo soltó, horrorizada. En el suelo, el hombre no era más que un cuerpo roto. Un ruido extraño, un lastimoso hipido, sacó a Zarza de su estupor: en el quicio de la puerta estaba Miguel, pálido y tembloroso. Hacía bascular su peso de una pierna a la otra y se golpeaba desmañadamente los ojos con las manos abiertas, como si quisiera no ver. Pero veía. Zarza se agachó, recogió el billetero y agarró a su hermano por un brazo. El muchacho chilló como una gaviota.
– ¡Déjate de tonterías! Tenemos que irnos -gritó Zarza.
Y salió a toda prisa de la casa arrastrando tras de sí al trémulo Miguel, que iba dando tropezones y repitiendo la palabra cama para sí, «cama-cama-cama», como en una letanía o un conjuro, quién sabe si añorando el urgente refugio de su lecho, «cama-cama», o tal vez intentando convencer a la realidad de que no era real, de que todos estaban acostados y lo que acababa de suceder era un mal sueño.
Zarza pensó que ahora su hermano podría matarla con su propia pistola, cerrando así el círculo de inquietantes simetrías fraternales. ¿Creía de verdad Zarza que Nicolás seria capaz de disparar contra ella? Puede que sí. Zarza sabía que Nico era un hombre extremadamente apasionado. Conocía su capacidad de odiar y la obsesión con la que cultivaba sus sentimientos. Si algo le importaba lo suficiente, Nicolás carecía de medida. Y Zarza siempre le había importado mucho. Tal vez demasiado.
Y aún hay algo más: Zarza creía que su gemelo podría asesinarla porque ella misma se consideraba indigna de vivir. Por eso ahora, mientras recuperaba el resuello apoyada en la pared, toda revuelta aún por el recuerdo de la musiquilla y los miedos oscuros de la infancia, había una parte de ella que decía: «Ríndete, regresa allí y acaba.» Pero, aun a su pesar, Zarza era una superviviente por naturaleza. Sus células más humildes y recónditas estaban empeñadas en seguir existiendo. Sus pestañas. Sus uñas. Las elegantes hélices de su ADN. Respirar y seguir. Respirar y amansar el aliento alborotado. Seguir adelante y decidir una estrategia. «Y ahora, qué. Ahora qué».
Ahora necesitaba ver a Miguel. Era extraordinario, porque su hermano pequeño no podría solucionarle nada; esto es, nada concreto que mejorara la situación de Zarza, que le ayudara en su huida, que calmara la furia vengativa de Nicolás. Y, sin embargo, Zarza sentía que había en juego otras cosas, ciertos misterios últimos, algo más importante incluso que la posibilidad de morir o matar. Unas tinieblas que era necesario iluminar porque de esa negrura nacía todo.
Iban a dar las ocho de la tarde y a las nueve solían acostar a los asilados, así es que Zarza tenía que apresurarse. Cogió un taxi y ni siquiera se molestó en hacer los cambios rutinarios de vehículo para despistar a su posible perseguidor. Cuando llegó a la Residencia era noche cerrada y había tan poca gente por la calle que parecía mucho más tarde. Llamó a la puerta y abrió la misma enfermera de por la mañana. ¿Pero qué interminables turnos hacían estas personas? Se la veía de mucho peor humor, en cualquier caso.
– ¡Señorita Zarzamala! Ahora no es un buen momento para venir, los muchachos están cenando, les distrae cualquier cosa…
La enfermera llamaba muchachos a todos los residentes, incluyendo al viejo matusalénico que imprecaba a los cielos.
– Lo siento, pero tengo que ver a mi hermano. Sé que todavía es hora de visita…
– Sí, sí, pero, en fin… Bueno, pase usted… Y luego querrán que los muchachos estén tranquilos y arreglados, con este desorden de visitas…
La guió por el pasillo, refunfuñando, y la dejó en la puerta del comedor. Era una habitación grande construida con la suma de tres pequeñas: en las paredes se veían las marcas de los antiguos muros derribados. A la mesa, larga y con forma de U, cubierta con un hule de florecitas, se sentaba una quincena de asilados, todos aquellos que podían valerse por sí mismos. De pie dentro de la U, un par de auxiliares se afanaban por atender a los comensales: servían los platos, ponían orden, limpiaban barbillas, ayudaban a coger los pedazos de comida demasiado huidizos. Los cubiertos, así como la vajilla y los vasos, eran de plástico, lo cual no facilitaba las maniobras. Pero evitaba accidentes enojosos, como aquel protagonizado por una anciana que, años atrás, le clavó un tenedor en el muslo a su vecina de mesa. Miguel se encontraba en una esquina. Siempre le gustaron los extremos. Prefería permanecer lo más aislado posible de los demás.
Zarza arrastró una silla y se sentó junto a él. Su hermano estaba comiendo macarrones gratinados con los dedos y ni siquiera levantó la cabeza para mirarla.
– Hola, Miguel.
El chico no dijo nada, pero colocó un macarrón sobre el hule, frente a Zarza. Ella lo cogió con cierta repugnancia y se lo comió. Estaba frío y gomoso. Casi todos los residentes habían terminado ya de cenar; Miguel adoraba los macarrones y se los había guardado golosamente para el final, incluso para después del cacao con leche.
– Hummm, muchas gracias, Miguel.
Su hermano puso otros dos macarrones en el hule pringoso.
– Gracias, mmm, qué ricos, pero ya no me des más, no quiero más, cómetelos tú, yo no tengo más hambre…
Miguel echó una rápida ojeada a Zarza, sonrió un poco y siguió comiendo. Estaba contento de verla, eso era evidente.
– Ya te dije que no me iba a ir, ¿lo ves? He venido para que te quedes tranquilo. No te voy a abandonar nunca más.
Aunque, en realidad, ¿a quién quería tranquilizar Zarza con esa visita, a su hermano pequeño o a sí misma? Había algo poderoso y confuso que impulsaba a Zarza hacia Miguel, algo a medio camino entre el sufrimiento y el alivio, como cuando la lengua se va sola hacia la encía hinchada sobre una muela a punto de salir. Duele al apretar, porque la carne se rompe; pero también consuela, porque, cuanto antes quede libre el diente, antes acabará el tormento. En el regazo, sobre los muslos cerrados y apretados como las piernas de una púdica doncella, Miguel guardaba el Rubik, deshecho en un revoltijo de colores.
– Ah, tienes ahí tu cubo… -dijo Zarza, cogiéndolo. Miguel se lo arrebató de las manos.
– Es mío.
– Lo sé, lo sé…Me gusta. Es bonito. Cambia todo el rato. Lo sé. Es un juguete precioso.
Miguel daba vueltas al azar a los cuadraditos con sus dedos pálidos y arácnidos, y el objeto, en efecto, se transformaba de un instante al otro. No recordaba Zarza el número exacto de posiciones que podía tener el maldito cubo, era una cifra imposible y extraordinaria, quintillones de combinaciones de las cuales sólo una albergaba la solución; esto es, la homogeneidad de los colores, el orden, la armonía, la calma primigenia antes del caos. Zarza odiaba esa desalentadora abundancia de posibilidades. Que fuera tan difícil atinar y tan fácil perderse. Se sentía por completo incapaz de pastorear los cuadrados de colores hasta su posición primera, de la misma manera que había sido incapaz de ordenar su propio destino. En realidad, Zarza se consideraba un fracaso existencial; no sólo no sabía ser feliz, un conocimiento que pocos poseían, sino que ni siquiera sabía vivir la vida más simple y más estúpida. En esto era más inútil que un niño, más inepta que un tonto. Más inhábil que Miguel, el tonto de la familia, como decía Nico. Aunque Miguel no era tonto. Era puro y distinto.