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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Esta serenidad, por otra parte, se veía perturbada únicamente cuando aparecían más prisioneros o cuando volvían los visitantes que los interrogaban uno por uno en el interior de los barracones.
Al cabo de tres meses les tocó el turno a aquellos cuyos apellidos empezaban por la Q, la R y la S, y Reiter pudo hablar con los soldados y con algunos tipos vestidos de civil que le pidieron cortésmente que se pusiera de frente y de perfil y que luego rebuscaron un par de fichas en un dossier que probablemente estaba lleno de fotografías. Luego uno de los civiles le preguntó qué había hecho durante la guerra y Reiter tuvo que contarles que había estado en Rumanía con la 79 y después en Rusia, en donde había sido herido varias veces.
Los soldados y los civiles quisieron ver sus heridas y se tuvo que desnudar y enseñárselas. Uno de los civiles, uno que hablaba un alemán con acento berlinés, le preguntó si comía bien en el campo de prisioneros. Reiter dijo que comía como un rey y cuando el que había hecho la pregunta la tradujo para los demás todos se rieron.
– ¿Te gusta la comida americana? -dijo uno de los soldados.
El civil tradujo la pregunta y Reiter dijo:
– La carne americana es la mejor carne del mundo.
Todos volvieron a reírse.
– Tienes razón -dijo el soldado-, pero eso que comes no es carne americana sino comida para perros.
Esta vez la risa hizo que el traductor (que prefirió no traducir la respuesta) y algunos de los soldados se cayeran al suelo.
Un soldado negro apareció en la puerta con el semblante preocupado y les preguntó si tenían problemas con el prisionero. Le ordenaron que cerrara la puerta y se marchara, que no había problemas, que estaban contándose chistes. Luego uno de ellos sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Reiter. Me lo fumaré más tarde, dijo Reiter, y se lo guardó detrás de la oreja.
Después los soldados se pusieron serios de repente y comenzaron a anotar los datos que Reiter les fue proporcionando: año y lugar de nacimiento, nombres de los padres, dirección de los padres y de al menos dos familiares o amigos, etcétera.
Esa noche Zeller le preguntó qué le había pasado durante el interrogatorio y Reiter se lo contó todo. ¿Te preguntaron en qué año y mes entraste en el ejército? Sí. ¿Te preguntaron dónde estaba tu oficina de reclutamiento? Sí. ¿Te preguntaron en qué división habías servido? Sí. ¿Había fotos? Sí. ¿Las viste?
No. Cuando terminó su interrogatorio particular Zeller se tapó la cara con la manta y pareció dormirse pero al cabo de poco rato Reiter lo oyó mascullar en la oscuridad.
En la siguiente visita, que ocurrió una semana después, sólo vinieron al campo dos interrogadores y no hubo colas ni interrogatorios. Hicieron formar a los prisioneros y los soldados negros fueron repasando las filas y separando de éstas a un total de diez hombres, aproximadamente, a los que condujeron a dos furgones, en donde fueron introducidos después de esposarlos.
El comandante del campo les dijo que esos prisioneros eran sospechosos de ser criminales de guerra y luego ordenó deshacer las filas y que la vida siguiera su curso normal. Cuando los visitantes regresaron, pasada una semana, se dedicaron a las letras T, U y V y Zeller esta vez se puso nervioso de verdad.
Su acento dulce no sufrió mengua alguna, pero su discurso y su forma de hablar cambió: las palabras le salían a borbotones de los labios, su murmullo nocturno se volvió incontenible. Hablaba de prisa y como impelido por una razón que escapaba de su control y que él apenas comprendía. Alargaba el cuello en dirección a Reiter y se apoyaba en un codo y empezaba a susurrar y a lamentarse y a imaginar escenas de esplendor que formaban, todo junto, un cuadro caótico de cubos oscuros que se sobreponían unos sobre otros.
Por el día las cosas cambiaban, la figura de Zeller volvía a irradiar dignidad y decoro, y aunque no se relacionaba con nadie excepto con sus antiguos camaradas de la Volkssturm, casi todo el mundo lo respetaba y lo consideraba una persona decente.
Para Reiter, sin embargo, que tenía que soportar sus disquisiciones nocturnas, el semblante de Zeller mostraba un deterioro progresivo, como si en su interior se desarrollara una lucha sin cuartel entre fuerzas diametralmente opuestas.
¿Qué fuerzas eran éstas? Reiter lo ignoraba, sólo intuía que ambas fuerzas provenían de una única fuente, que era la locura.
Una noche Zeller le dijo que él no se llamaba Zeller sino Sammer y que en buena lógica no tenía obligación de presentarse a los interrogadores alfabéticos en su próxima visita.
Aquella noche Reiter no tenía sueño y la luna llena se filtraba por la tela de la tienda de campaña como el café hirviente por un colador hecho con un calcetín.
– Me llamo Leo Sammer y algunas de las cosas que te he dicho son ciertas y otras no -dijo el falso Zeller moviéndose en el catre como si le picara todo el cuerpo-. ¿Te suena mi nombre?
– No -dijo Reiter.
– No te tiene por qué sonar, hijo mío, no soy ni he sido un hombre famoso, aunque durante el tiempo que tú has estado lejos de casa mi nombre ha crecido como un tumor canceroso y ahora aparece escrito en los papeles más insospechados -dijo Sammer con su alemán dulce y cada vez más veloz-. Por supuesto, nunca estuve en la Volkssturm. Combatí, no quiero que creas que no combatí, lo hice, como cualquier alemán bien nacido, pero yo serví en otros teatros, no en el campo de batalla militar sino en el campo de batalla económico y político. Mi mujer, gracias a Dios, no ha muerto -añadió después de un largo silencio en el cual Reiter y él se dedicaron a contemplar la luz que envolvía la tienda de campaña como el ala de un pájaro o una garra-. Mi hijo murió, eso es cierto. Mi pobre hijo. Un joven inteligente al que le gustaba el deporte y la lectura. Qué más se puede pedir de un hijo. Serio, un atleta, un buen lector.
Murió en Kursk. Yo por entonces era subdirector de un organismo encargado de proporcionar trabajadores al Reich, cuyas oficinas principales estaban instaladas en un pueblo polaco a escasos kilómetros del Gobierno General.
Cuando me dieron la noticia dejé de creer en la guerra. Mi mujer, para colmo, dio señales de insanidad mental. No le deseo a nadie mi situación. ¡Ni a mi peor enemigo! Un hijo muerto en la flor de la edad, una mujer con jaquecas constantes y un trabajo agotador que requería el máximo esfuerzo y concentración por mi parte. Pero salí adelante gracias a mi talante metódico y a mi tenacidad. En realidad, trabajaba para olvidar mis desgracias. El resultado, en cualquier caso, fue que me hicieron director del organismo estatal en el que prestaba mis servicios. De un día para otro, el trabajo se triplicó. Ya no sólo tenía que enviar mano de obra a las fábricas alemanas sino que también tenía que ocuparme de mantener en funcionamiento la burocracia de aquella región polaca en la que siempre llovía, un triste territorio provinciano que intentábamos germanizar, en donde todos los días eran grises y la tierra parecía cubierta por una mancha gigantesca de hollín y nadie se divertía de manera civilizada, con el resultado de que hasta los niños de diez años eran alcohólicos, figúrese usted, pobres niños, unos niños salvajes, por otra parte, a los que sólo les gustaba el alcohol, como ya le he dicho, y el fútbol.
A veces los veía desde la ventana de mi despacho: jugaban en la calle con una pelota de trapo y sus carreras y saltos eran verdaderamente lamentables, pues el alcohol ingerido los hacía caerse a cada rato o fallar goles cantados. En fin, no quiero abrumarlo, eran partidos de fútbol que solían acabar a puñetazo limpio. O a patadas. O rompiendo botellas de cerveza vacías en la crisma de los rivales. Y yo lo miraba todo desde la ventana y no sabía qué hacer, Dios mío, cómo acabar con esa epidemia, cómo mejorar la situación de esos inocentes.
Lo confieso: me sentía solo, muy solo, muy solo. Con mi mujer no podía contar, la pobre no salía de su habitación a oscuras como no fuera para pedirme de rodillas que le permitiera regresar a Alemania, a Baviera, en donde se reuniría con su hermana.