El Corazon Del Tartaro
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Siguió dando la vuelta al chalet y comprobó que todas las ventanas estaban cerradas y con rejas. Lo de las rejas era un añadido reciente: debía de haberlas instalado su hermana para proteger la propiedad. Entonces se le ocurrió que Martina podría haber cambiado también el cerrojo de entrada. Era algo muy posible, y Zarza se maldijo por no haberlo pensado antes. Apretó el paso, convencida de que el lugar estaba vacío y deseosa de probar suerte. Tanteó en la oscuridad del porche; la pistola era un fastidio, pesaba y abultaba en la mano y ahora entorpecía además la acción de abrir. La depositó en el suelo, entre sus pies, y luego volvió a localizar a ciegas la cerradura e introdujo la delgada y larga llave en el agujero. Funcionó. Recogió prudentemente el arma, dio un pequeño empujón y abrió la hoja. Una bocanada de aire rancio le golpeó la cara. Olía a cañerías viejas y humedad. Zarza no había llegado a ver con anterioridad la casa familiar sin muebles, y la desnudez de las habitaciones le pareció impúdica e inquietante, tan desagradable de contemplar como la humillación ajena. Aunque en realidad la casa no estaba del todo vacía y eso empeoraba la situación; en un cuarto quedaba una silla coja, en otro un somier sin colchón, en el de más allá una alfombra polvorienta. Por las ventanas, a través de las rejas, entraba el lejano resplandor anaranjado de las farolas de la calle, tiñendo la penumbra de un fantasmal matiz amarillento. Así, a oscuras y sin amueblar, la casa parecía mucho más grande y casi desconocida. O peor: era un lugar conocido pero deforme, como a menudo sucede con las casas propias cuando se nos cuelan en las pesadillas. Zarza iba de pieza en pieza, aturullada y equivocando a veces el camino, tan distinto y confuso le resultaba todo. Éste era el cuarto de juegos, no, era el comedor de los niños. Y en aquella gran estancia inundada de sombras había estado la habitación de su madre. Parecía increíble que ese espacio ahora vacío y desabrido hubiera sido el escenario de tanto misterio. Recordaba Zarza el sobrecogimiento que siempre experimentaba cuando se acercaba al dormitorio materno: voces en susurros, pasos sigilosos, el ligero tintineo de una cucharilla revolviendo medicinas en un vaso. Y al fondo, arrimado a la pared, el amplísimo lecho, ese templo secreto en donde Zarza fue engendrada, ese blando sepulcro en donde mamá murió, o se suicidó, o fue asesinada. El único lugar en donde su padre había instalado persianas era en su propio despacho; el resto de la casa tenía contraventanas de madera, pero ahora estaban todas abiertas y desencajadas, medio desprendidas de sus goznes; la luz exterior se colaba sin impedimentos por los sucios cristales, marcando el siniestro perfil de los barrotes. La casa era una cárcel. Zarza entró en la sala, grande y rectangular, con una chimenea de mármol en uno de los muros más pequeños. En el hogar había ceniza, astillas, ramas a medio quemar, dos calcetines viejos chamuscados, una lata vacía y manchada de hollín. Recordó borrosamente que, en algún momento de su abandono, la casa había sido asaltada por vagabundos; tal vez Martina hubiera puesto las rejas a raíz de aquello. Y esos extraños habrían comido y dormido allí, ignorantes del pasado del lugar. Ignorantes del rico arroz con leche que preparaba la tata Constanza, que fue la que más duró dentro de la vertiginosa sucesión de criadas, o al menos la única memorable; ignorantes del seco olor a fiebre de mamá, y de las manos frías de papá, y de esa música china que en realidad no era china y que Nico y ella escuchaban protegidos por la mesa del comedor. Que era la misma mesa sobre la que forraban, cada otoño, los libros de texto, ateridos por la tristura del invierno creciente. Esos vagabundos, en fin, se habían metido hasta las entrañas de su infancia, como buitres picoteando una res muerta. Zarza sacudió la cabeza con brusquedad intentando ahuyentar la desagradable imagen y entonces advirtió, con el rabillo del ojo, que algo se movía en la habitación.
Dio un salto hacia atrás y un alarido. Y se encontró mirándose a si misma, paralizada del susto y sin aliento, en el espejo de la pared de enfrente. Era el espejo de siempre, el del marco de caoba, ahora con el azogue turbio y empañado. Estaba colocado junto a la puerta de entrada de la sala, de cara a las ventanas, y su padre solía echarse ahí un vistazo final antes de salir. Ahora se daba cuenta Zarza de que la última imagen que guardaba de su padre, antes de que se fuera para siempre jamás, fue uno de esos vistazos a medias satisfechos y retadores. Porque su padre se miraba a sí mismo a los ojos: estrechamente, inquisitivamente, como si se estuviera midiendo o reconociendo. Aquel día, tantos años atrás, el padre se miró en ese espejo, primero de frente y después de escorzo. Para entonces ya estaba bastante calvo y los ojos se le habían enrojecido, esos ojos árabes de los que siempre se sintió tan orgulloso, o más bien ojos tártaros, mongoles, ardientes ojos bárbaros de oscuridad oriental. Aquel día Zarza le vio mirarse, pues, y darse unos tironcitos a las mangas de la camisa. Y luego salió por la puerta sin despedirse y desapareció para siempre en el ancho mundo.
La casa era un sepulcro, pensó Zarza. De pie en mitad de la sala, percibía a su alrededor el agobiante laberinto de las demás habitaciones. Su antiguo hogar era un sucio desorden de espacios cuadrangulares y vacíos. Como un cubo de Rubik entregado al caos. Como una de esas pesadillas geométricas que arden en el interior de nuestros cerebros cuando la fiebre nos devora. Teófila Díaz, la psiquiatra, le dijo años atrás que soñar con la casa de la infancia era una representación del propio subconsciente. Zarza detestaba a la doctora Díaz, pero aquello se le había quedado extrañamente grabado; y ahora desde luego sentía que la casa era su propio cerebro troceado, un hervor de monstruos personales. Experimentó un repentino vértigo que hizo bailar las esquinas del cuarto. Dejó la pistola sobre la repisa de la chimenea; le sudaban las manos, tiritaba. Hacía mucho frío y al respirar iba soltando pequeñas nubes de vapor en el aire mohoso.
Entonces lo escuchó. Aunque al principio simplemente creyó que estaba loca. Escuchó el repiqueteo de las notas en la penumbra, esos sonidos limpios y pequeños, tan agudos como un cristal fino que se rompe. «Es el delirio-se dijo-,escucho cosas.» Y ese primer pensamiento se agarró a su nuca como una mano helada, llenando de pavor su corazón.
Pero el tintineo continuaba, horriblemente real en apariencia. Haciendo un colosal esfuerzo de voluntad, Zarza consiguió mover su cuerpo agarrotado en dirección al sonido. Abandonó la sala caminando despacio, muy despacio, un pie delante del otro, con esa agónica dificultad para desplazarse que a menudo acomete en los malos sueños; y cruzó el pasillo y se acercó al despacho de su padre, una habitación en la que todavía no había entrado. La puerta estaba entornada y el interior muy oscuro, a causa de las persianas rotas; y por el filo abierto se deslizaba, nítida y saltarina, la antigua melodía, esa música china que no era china y que parecía salir de los infiernos. Tenía que estar ahí dentro, en el despacho; sin duda estaba ahí la vieja caja de música que ella creía perdida. Y, de alguna manera, la presencia misma de su antiguo juguete le horrorizó aún más que el hecho evidente de que alguien (y quién, sino Nico) había tenido que accionar la caja. El soniquete proseguía imperturbable, emergiendo desde los abismos de la memoria e inmovilizando a Zarza en una jaula de notas. Tengo que hacer algo, pensó, mientras se sentía caer hacia el pasado: tengo que extender la mano y empujar la puerta entornada para abrirla, para ver quién está ahí dentro, para ver qué me espera. Pero las tinieblas se pegaban al borde de la hoja como una sustancia viscosa y maligna, mientras la musiquilla desgranaba sus obsesivas notas. Una ola de puro terror golpeó a Zarza, dejándola sin voluntad y sin raciocinio. Terror hacia algo innombrable que la estaba esperando dentro del despacho; algo que ella no sabía definir pero que era peor que la venganza de su hermano, peor que su propia muerte. Un infierno a su medida. La negrura del Tártaro.