2666
2666 читать книгу онлайн
Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Pero los problemas resurgieron cuando volvió a nevar. Según uno de mis secretarios resultaba imposible cavar nuevas fosas en la hondonada. Le dije que eso me parecía imposible.
Al final, el quid de la cuestión radicaba en la manera en que habían sido cavadas las fosas, horizontales y no verticales, a lo ancho de la hondonada y no en profundidad. Organicé un grupo y decidí remediar el asunto aquel mismo día. La nieve había borrado el más mínimo rastro de los judíos. Empezamos a cavar. Al cabo de poco rato, oí que un viejo granjero llamado Barz gritaba que allí había algo. Fui a verlo. Sí, allí había algo.
– ¿Sigo cavando? -dijo Barz.
– No sea estúpido -le contesté-, vuelva a taparlo todo, déjelo tal como estaba.
Cada vez que uno encontraba algo le repetía lo mismo.
Déjelo. Tápelo. Váyase a cavar a otro lugar. Recuerde que no se trata de encontrar sino de no encontrar. Pero todos mis hombres, uno detrás de otro, iban encontrando algo y efectivamente, tal como había dicho mi secretario, parecía que en el fondo de la hondonada ya no había sitio para nada más.
Sin embargo al final mi tenacidad obtuvo la victoria. Encontramos un lugar vacío y allí puse a trabajar a todos mis hombres. Les dije que cavaran hondo, siempre hacia abajo, más abajo todavía, como si quisiéramos llegar al infierno, y también me ocupé de que la fosa fuera ancha como una piscina. De noche, iluminados por linternas, pudimos dar por terminado el trabajo y nos marchamos. Al día siguiente, debido al mal tiempo, sólo pudimos llevar a la hondonada a veinte judíos. Los niños se emborracharon como nunca. Algunos no podían mantenerse en pie, otros vomitaron en el viaje de vuelta. El camión que los traía los dejó en la plaza principal del pueblo, no lejos de mis oficinas, y muchos se quedaron allí, bajo la marquesina de la glorieta, abrazados unos con otros mientras la nieve no dejaba de caer y ellos soñaban con partidos de fútbol etílicos.
A la mañana siguiente cinco de los niños presentaban un cuadro típico de pulmonía y el resto, quien más, quien menos, se hallaba en un estado lamentable que les impedía ir a trabajar.
Cuando le ordené al jefe de policía que sustituyera a los niños con hombres nuestros, al principio se mostró renuente, pero luego acabó por acatar. Aquella tarde se deshizo de ocho judíos.
Me pareció una cifra insignificante y así se lo hice saber. Fueron ocho, me contestó, pero parecía que fueran ochocientos.
Lo miré a los ojos y comprendí.
Le dije que íbamos a esperar a que los niños polacos se recuperaran.
La mala racha que nos perseguía, sin embargo, no parecía dispuesta a dejarnos, por más esfuerzos que pusiéramos en conjurarla. Dos niños polacos murieron de pulmonía, debatiéndose en una fiebre que, según el médico del pueblo, estaba poblada por partidos de fútbol bajo la nieve y por agujeros blancos en donde desaparecían las pelotas y los jugadores. En señal de duelo envié a sus madres algo de tocino ahumado y una cesta con patatas y zanahorias. Luego esperé. Dejé que cayera la nieve. Dejé que mi cuerpo se helara. Una mañana fui a la hondonada. Allí la nieve era blanda, incluso excesivamente blanda. Durante unos segundos me pareció que caminaba sobre un gran plato de nata. Cuando llegué al borde y miré hacia abajo me di cuenta de que la naturaleza había hecho su trabajo.
Magnífico. No vi rastros de nada, sólo nieve. Después, cuando el tiempo mejoró, la brigada de los niños borrachos volvió a trabajar.
Los arengué. Les dije que estaban haciéndolo bien y que sus familias ahora tenían más comida, más posibilidades. Ellos me miraron y no dijeron nada. En sus gestos, sin embargo, se percibía la flojera y el desgano que todo aquello les producía.
Bien sé que hubieran preferido estar en la calle bebiendo y jugando al fútbol. Por otra parte, en el bar de la estación sólo se hablaba de la cercanía de los rusos. Algunos decían que Varsovia caería en cualquier momento. Lo susurraban. Pero yo oía los susurros y también, a mi vez, susurraba. Malos presagios.
Una tarde me dijeron que los niños borrachos habían bebido tanto que se derrumbaron uno detrás de otro sobre la nieve.
Los regañé. Ellos no parecieron entender mis palabras. Daba igual. Un día pregunté cuántos judíos griegos nos quedaban. Al cabo de media hora uno de mis secretarios me entregó un papel con un cuadro en el que se detallaba todo, los quinientos judíos llegados en tren del sur, los que murieron durante el viaje, los que murieron durante su estancia en la antigua curtiduría, aquellos de los que nos encargamos nosotros, aquellos de los que se encargaron los niños borrachos, etcétera. Aún me quedaban más de cien judíos y todos estábamos exhaustos, mis policías, mis voluntarios y los niños polacos.
¿Qué hacer? El trabajo nos había excedido. El hombre, me dije contemplando el horizonte mitad rosa y mitad cloaca desde la ventana de mi oficina, no soporta demasiado tiempo algunos quehaceres. Yo, al menos, no lo soportaba. Trataba, pero no podía. Y mis policías tampoco. Quince, está bien. Treinta, también. Pero cuando uno llega a los cincuenta el estómago se revuelve y la cabeza se pone boca abajo y empiezan los insomnios y las pesadillas.
Suspendí los trabajos. Los niños volvieron a jugar al fútbol en la calle. Los policías volvieron a sus labores. Los campesinos se reintegraron a sus granjas. Nadie del exterior se interesaba por los judíos, por lo que los puse a trabajar en las brigadas de barrenderos y dejé que unos cuantos, no más de veinte, hicieran trabajos en el campo, responsabilizando a los granjeros de su seguridad.
Una noche me sacaron de la cama y me dijeron que había una llamada urgente. Era un funcionario de la Alta Galitzia, con quien nunca antes había hablado. Me dijo que preparara la evacuación de los alemanes de mi región.
– No hay trenes -le dije-, ¿cómo puedo evacuarlos a todos?
– Ése es su problema -dijo el funcionario.
Antes de que colgara le dije que tenía a un grupo de judíos en mi poder, ¿qué hago con ellos? No me respondió. Las líneas se habían cortado o tenía que llamar a otros como yo o el caso de los judíos no le interesaba. Eran las cuatro de la mañana. Ya no pude volver a la cama. Le dije a mi mujer que nos marchábamos y luego mandé a buscar al alcalde y al jefe de policía.
Cuando llegué a mi oficina los encontré con caras de haber dormido poco y mal. Ambos tenían miedo.
Los tranquilicé, les dije que si actuábamos con rapidez nadie correría peligro. Pusimos a nuestra gente a trabajar. Antes de que clareara el alba los primeros evacuados ya habían emprendido el camino hacia el oeste. Yo me quedé hasta el final.
Pasé un día más y una noche más en la aldea. A lo lejos se oía el ruido de los cañones. Fui a ver a los judíos, el jefe de policía es testigo, y les dije que se marcharan. Después me llevé a los dos policías que tenía de guardia y dejé a los judíos abandonados a su suerte en la antigua curtiduría. Supongo que eso es la libertad.
Mi chofer me dijo que había visto pasar a algunos soldados de la Wehrmacht sin detenerse. Subí a mi oficina sin saber muy bien qué buscaba allí. La noche anterior había dormido en el sofá unas pocas horas y ya había quemado todo lo que se tenía que quemar. Las calles del pueblo estaban vacías, aunque detrás de algunas ventanas se adivinaban las cabezas de las polacas.
Después bajé, me subí al coche y partimos, dijo Sammer a Reiter.
Fui un administrador justo. Hice cosas buenas, guiado por mi carácter, y cosas malas, obligado por el azar de la guerra.
Ahora, sin embargo, los niños borrachos polacos abren la boca y dicen que yo les arruiné su infancia, le dijo Sammer a Reiter.
¿Yo? ¿Yo les arruiné su infancia? ¡El alcohol les arruinó su infancia!
¡El fútbol les arruinó su infancia! ¡Esas madres holgazanas y descriteriadas les arruinaron su infancia! No yo.