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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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En algunas partes aún había algo de nieve. Me detuve en un par de granjas que me parecieron idóneas y hablé con los granjeros, pero todos inventaban excusas y ponían objeciones.
He sido demasiado bueno con esta gente, me decía mentalmente a mí mismo, ya va siendo hora de mostrarme duro. La dureza, sin embargo, va reñida con mi carácter. A unos quince kilómetros del pueblo había una hondonada que conocía uno de mis secretarios. La fuimos a ver. No estaba mal. Era un sitio apartado, lleno de pinos, de tierra oscura. La parte baja de la hondonada estaba cubierta de matojos de hojas carnosas. Según mi secretario, en primavera había gente que iba allí a cazar conejos. El sitio no estaba alejado de la carretera. Cuando volvimos a la ciudad ya había decidido lo que se tenía que hacer.
A la mañana siguiente fui personalmente a buscar al jefe de policía a su casa. En la acera, frente a mi oficina, se concentraron ocho policías, a los que se añadieron cuatro de mis hombres (uno de mis secretarios, mi chofer y dos administrativos) y dos granjeros voluntarios que estaban allí porque simplemente deseaban participar. Les dije que actuaran con eficiencia y que regresaran a mi oficina para informarme de lo acontecido. Aún no había salido el sol cuando se marcharon.
A las cinco de la tarde volvió el jefe de policía y mi secretario.
Parecían cansados. Dijeron que todo había salido según lo planeado. Fueron a la antigua curtiduría y salieron del pueblo con dos brigadas de barrenderos. Caminaron quince kilómetros.
Salieron de la carretera y se dirigieron con paso cansino a la hondonada. Y allí había sucedido lo que tenía que suceder.
¿Hubo caos? ¿Reinó el caos? ¿Imperó el caos?, les pregunté. Un poco, contestaron ambos con actitud mohína, y preferí no profundizar en ese asunto.
A la mañana siguiente se repitió la misma operación, sólo que con algunos cambios: en vez de dos voluntarios contamos con cinco, y tres policías fueron sustituidos por otros tres que no habían participado en las tareas del día anterior. Entre mis hombres también hubo cambios: envié al otro secretario y no mandé a ningún administrativo, aunque siguió en la comitiva el chofer.
A media tarde desaparecieron otras dos brigadas de barrenderos y por la noche envié al secretario que no había estado en la hondonada y al jefe de bomberos a organizar cuatro nuevas brigadas de barrenderos entre los judíos griegos. Antes de que anocheciera fui a dar una vuelta por la hondonada. Tuvimos un accidente o un cuasiaccidente y nos salimos de la carretera. Mi chofer, lo noté rápidamente, estaba más nervioso de lo usual.
Le pregunté qué le ocurría. Puedes hablarme con franqueza, le dije.
– No lo sé, excelencia -respondió-. Me siento raro, debe ser por la falta de sueño.
– ¿Es que no duermes? -le dije.
– Me cuesta, excelencia, me cuesta, sabe Dios que lo intento, pero me cuesta.
Le aseguré que no tenía nada de que preocuparse. Después volvió a meter el coche en la carretera y seguimos el viaje.
Cuando llegamos cogí una linterna y me interné por aquel camino fantasmal. Los animales parecían haberse retirado de pronto del área que circundaba la hondonada. Pensé que a partir de ese momento aquél era el reino de los insectos. Mi chofer, un poco renuente, iba detrás de mí. Lo oí silbar y le dije que se callara. La hondonada a simple vista estaba igual que como la vi por primera vez.
– ¿Y el agujero? -pregunté.
– Hacia allá -dijo el chofer indicando con un dedo uno de los extremos del terreno.
No quise realizar una inspección más minuciosa y volví a casa. Al día siguiente mi pelotón de voluntarios, con las variantes de rigor que yo, por cuestión de higiene mental, había impuesto, volvió al trabajo. Al final de la semana habían desaparecido ocho brigadas de barrenderos, lo que hacía un total de ochenta judíos griegos, pero tras el descanso dominical surgió un nuevo problema. Los hombres empezaron a resentir la dureza del trabajo. Los voluntarios de las granjas, que en algún momento alcanzaron la cifra de seis hombres, se redujeron a uno.
Los policías del pueblo alegaron problemas nerviosos y cuando traté de arengarlos efectivamente me di cuenta de que el estado de sus nervios ya no daba para mucho más. La gente de mi oficina se mostró renuente a seguir siendo parte activa de las operaciones o cayeron de improviso enfermos. Mi propia salud, lo descubrí una mañana mientras me afeitaba, colgaba de un hilo.
Les pedí, no obstante, un último esfuerzo, y aquella mañana, con notable retraso, sacaron a otras dos brigadas de barrenderos rumbo a la hondonada. Mientras los esperaba me fue imposible trabajar. Lo intenté, pero no pude. A las seis de la tarde, cuando ya estaba oscuro, regresaron. Los oí cantar por las calles, los oí despedirse, comprendí que la mayoría estaban borrachos.
No los culpé.
El jefe de policía, uno de mis secretarios y mi chofer subieron a la oficina donde los aguardaba envuelto en los más oscuros presagios. Recuerdo que se sentaron (el chofer permaneció de pie, junto a la puerta) y que no fue necesario que dijeran nada para que yo comprendiera cuánto y en qué medida los erosionaba la tarea encomendada. Habrá que hacer algo, dije.
Esa noche no dormí en casa. Di un paseo por el pueblo, en silencio, mientras mi chofer conducía fumando un cigarrillo que yo mismo le había obsequiado. En algún momento me quedé dormido en el asiento trasero de mi coche, envuelto en una manta, y soñé que mi hijo gritaba adelante, ¡adelante!, ¡siempre hacia adelante!
Me desperté entumecido. Eran las tres de la mañana cuando me presenté en la casa del alcalde. Al principio nadie me abrió y casi eché la puerta abajo a patadas. Luego oí unos pasitos vacilantes. Era el alcalde. ¿Quién es?, dijo con voz que yo figuré era la de una comadreja. Esa noche hablamos hasta que amaneció. El lunes siguiente, en vez de salir con las brigadas de barrenderos fuera del pueblo, los policías se dedicaron a esperar la aparición de los niños futbolistas. En total, me trajeron quince niños.
Hice que los introdujeran en la sala de actos de la alcaldía y hacia allá me dirigí acompañado de mis secretarios y de mi chofer. Cuando los vi, tan sumamente pálidos, tan sumamente flacos, tan sumamente necesitados de fútbol y de alcohol, sentí piedad por ellos. Más que niños parecían, allí, inmóviles, esqueletos de niños, esbozos abandonados, voluntad y huesos.
Les dije que habría vino para todos ellos y también pan y salchichas. No reaccionaron. Les repetí lo del vino y la comida y añadí que probablemente algo habría también para que pudieran llevar a sus familias. Interpreté su silencio como una respuesta afirmativa y los envié a la hondonada a bordo de un camión, acompañados por cinco policías y un cargamento de diez fusiles y una ametralladora que, según me habían informado, se encasquillaba a las primeras de cambio. Luego ordené que el resto de la policía, acompañada por cuatro campesinos armados a quienes obligué a participar so pena de denunciar sus estafas continuadas al Estado, trasladara a la hondonada a tres brigadas completas de barrenderos. También di órdenes de que aquel día no saliera de la antigua curtiduría ningún judío, bajo ningún pretexto.
A las dos de la tarde regresaron los policías que habían conducido a los judíos a la hondonada. Comieron todos en el bar de la estación y a las tres ya iban otra vez camino a la hondonada escoltando a otros treinta judíos. A las diez de la noche volvieron todos, los escoltas y los niños borrachos y los policías que a su vez habían escoltado e instruido en el manejo de armas a los niños.
Todo había ido bien, me contó uno de mis secretarios, los niños trabajaban a destajo, y los que querían mirar miraban y los que no querían mirar se apartaban y volvían cuando ya todo había terminado. Al día siguiente, hice correr la voz entre los judíos de que estaba trasladándolos a todos, en pequeños grupos debido a nuestra falta de medios, a un campo de trabajo habilitado para su estancia. Luego hablé con un grupo de madres polacas, a quienes no me costó mucho tranquilizar, y supervisé desde mi oficina dos nuevos envíos de judíos rumbo a la hondonada, cada grupo compuesto por veinte personas.