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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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– ¿Y la otra mitad? -dijo el secretario.
– Si son solidarios, cada judío compartirá su manta con otro, si no, es asunto suyo, yo más no puedo hacer -dije.
Cuando volví a mi oficina noté que las calles del pueblo lucían más limpias que nunca. El resto del día transcurrió de manera normal, hasta que por la noche recibí una llamada de Varsovia, de la Oficina de Asuntos Judíos, un organismo cuya existencia, hasta ese momento, desconocía. Una voz que tenía un marcado tono adolescente me preguntó si era verdad que yo tenía a los quinientos judíos griegos. Le dije que sí y añadí que no sabía qué hacer con ellos, pues nadie me había avisado de su llegada.
– Parece que ha habido un error -dijo la voz.
– Eso parece -dije yo, y me quedé en silencio.
El silencio se prolongó un buen rato.
– Ese tren tenía que descargar en Auschwitz -dijo la voz de adolescente-, o eso creo, no lo sé muy bien. Espere un momento.
Durante diez minutos me mantuve con el aparato pegado a la oreja. En ese intervalo de tiempo apareció mi secretaria con unos papeles para que yo los firmara y uno de mis secretarios con un memorándum sobre la pobre producción de leche de nuestra región y el otro secretario, que quiso decirme algo pero yo lo mandé a callar y que escribió en un papel lo que tenía que decirme: patatas robadas a Leipzig por sus propios cultivadores.
Lo que me sorprendió mucho, pues esas patatas habían sido cultivadas en granjas alemanas, por gente que se acababa de establecer en la región y que procuraba mantener un comportamiento ejemplar.
¿Cómo?, escribí en el mismo papel. No lo sé, escribió el secretario debajo de mi pregunta, posiblemente falsificando hojas de embarque.
Sí, no sería la primera vez, pensé, pero no mis campesinos.
E incluso si fueran ellos los culpables, ¿qué podía hacer? ¿Meterlos a todos en la prisión? ¿Y qué iba a ganar con ello? ¿Dejar que las tierras quedaran abandonadas? ¿Ponerles una multa y empobrecerlos aún más de lo que ya estaban? Decidí que no podía hacer eso. Investigue más, escribí bajo su mensaje. Y luego escribí: buen trabajo.
El secretario me sonrió, levantó la mano, movió los labios como si dijera Heil Hitler y se marchó de puntillas. En ese momento la voz adolescente me preguntó:
– ¿Sigue usted ahí?
– Aquí estoy -dije.
– Mire, tal como está la situación no disponemos de transporte para ir a buscar a los judíos. Administrativamente pertenecen a la Alta Silesia. He hablado con mis superiores y estamos de acuerdo en que lo mejor y más conveniente es que usted mismo se deshaga de ellos.
No respondí.
– ¿Me ha entendido? -dijo la voz desde Varsovia.
– Sí, le he entendido -dije.
– Pues entonces todo está aclarado, ¿no es así?
– Así es -dije yo-. Pero me gustaría recibir esta orden por escrito -añadí. Escuché una risa cantarina al otro lado del teléfono.
Podía ser la risa de mi hijo, pensé, una risa que evocaba tardes de campo, ríos azules llenos de truchas y olor a flores y pasto arrancado con las manos.
– No sea usted ingenuo -dijo la voz sin la más mínima arrogancia-, estas órdenes nunca se dan por escrito.
Esa noche no pude dormir. Comprendí que lo que me pedían era que eliminara a los judíos griegos por mi cuenta y riesgo.
A la mañana siguiente, desde mi oficina, llamé al alcalde, al jefe de bomberos, al jefe de policía y al presidente de la Asociación de Veteranos de Guerra, y los cité en el casino del pueblo.
El jefe de bomberos me dijo que no podía ir porque tenía una yegua a punto de parir, pero le dije que no se trataba de una partida de dados sino de algo mucho más urgente. Quiso saber de qué iba el asunto. Lo sabrás cuando nos veamos, le dije.
Cuando llegué al casino todos estaban allí, alrededor de una mesa, escuchando los chistes de un viejo camarero. Sobre la mesa había pan caliente recién salido del horno y mantequilla y mermelada. Al verme, el camarero se calló. Era un hombre viejo, de corta estatura y extremadamente delgado. Tomé asiento en una silla vacía y le dije que me sirviera una taza de café.
Cuando lo hubo hecho le pedí que se marchara. Después, en pocas palabras, les expliqué a los demás la situación en que nos encontrábamos.
El jefe de bomberos dijo que había que llamar de inmediato a las autoridades de algún campo de prisioneros donde aceptaran a los judíos. Dije que ya había hablado con un tipo de Chelmno, pero él me interrumpió y dijo que debíamos ponernos en contacto con un campo de Alta Silesia. La discusión se fue por esos derroteros. Todos tenían amigos que conocían a alguien que a su vez era amigo de, etcétera. Los dejé hablar, tomé mi café tranquilamente, partí un pan por la mitad y lo unté con mantequilla y me lo comí. Después le puse mermelada a la otra mitad y me la comí. El café era bueno. No era como el café de antes de la guerra, pero era bueno. Cuando terminé les dije que todas las posibilidades habían sido tenidas en cuenta y que la orden de deshacerse de los judíos griegos era tajante. El problema es cómo, les dije. ¿Se les ocurre a ustedes alguna manera?
Mis comensales se miraron los unos a los otros y nadie dijo una palabra. Más que nada para romper el incómodo silencio le pregunté al alcalde qué tal seguía de su resfriado. No creo que sobreviva a este invierno, dijo. Todos nos reímos, pensando que el alcalde bromeaba, pero en realidad lo había dicho en serio.
Después estuvimos hablando sobre cosas del campo, unos problemas de lindes que tenían dos granjeros a causa de un riachuelo que, sin que nadie pudiera dar una explicación convincente acerca del fenómeno, de la noche a la mañana había cambiado de cauce, unos diez metros inexplicables y caprichosos, que incidían en los títulos de propiedad de dos granjas vecinas cuya frontera la marcaba el dichoso riachuelo. También fui preguntado por la investigación sobre el cargamento de patatas desaparecidas.
Le quité importancia al asunto. Ya aparecerán, dije.
A media mañana volví a mi oficina y los niños polacos ya estaban borrachos y jugando al fútbol.
Dejé pasar dos días más sin tomar ninguna determinación.
No se me murió ningún judío y uno de mis secretarios organizó con éstos tres brigadas de jardinería, además de las cinco brigadas de barrenderos. Cada brigada estaba compuesta por diez judíos y, aparte de adecentar las plazas del pueblo, se dedicaron a desbrozar algunos terrenos aledaños a la carretera, terrenos que los polacos jamás habían cultivado y que nosotros, por falta de tiempo y mano de obra, tampoco. Poco más hice, que yo recuerde.
Una enorme sensación de aburrimiento se fue apoderando de mí. Por las noches, al llegar a casa, cenaba solo en la cocina, helado de frío, con la vista fija en algún punto impreciso de las paredes blancas. Ya ni siquiera pensaba en mi hijo muerto en Kursk, ni ponía la radio para escuchar las noticias o para oír música ligera. Por las mañanas jugaba a los dados en el bar de la estación y oía, sin comprenderlos del todo, los chistes procaces de los campesinos que se reunían allí para matar el tiempo.
Así pasaron dos días de inactividad que fueron como un sueño y que decidí prolongar otros dos días más.
El trabajo, sin embargo, se acumulaba y una mañana comprendí que ya no podía seguir sustrayéndome de los problemas.
Llamé a mis secretarios. Llamé al jefe de policía. Le pregunté de cuántos hombres armados podía disponer para solucionar el problema. Me dijo que eso dependía, pero que llegado el momento podía disponer de ocho.
– ¿Y qué hacemos luego con ellos? -dijo uno de mis secretarios.
– Eso lo vamos a solucionar ahora mismo -dije yo.
Le ordené al jefe de policía que se marchara pero que procurara mantenerse en contacto permanente con mi oficina.
Después, seguido por mis secretarios, alcancé la calle y todos nos metimos en mi coche. El chofer nos condujo hacia las afueras del pueblo. Durante una hora estuvimos dando vueltas por carreteras comarcales y antiguos senderos de carromatos.