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El lejano pa?s de los estanques

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El lejano pa?s de los estanques
Название: El lejano pa?s de los estanques
Автор: Silva Lorenzo
Дата добавления: 16 январь 2020
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El lejano pa?s de los estanques - читать бесплатно онлайн , автор Silva Lorenzo

En mitad de un t?rrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad ex?tica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cad?ver ha aparecido en una urbanizaci?n mallorquina. Su compa?era ser? la inexperta agente Chamorro, y con ella deber? sumergirse de inc?gnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelar?n los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.

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Capítulo 8 ABIERTO HASTA EL ALBA

En el coche, Chamorro me relató con viveza de detalles su encuentro con Lucas. Lo que habían hablado, en realidad, no era importante. Obediente a mis instrucciones, Chamorro apenas había preguntado y Lucas no se había extendido más allá de su nombre y la circunstancia, que retuve, de que aquel trabajo era sólo para los veranos. El resto del año vivía de cosas sueltas, según su propia calificación. Mi ayudante estaba alterada, por el riesgo o por el efecto que el pinchadiscos le había causado.

– Arrastra un poco las erres -apreció-, no como lo haría un francés, sino como alguien que ha tenido que hablar francés mucho tiempo. Puede ser verdad que estuvo en la Legión Extranjera.

– ¿Alguna alusión al respecto? O algún signo, tatuajes, insignias.

– Nada que yo haya notado. A pesar de su pinta se comporta con educación. Se expresa correctamente. No como un macarra.

– ¿Intentó algún acercamiento físico contigo? Bailando, o con cualquier otro pretexto.

– Nada en absoluto. Bueno, me ha quitado una hilacha que se me había pegado al vestido.

– Eso es que se estaba fijando.

– Ah, otra cosa. Me ha dicho un poema. -Chamorro lo desveló con coquetería, como si olvidara que era la atención de un posible delincuente al que tenía que investigar.

– Un poema. Así que además de educado Lucas es un antiguo. ¿Recuerdas algún verso?

– Salió por lo del final del verano. No lo entendí muy bien, con el ruido. Iba del otoño, de violines que hieren el corazón lánguido, o algo así.

– Los lánguidos son los violines -corregí-. Es Verlaine, y en Francia se lo sabe todo el mundo, como aquí la Canción del pirata.

– ¿Qué canción? Yo no me la sé, ésa.

Entonces reparé en que Chamorro era una víctima del sistema educativo moderno, lúdico, audiovisual, interactivo y todas las demás monsergas de ese jaez. Ahora bien, aunque no hubiera tenido un maestro cavernícola que le cultivara la memoria de lo útil y lo inútil a golpes de regla, era imposible que desconociera aquella pieza señera de la lírica patria.

– Seguro que sí, los cañones por banda y el viento en popa, a toda vela.

– Ah, ésa. No me sonaba el título.

– Si Lucas ha vivido un tiempo en Francia no es raro que se sepa los versos. No hay que contar con que sea un literato. Muy bien puede no haber leído un libro en su vida.

– ¿Y eso es importante?

– Puede. La gente que lee es más dubitativa, mejor de coger.

– Nunca lo había pensado.

– Un individuo que no lee suele tener claro lo que espera de la vida, y gobernarlo con buen pulso. Hay gente que lee a la que le pasa lo mismo, pero a igualdad de dotes naturales, cuanta más cultura menos tenacidad, más dispersión, y hasta más cobardía. Ya lo dijo Shakespeare. O eso o algo parecido. Ese Lucas me inspira respeto. Vas a tener que esmerarte. Mañana quiero que vayas allí tú sola. Habremos tenido una bronca, me habrás dejado a mí en casa y habrás salido a tomar el aire. Ésa es la versión para Lucas. Yo estaré fuera, pero no me haré ver salvo que algo vaya realmente mal y haya que reventar la operación. Quiero que consigas una cita con él para cuando termine en la discoteca. Cierran a las dos y media. Todavía habrá algún sitio donde ir. Yo os seguiré.

Advertí que la resolución de Chamorro se debilitaba. Podía ser que estaba dispuesta para un jugueteo inofensivo pero no se había planteado que tendría que llegar más allá, y no con un ser sin rostro o teórico, sino justamente con el mismo Lucas al que acababa de conocer.

– ¿No es ir un poco deprisa? -alegó.

– Mañana sólo coges confianza con él. Nada de sondearle.

Chamorro tragó saliva.

– ¿Y hasta dónde tengo que llegar? Me refiero a… -murmuró.

– Sé a lo que te refieres. Hasta donde quieras. Una chica guapa puede tener a un tío en vilo más de una noche sin permitir que la roce. Si te atreves a más, mejor -reconocí, sin sentimiento-. Pero no te pases. En el supuesto de que quiera llevarte con él a algún sitio solitario lo mandas al cuerno. Y si trata de obligarte a algo y lo ves feo gritas y lo detenemos. No es lo que preferiría, pero ya veríamos cómo aprovecharlo. ¿Entendido?

– Creo que sí.

– Bien. Ahora cambiamos de teatro.

Faltaba un minuto para la una de la madrugada. El paso siguiente era acudir a Abracadabra para averiguar su horario. Si había tiempo, daríamos primero una vuelta por los otros locales del entorno. Después de haber dejado a Chamorro sola con Lucas, lo que me había exigido soportar una desagradable inquietud, juzgué más oportuno, al menos de momento, que la incursión en Abracadabra y alrededores fuera de otro modo.

– Aquí iremos juntos, por ahora -la instruí-. Si nos tropezamos con alguien a quien sea mejor atacar a título individual, fingimos otra desavenencia o simplemente nos separamos, y el que esté mejor situado se lo queda. Aunque esta noche mejor nos andamos con tiento.

Un letrerito informaba que en Abracadabra no había hora fija de cierre: Abierto hasta el alba. Eso nos daba oportunidad de girar previamente visita a otros templos de la zona. Aquél era, por cierto, un sitio mucho más elegante que la urbanización. Los yates se mecían en el puerto deportivo, a apenas cincuenta metros del paseo donde se sucedían terrazas, discotecas y clubes. Había Coches descapotados y gente sofisticada, en la acepción usual del término, que viene siempre a aludir al coste de sus alhajas, indumentos y afeites. Entre los que deambulaban por el paseo abundaban las rubias ciclópeas con rotundos refuerzos silicónicos, los hombres bronceados de melena entrecana y grandes relojes sumergibles, etcétera.

En cierto sentido, nuestros esfuerzos allí se vieron menos recompensados que en la urbanización. En las dos horas que empleamos en recorrer tres o cuatro locales, no dimos entre la clientela con nadie que estuviera demasiado abierto a charlar con desconocidos, a excepción de algún alcohólico con dificultades para articular cuatro palabras coherentes. Sin embargo, quienes atendían en la barra se mostraron mucho más amables que el personal de Factory o Ardent. Casi todos eran bastante jóvenes, venidos de la Península para la temporada y descaradamente mercenarios. Gracias a ellos, y a cambio de alguna pequeña exhibición monetaria acogida con bastante desparpajo y ninguna suspicacia, obtuvimos puntual confirmación de la frecuente presencia de Eva Heydrich por aquel ambiente. Todos sabían la noticia y habían visto la fotografía en el periódico. Nadie daba detalles que no supiéramos. Nos contaban más o menos lo mismo que les habían contado a los policías que habían ostentado su condición de tales. En cuanto a los regulares cambios de pareja de la difunta, aquí causaban bastante menos extrañeza que en la urbanización. Más llamativo, aunque sin que nadie se escandalizara, resultaba que Eva se dejara ver con hombres y mujeres indistintamente. Un par de personas, en razón de esa circunstancia, insistieron en que el lugar al que debíamos ir era sin duda alguna Abracadabra.

Cuando al fin traspusimos el umbral del célebre club, medidos de arriba abajo por un coloso cuelliancho que notoriamente no se reservó el derecho de admisión gracias a la formidable figura de Chamorro, eran las tres y media de la madrugada. En Abracadabra, sin embargo, la noche empezaba apenas. Era un inmenso espacio azul, de techo más bien bajo. Había dos pistas de baile, tres barras y unas treinta o cuarenta mesas. Desde luego, era mucho más grande de lo que cabía imaginar desde fuera, y a aquella hora estaba razonablemente lleno. Chamorro y yo fuimos primero hacia la barra. Pedimos de beber y empleamos unos minutos en observar al personal. Había gente de todas las edades, desde veinte hasta sesenta años. Nada en el aspecto de los varones movía a intranquilidad. Con alguna salvedad, se trataba de gente más o menos pulida y perceptible desahogo económico. Ningún culturista con cueros o herrajes, por supuesto. En cuanto a las mujeres, llamaba la atención el gran número de ellas que habrían podido ocupar portadas de revista. Allí Chamorro resultaba más bien vulgar. Había mulatas, nórdicas interminables, incluso alguna oriental de largas piernas. Su aspecto y sus maneras eran tan femeninos como pudiera desearse. Nada de machorros sin pintar con pantalones negros. Lo único peculiar era la abundancia de rubias platino teñidas con el pelo cortado como si fueran reclutas. Las más maduras perdían espectacularidad, aunque alguna exhibía orgullosa los buenos oficios de la cirugía, la gimnasia o los productos cosméticos.

También en Abracadabra la barra estaba servida por jóvenes temporeros, implacablemente seleccionados en virtud de su atractivo físico. Cada mes debían renovar los floreros, masculinos y femeninos. Entre ellos maniobraban algunos de más edad y menor encanto que podían ser los dueños o formar parte del personal permanente. Recordando lo que me había dicho Zaplana acerca del tráfico ilícito que allí se desarrollaba y las reticencias que habían despertado en Abracadabra las averiguaciones de sus hombres uniformados, aguardé a que no hubiera ninguno de los mayores cerca y abordé a una de las muchachas más jóvenes. Secundado por Chamorro, le dije que aquél era nuestro primer día en la isla y le pedí consejo sobre las atracciones que ofrecía la comarca. Su primera pregunta fue la que yo me esperaba:

– ¿Y dónde paráis?

Le di el nombre de la urbanización y añadí, como detalle de humor negro:

– En la misma urbanización donde mataron a esa chica, hace cinco días. Para ser exactos, en la misma calle. Siempre hay un coche de la Guardia Civil en la puerta. Cuando nos han dicho por qué era hemos pensado que más vale que nos organicemos excursiones.

La muchacha era demasiado joven para no tratar de impresionarnos:

– Venía aquí todas las noches.

– ¿Quién?

– La chica esa, la que mataron.

– No me digas -comenté, sin demasiado énfasis-. ¿Y por qué la mataron, andaba metida en algo?

– No sé. Dicen que fue una mujer mayor que también venía bastante por aquí, aunque menos. Yo sólo la vi un par de noches; claro que llevo sólo tres semanas. La policía la está buscando, por lo visto. La chica era un poco seca, como todos los alemanes, pero daba mucha propina. Eso no es normal en esa gente.

Chamorro y yo quedamos en silencio, sin emitir opinión, invitándola a que soltara algo más.

– No se puede creer -se dolió la muchacha-. Bailaba ahí mismo, todas las noches. Esa gente de allí, esos italianos del fondo, eran amigos suyos. Y ahora está muerta. Qué absurdo es todo.

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