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El lejano pa?s de los estanques

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El lejano pa?s de los estanques
Название: El lejano pa?s de los estanques
Автор: Silva Lorenzo
Дата добавления: 16 январь 2020
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El lejano pa?s de los estanques - читать бесплатно онлайн , автор Silva Lorenzo

En mitad de un t?rrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad ex?tica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cad?ver ha aparecido en una urbanizaci?n mallorquina. Su compa?era ser? la inexperta agente Chamorro, y con ella deber? sumergirse de inc?gnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelar?n los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.

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– Lo que deduzco es que nos hallamos ante una mente criminal muy rudimentaria, un aficionado. Y no sólo por el apresuramiento con que preparó su patraña. Ya que la colgaba podía haberla quemado con un cigarrillo, por ejemplo, si quería hacer creíble lo de la tortura. El caso es que al final se llega a la verdad por las pistas y los hechos, no por las suposiciones. Salvo muy raras excepciones, es más importante el trabajo de averiguar con quién, cuándo y cómo trató la víctima que intentar guiarse a priori por la razón por la que la mataron o las singularidades psicológicas que se le adivinan al malvado que lo hizo. Montar este decorado nunca te salva de las huellas que hayas podido dejar, sólo crea un pequeño embrollo que a un investigador sensato no le costará deshacer cuando tenga lo que importa.

Otro aspecto interesante era la relativa distancia que había, en línea recta sobre el suelo, entre el travesaño al que se había izado a Eva y la puerta a cuyo pomo se había atado la cuerda. Casi seis metros.

– ¿Y esto? ¿Nadie ha pensado en esto, mi brigada?

– En qué.

– La distancia al pomo. No sé demasiada física, pero esto es puro sentido común. Si se sube un cuerpo pesado de la forma en que se subió el cadáver, el esfuerzo aumenta a medida que aumenta la distancia desde la que se ejerce la fuerza sobre el punto de apoyo, es decir, el travesaño. Lo lógico es situarse más o menos debajo, para ayudarse con el propio peso, y no a seis metros. Supongamos que a pesar de todo el cuerpo se sube así y es después, con el cuerpo ya elevado, cuando se va hacia la puerta. A medida que uno se aleja, es necesaria más fuerza para sujetar, porque se pierde la ayuda del propio peso. Y durante un instante, cuando se va a atar la cuerda al pomo, hay que hacer frente a todo el trabajo con una sola mano.

– Yo debo saber todavía menos física que tú, sargento, pero parece lógico lo que dices. Creo que sé a dónde vas.

– Si hizo esto, Regina Bolzano es la mujer de sesenta años más fuerte de la Historia y de parte de la Mitología.

– O sea, que no la mató ella -se precipitó, por una vez, Satrústegui.

– No la colgó ella, que es distinto. Pero es cierto que eso, si no refuta, sí debilita la teoría de que fuera la asesina.

A continuación seguimos el rastro de sangre que había quedado por la casa. Las balas habían entrado limpiamente y eso podía justificar que los restos no fueran muy abundantes, pero me extrañó que apenas eran manchas dejadas por roce directo. Estaban en el salón, el comedor, el pasillo y un dormitorio, en el que se había situado el crimen. La cama estaba limpia.

– ¿Qué es lo primero que nos llama la atención en esta habitación? -pregunté a mi ayudante.

Chamorro miró arriba y abajo.

– Muy poca sangre -dijo.

– Eso es una cosa. La otra es que la ventana da justo a uno de los chalets de al lado. El mejor sitio para que dos disparos sin silenciador sean oídos por los vecinos que nada oyeron.

– Ya sabe que había verbena -recordó Perelló, sin mucho empeño.

– Desde luego. Una casualidad propicia. Dejaremos aparte el hecho de que nuestro aficionado fue tan aficionado como para no preocuparse de limpiar una sangre que desmontaba, por si el informe forense no fuera bastante, su intento de hacernos creer que Eva murió colgada de esa cuerda. No es muy escandalosa, pero a nada que se hubiera fijado la habría visto. Eso quiere decir que estaba nervioso y tenía prisa. Tal vez había entrado en la casa de forma no muy ortodoxa.

– ¿Qué quieres decir?

– Digo que esa ventana es muy baja, y que no es raro que en verano esta gente, acostumbrada a la seguridad de sus países, no tenga cuidado en dejar todas las ventanas bien cerradas. Para quien viene sin llave de la puerta, puede ser la forma de entrar.

– ¿Y eso?

– Eso es otro voto en contra de la culpabilidad de Regina Bolzano. Ella tenía llave. Y quiere decir que a Eva no la mataron aquí. La trajeron aquí, y posiblemente no con la intención expresa de cargárselo a Regina, sino de alejar prudentemente el asunto. El número de la cuerda lo hicieron para terminar de liarlo todo.

– Sí, vas muy bien -juzgó Perelló-. Pero falta algo. Las huellas en el revólver. Si la mataron aquí podría encajarse. Si la mataron en otro sitio, es otra canción. ¿Cómo llegó el revólver adonde fuera y volvió con las huellas?

– Aquí no vamos a resolverlo todo. Lo que pasara fuera hay que resolverlo fuera. Por desgracia. Esta casa está resultando muy elocuente.

– Según para quién. Me descubro, sargento. Lástima que todo lo que has encontrado sea lo que no queríamos encontrar. Te auguro una charla desagradable con Zaplana.

Chamorro y Satrústegui permanecían callados. Noté que Chamorro reprimía su admiración y que Satrústegui estaba impresionado. Lo de Satrústegui me resultaba más neutro, pero que Chamorro me admirara me confortaba, sobre todo después de haberme creído, y con algún fundamento, rendido al encanto moreno de una italiana sin pudor. Uno debe tener cuidado al reconocer que otros reconocen su mérito, pero tampoco hay que darse contra toda circunstancia a la modestia. Que después de toda la noche en vela me funcionara la cabeza era algo que a mí mismo me pasmaba.

Mientras andábamos revolviendo en los cajones, de los que he de consignar que no obtuvimos nada en absoluto, la puerta del chalet se abrió. Era Barreiro. Con él venían un capitán, un sargento y otro número. Creo que no había visto tantos uniformes juntos desde el último desfile al que había tenido que asistir.

– Buenos días -tronó el capitán. Perelló se cuadró y Satrústegui hizo lo mismo. Chamorro, que no iba de uniforme sino con unos pantalones y una camiseta, no supo qué hacer, aunque se puso más o menos firme. Yo me limité a incorporarme.

– A sus órdenes, mi capitán -dijo Perelló-. Éstos son el sargento Vila y la guardia segunda Chamorro, de Madrid.

– A sus órdenes -dijimos ambos.

Estrada era uno de esos tipos que lo tienen todo cuadrado y rectilíneo, hasta las circunvoluciones del cerebro. Lo gritaba su cara.

– ¿Cómo va eso? -preguntó.

En cuanto Perelló le hubo explicado algunas vaguedades, a las que no añadí nada, emprendí sin muchas contemplaciones la huida:

– Bien, creo que nos hemos hecho una idea. Más vale que nosotros nos retiremos, antes de que sea más tarde. A sus órdenes, mi capitán.

A Estrada le fastidió que hiciera tan poco homenaje a su rango.

– ¿Tiene prisa, sargento?

Aquella situación era engorrosa, me caía de sueño y sobre todo no me interesaba que a Chamorro y a mí nos vieran los vecinos en medio de una bandada de guardias. Así que dudé pero al final tomé el camino expeditivo:

– Tengo un problema, mi capitán. Estoy tratando de pasar desapercibido, y ésta no es la mejor manera.

– Vaya. ¿Va a decirme lo que tengo que hacer?

Los guardias, Chamorro incluida, contenían el aliento. Perelló alzaba imperceptiblemente la vista hacia el alto techo del salón.

– Jamás, mi capitán. Sólo me preocupo de lo que yo debo hacer.

– No sé si sabe contar estrellas, Vila. Tal vez no les enseñan eso en Madrid. Las que hay aquí -se señaló el hombro- significan que hará lo que yo diga.

– Siento discrepar. Dejando aparte la fórmula del saludo, no estoy a sus órdenes. Adiós, capitán.

– ¿Cómo dices, muchacho?

– Digo que me voy y que mi ayudante se viene conmigo. Y si no le gusta me arresta. La mili es así de fácil, así que no tiene que discutir. Luego se lo explica a mi comandante. A mí me es indiferente. Hago lo que él me manda. Vamos, Chamorro.

Chamorro se deslizó hasta la puerta sin hacer ruido y yo fui tras ella. Estrada quería fulminarme como quizá nunca había querido nada en la vida, pero no se atrevió. Perelló permaneció imperturbable. Cada vez me caía mejor aquel hombre.

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