El lejano pa?s de los estanques
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En mitad de un t?rrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad ex?tica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cad?ver ha aparecido en una urbanizaci?n mallorquina. Su compa?era ser? la inexperta agente Chamorro, y con ella deber? sumergirse de inc?gnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelar?n los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.
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A medida que fue avanzando la noche, pude ir advirtiendo en mis ojeadas periódicas que la intimidad entre Chamorro y Lucas iba creciendo. Las dos últimas veces, ella ya estaba con él en la cabina de pinchadiscos, seleccionando la música y compartiendo su bebida. Me despistaban el gesto cálido del ex legionario y su apostura, para nada ruda o acanallada. Era un sujeto de fina y precisa elegancia, ya fuera natural o resultado de alguna instrucción sin duda ajena a la recibida en el cuerpo mercenario. Chamorro, por su parte, se mostraba bastante más suelta que la noche precedente. Quizá caprichosamente, imaginé que la tarde en la playa y el ejemplo exagerado de Andrea habían obrado al menos ese efecto beneficioso.
Abandonaron la discoteca a la una y media, es decir, una hora antes de su cierre. Eso me inquietó, aunque había una razonable probabilidad de que no tuviera importancia, porque Lucas dispusiera de algún sustituto al que pudiera dejar a cargo de su cabina sin mayores dificultades. Subieron al vehículo del pinchadiscos, un cupé japonés negro, bastante viejo y sucio del polvo de los caminos de la isla. Les dejé la oportuna ventaja y seguí la pareja de luces rojas en medio de la noche. Al principio, Lucas tomó algunos atajos que me hicieron temer que no se dirigieran a un lugar habitado y me obligaron a dejar entre ambos un trecho tan grande que a cada momento me arriesgaba a perderle. Finalmente, se comprobó que el ex legionario sólo se aprovechaba de su conocimiento de la comarca para acortar el trayecto. Llegamos al puerto deportivo. Allí entraron en una cervecería no muy grande. Aparqué y me aproximé con discreción. En la cervecería sonaba música tradicional alemana. Una elección hasta cierto punto peculiar, aunque bastante terapéutica después de una larga sesión de ritmos sintéticos. Me asomé y los vi sentados al fondo del local, conversando apaciblemente tras dos jarras de medio litro.
Allí estuvieron cerca de una hora. A la salida Lucas hizo alguna propuesta y entonces Chamorro rehusó, conforme a lo previsto. La insistencia del hombre fue breve y cortés. Tras comprender que la negativa era firme, siguió a Chamorro hasta el coche y le abrió la puerta, sin despojarse de su quieta y limpia sonrisa.
Luego hubo que recorrer en sentido inverso los atajos. Lucas no aceleraba de forma inmoderada, como cualquier veterano de aquellos andurriales. Progresaba a la velocidad justa para mantener la calma y para que la mantuviera también quien con él viajase. Una vez en la urbanización, se dirigió hacia la calle donde estaba nuestra casa, pero se detuvo en un cruce anterior. Pasaron cinco o seis minutos antes de que Lucas saliera del coche. Rodeó el vehículo y le abrió la puerta a mi ayudante. Ella salió y en el instante en que estuvieron cercanos tuvo una vacilación que resolvió, para mi asombro, con un rápido beso en los labios del antiguo servidor de la Francia. Después echó a andar con premura. Lucas no volvió a entrar en el coche hasta que ella hubo desaparecido de su vista.
Eran las tres y media. Aguardé a que Lucas se fuera y me reuní con Chamorro en el chalet. Estaba en la cocina, bebiendo agua. Su saludo fue un tanto destemplado:
– ¿Hemos acabado por hoy?
– Si te refieres a los paseos por ahí, sí.
– Entonces permíteme que me cambie. No puedo soportar más tiempo llevarlo todo tan pegado. Casi no me puedo mover.
Chamorro se bajó de sus tacones, con los que rebasaba mi estatura un buen pedazo, y se fue a su habitación. Yo me quedé dando vueltas a las razones por las que podía comportarse así. Cuando regresó llevaba ropa deportiva. Se sentó en el sofá y cruzó las piernas sobre él. Era la primera vez que hacía algo semejante.
– Querrás el informe -dijo, con desgana.
– Si no sirve para incomodarte.
– Perdona, estoy un poco mareada. No suelo beber.
– Confío en que no se te haya subido a la cabeza.
Chamorro asintió, medio ausente.
– Yo también.
Seguidamente Chamorro me dio su meticuloso informe, que fue, aproximadamente, así:
– Desde luego, quien crea que Lucas es un chulo de playa al uso se equivoca de medio a medio. En toda la noche, no ha intentado absolutamente nada que pudiera hacer pensar que se proponía algo más que pasear y tomar una copa. No baila, aparte del movimiento a que le pueda obligar estar todo el rato cambiando esos discos. No presume de nada y no suelta un piropo que pueda herir a la mujer más susceptible. Fundamentalmente pregunta y escucha. Eso ha sido un problema porque me he tenido que inventar tantas cosas que al final no sabía si las mentiras más nuevas eran coherentes con las del principio de la noche. Mientras escucha te mira todo el rato a los ojos y no parpadea nunca. Bueno, sí parpadea a veces, pero con tanta lentitud que parece que no parpadee. Te vas a reír. En eso me lo imagino cuando tenga setenta años, porque mi abuelo, antes de morirse, miraba así. También era moreno de piel y ancho de frente y tenía los ojos un poco del color del caramelo, más cansados y con un trozo de cortinilla gris que luego supe que eran cataratas. La cuestión es que he tenido que hacer un buen esfuerzo para no rehuirle, porque a mí los ojos me escocían de mantenerlos a esa altura y me daba cuenta de que cuando parpadeaba lo hacía mucho más deprisa que él. Pero si algo ha notado, no ha variado por eso su actitud hacia mí. En fin, empezando por el principio: nada más llegar me puse a bailar, hasta que estuve segura de que me había visto. Le estuve esquivando un rato, y él no hizo nada por atraer mi atención. Cuando decidí volverme hacia él, estaba pendiente de mí y me dedicó una especie de saludo militar, pero usando un par de dedos. No me gusta la gente que hace saludos de ese tipo en la vida civil. Sin embargo, él lo hace con cierta gracia, no sé, le queda simpático. Me acerqué y le conté bastante pronto nuestra supuesta discusión, mi hartura, mis propósitos de dejarte, etcétera. Entonces me invitó a pasar a su reducto. Sólo si quería y sin ningún compromiso, dijo. Mientras iba poniendo la música, pude comprobar cómo le asediaban las chicas. No les hace mucho caso, sin dárselas tampoco de guapo. Ellas tonteaban un poco, parecían aceptar que no había nada que hacer y se iban después de observarme a fondo. Con una excepción. Cuando apenas acababa yo de entrar en la cabina, vino alguien a quien conoces: la mujer flaca del restaurante. De muy mala forma le exigió que saliera de su sitio para hablar un momento, si lo tenía. Lucas la rechazó con frialdad y ella amenazó con armar un escándalo, no de palabra, sino empezando a armarlo. Ante eso, resignado y como odiándola, Lucas se avino a apartarse con ella. Me pidió excusas, dejó a alguien a cargo y se fue con ella a un sitio que no pude ver. Reapareció solo, al cabo de un cuarto de hora. Sonrió, volvió a pedirme perdón y no me dio más explicaciones. De la mujer flaca, ni rastro. No vi ni por dónde salió. Un rato después, dijo estar cansado por aquella noche y propuso ir a tomar algo por ahí. Lo propuso él, ahorrándome la iniciativa. Sabes a dónde fuimos y lo que hicimos. Nada más que hablar. Puede que fuera un poco más amable a cada minuto, pero siempre correcto. Y aquí viene lo interesante, sobre todo en un tipo tan templado: en el puerto deportivo, Lucas cometió dos errores. Al ver que estábamos allí, se me ocurrió forzar sólo un poco la suerte y le propuse ir a un sitio del que me habían hablado bien y que no conocía: Abracadabra. Su negativa fue inmediata, y sin necesidad me dio una justificación confusa. Ésa fue la primera vez que me mintió y yo lo supe y sus ojos pestañearon deprisa. La segunda fue media hora más tarde, delante de las jarras de cerveza. A un comentario mío sobre la coincidencia de vivir en la misma calle donde sucedió el asesinato, y sobre el hecho de que nadie conociera mucho a la víctima y a la presunta asesina, Lucas afirmó con rotundidad que por no saber, no sabía ni cómo era la cara de Eva Heydrich.