El lejano pa?s de los estanques
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En mitad de un t?rrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad ex?tica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cad?ver ha aparecido en una urbanizaci?n mallorquina. Su compa?era ser? la inexperta agente Chamorro, y con ella deber? sumergirse de inc?gnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelar?n los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.
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Capítulo 10 TAMBIÉN SON DÉBILES
Cuando regresamos a nuestra vivienda, Chamorro seguía anonadada. Aunque su padre fuera coronel y lo viera en zapatillas o sin afeitar, todavía estaba reciente en su memoria el tiempo de academia, en el que alguien con tres estrellas en el hombro es un semidiós, coartada que muchos infelices aprovechan para imponerle al mundo su presencia con una intensidad desproporcionadamente superior a la que su entidad justifica.
– En menudo lío nos hemos metido, mi sargento.
– Hasta que no volvamos a Madrid, soy Luis, o Rubén si estamos solos. Ya sé que ha sido un poco violento, pero no debes dejarte impresionar por el ruido, querida.
– Podemos habernos buscado la ruina. Dará parte.
– No lo creo. Antes que dar parte podía habernos llevado al cuartelillo. El ridículo ya lo ha hecho, y delante de su gente. Por poco seso que tenga no creo que quiera aumentarlo por escrito.
Chamorro no comprendía nada.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
– No preguntes tanto y piensa. Al contrario que a ese soldadito de plomo, a ti te pagan por pensar. ¿Te parece que estoy loco?
– Ya no lo sé, con perdón.
– Te aseguro que no lo estoy, o no más que tú. Si he hecho lo que acabo de hacer debe ser porque sé algo que me permite no respetar a ese capitán.
– ¿Y qué es lo que sabes?
– Eso es lo de menos. La moraleja es que no hay que plantarle cara a alguien hasta haberle probado bien la fuerza. Ése ha sido el error de Estrada y mi ventaja. Te aseguro que mientras lo puedo evitar, no hago nada que no me conste que puedo hacer sin consecuencias. Verás, Chamorro, algunas virtudes según el espíritu militar son defectos para un policía. Por nuestra doble condición debemos guardar el equilibrio. En este caso, el equilibrio está en saber que el arrojo casi siempre sobra.
– ¿Y no podías haber salido del paso de otra forma?
– Tenía prisa y preocupaciones más importantes que proteger el honor de Estrada. Si alguna vez ves que estoy estorbando te ruego que me lo hagas saber en seguida, y si no hay tiempo ni para eso, que me apartes sin más. Está bien que me respetes, pero está mejor que cumplas con tu deber. Esto no lo apliques con todo el mundo. Hay quien prefiere recibir un balazo antes que un inferior le empuje para impedirlo. Anda, vámonos a dormir de una puta vez. Éste ha sido el día más largo de mi vida.
Dormimos cerca de siete horas, lo que considerando el poco sueño que llevábamos a la espalda nos resultó una enormidad. Como siempre que duermo de día, cuando desperté no supe ni dónde estaba ni quién era yo ni qué era lo que había ocurrido en la última semana. Salí de ese angustioso estado como pude, me levanté y bebí mucha agua y una cocacola, brebaje que lo mismo arranca el óxido de los metales que la costra de un mal sueño. Después fui a despertar a Chamorro. Golpeé un par de veces, muy bajito, y no obtuve respuesta. Pegué bastante más fuerte y al cabo de unos segundos la oí gritar:
– ¿Qué? ¿Qué pasa?
– Hay que ir a la playa. Ponte en pie.
Media hora después, en el coche, Chamorro seguía frotándose los ojos, pero se había despejado lo suficiente como para advertir que la ruta que yo había tomado no llevaba a la cala.
– ¿A dónde vamos?
– Ya te avisé ayer, o esta mañana, cuando fuera. Vamos a ver a Andrea y a sus amigos. Ellos no van a la cala a bañarse.
– ¿Y dónde van?
– Creí que te lo había contado Enzo. Pero igual podías deducirlo. Si no es la cala y allí iba también Eva Heydrich… Usa la información que tienes.
Nuevamente, Chamorro dio con algo con lo que no estaba completamente preparada para dar. De todos modos, se cuidó de no hacerlo notar demasiado.
– Ah -dijo tan sólo.
La playa nudista se hallaba situada en una cala algo más pequeña y de difícil acceso. Había un buen número de coches en la explanada donde terminaba el camino y abajo se veía un enjambre de enanitos naranjas que deambulaban sobre la arena. Descendimos por el abrupto sendero, en el que nos cruzamos con un par de enérgicos ancianos con todos sus colgajos al aire, tostados y desafiantes. Les dejamos pasar y nos lo agradecieron en algo que no era ni inglés ni alemán pero que se parecía a ambos.
Cuando llegamos a la arena, ordené a Chamorro:
– Allí hay un hueco. Vamos y dejamos cuanto antes de llamar la atención.
Mi ayudante estaba indecisa.
– Por Dios, Chamorro -la reprendí-. No he traído cámara.
Pero no parecía que fuese ése el problema.
– Verás -traté de suavizarle el trago-, a mí me da más o menos la misma vergüenza que a ti. No he ido a colegio de frailes, pero mi madre tampoco se paseaba en pelotas por la casa, precisamente. Esto lo hacemos como si nada y lo olvidamos. No soy Apolo. Cuando me quite el bañador comprenderás que yo tengo más razones para olvidarlo que tú.
Eché a andar hacia el sitio que le había señalado, dejé los trastos y me asimilé rápidamente al resto de los bañistas. Eso no le dejó a Chamorro otro remedio que sucumbir. Ser la única persona vestida hasta donde alcanzaba la vista debía resultar más embarazoso que el resto de las cosas que estaban pasando por su cabeza.
Mientras se despojaba de sus prendas, hice por mirar a otro lado, pero tampoco podía estar con el cuello torcido todo el tiempo. No habría sido verosímil. Así que me volví hacia ella y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano por mantenerme inmutable ante la ondulación inaudita y hasta ese instante secreta de sus púdicos pechos. Era un apuro porque ahora que la veía entera había de reconocer que Chamorro me gustaba todo lo que podía no convenirme que me gustara, pero recurrí a esas vacías fórmulas sobre el deber y las exigencias del servicio y al menos logré que no se produjera algo que me habría acarreado frente a mi subordinada un bochorno eterno.
– Como si nada -murmuré-. Anda, vamos a bañarnos.
Chamorro se puso en pie y me siguió, espiando de reojo a todos los que había por los alrededores, que como es lógico no le prestaban a ella y mucho menos a mí la menor atención. Aunque había una excepción en la que reparé por casualidad, un cuarentón bajito con barriguita, coleta y gafas reflectantes que estaba solo y se relamía sin mayor recato. Naturalmente, si hubiera sido un tipo musculoso de veinticinco años y dos metros habría buscado alguna forma de restarle importancia. Pero aquello estaba a mi alcance. Dejé que Chamorro me rebasara, con lo que de paso me sustraje a la intranquilidad de que ella fuera a mi retaguardia, y no porque me conste su fealdad, sino porque es una de las partes de mi cuerpo que yo mismo nunca he visto bien. Me fui hacia el de las gafas reflectantes y me puse en jarras, observándole de frente. Chamorro titubeó pero tenía demasiada prisa por procurarse escondite en el agua, así que prosiguió su marcha sin mí. El de las gafas reflectantes se reía al principio, pero cuando yo llevaba ya medio minuto plantado delante de él se vio en la obligación de decir algo:
– ¿Qué pasa, hombre?
– Me preguntaba si unos cristales de espejo incrustados en el ojo serán o no más perjudiciales que unos normales.
– No seas tonto, tío. A ver si te crees que todo el mundo anda pendiente de tu chica.
– No me creo nada. Pienso en los cristales. ¿Eres bizco?
– ¿Y tu puta madre?
Yo no le había faltado a él ni a su familia. Que él lo hiciera me irritó. Me acerqué, amagué un golpe en dirección a su entrepierna con la mano izquierda, para cuya innecesaria parada él movilizó como un resorte sus dos brazos, y mientras tanto le quité las gafas con la derecha. Las partí y las tiré al suelo.
– No han pasado la prueba. Compra otras.
El tipo se puso en pie.
– Oye, ¿qué te has creído?
– Que si ahora me doy media vuelta y me largo no vas a tener huevos de hacer nada.
– Te denunciaré.
– Adelante. Me llamo Bond. James Bond. Mi dirección la conocen todos -dije, mientras me alejaba.
Chamorro se había internado unos cuarenta metros en el agua, hasta llegar a una zona en la que cubría y podía hacer como que nadaba, a braza, por supuesto, que es el estilo con el que menos partes del cuerpo sobresalen. Yo nadé a crawl, para tardar menos en llegar junto a ella. Luego cambié a braza con la misma intención que mi ayudante. La mayoría de las parejas que estaban en el agua jugueteaban o se hacían arrumacos, pero estimé que no era necesario y podía resultar incluso contraproducente llevar a ese extremo nuestra simulación. Chamorro estaba mirando hacia la orilla y di en suponer que ya había empezado a trabajar:
– ¿Los has visto?
– Todavía no -repuso-. ¿Qué hacías con ese hombre?
– Romperle las gafas. Si quiere mirar, que enseñe los ojos. ¿Más tranquila?
– Aquí sí.
– Pues lamento inquietarte. Creo que el único modo de encontrarlos va a ser pasear por la playa.
– ¿Pasear?
– Sí. Como esa gente.
A todo lo largo de la orilla se veían parejas, grupitos, gente sola, que iban y venían en ambas direcciones, disfrutando del beneficio de caminar sobre la arena o sencillamente del paisaje.
– Vamos -la conminé.
Chamorro nadó tras de mí dócilmente. Con el pelo mojado se daba un aire a Veronica Lake. A mí siempre me ha turbado de un modo irracional Veronica Lake, y deploré acordarme en ese preciso instante.
Una vez en la orilla echamos a andar hacia el noroeste, es decir, hacia la otra punta de la playa. Eso implicaba que llevábamos el sol relativamente de cara y que todos los bañistas, a contraluz, aparecían barnizados de un tono caramelo oscuro que hacía bastante chocante nuestra palidez. Especialmente distinta y llamativa, frente al color uniforme de las mujeres que allí había, resultaba Chamorro, en diversos sitios que no era recomendable que me detuviera siquiera a nombrar para mis adentros. Mientras caminábamos, se me ocurrió que desde un punto de vista estrictamente práctico, es indiferente que las personas jóvenes y bien formadas usen o no bañador, mientras que las que no son tan jóvenes ni están tan bien formadas deberían prescindir de él en todo caso. Causaba una gran sensación de paz ver todos los abdómenes excesivos y fláccidos pendiendo o flotando libremente, sobre todo si se pensaba en esas carnes tiranizadas por cinturillas y tejidos elásticos que pueden verse en las playas de vestidos.
Llegamos hasta el final de la playa y volvimos, sin hallar ni rastro de los italianos. Eran casi las cinco y temí que hubieran decidido prescindir de la playa aquella tarde. Regresamos a nuestro sitio y nos tumbamos al sol. El de las gafas reflectantes, desprovisto de su defensa, me escrutó con rencor y yo le hice una higa. Entonces se levantó apresuradamente y se fue, con una sonrisa misteriosa. Por no volver a hablar de él, apuntaré ahora que cuando esa tarde, antes de marcharnos, hurgué en el bolso de playa, comprobé que mi reloj había desaparecido. Denuncié el caso a Perelló y tardaron poco más de doce horas en localizar al individuo y él poco más de doce minutos en confesar dónde había tirado el reloj. Lloriqueó algo acerca de unas gafas rotas, pero le aconsejaron que si no tenía pruebas se ahorrara poner una denuncia y que la próxima vez probara a darme una hostia en caliente. Que quién sabe, a lo mejor me podía.