La palabra
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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.
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– Eh, signore! -le gritó, llegando hasta donde estaba Randall y poniéndose las manos en las caderas, tratando de recuperar la respiración-: Lei e inglese, vero? Usted es inglés, ¿no?
– Norteamericano -dijo Randall.
– Yo hablo inglés -anunció el muchacho-. Lo aprendí en la escuela y de muchos turistas. Me presentaré. Mi nombre es Sebastiano.
– Bien; hola, Sebastiano.
– ¿Usted quiere un guía? Yo soy buen guía. Yo ayudo a muchos norteamericanos. Yo les muestro todas las vistas de Ostia Antica durante una hora por mil liras. ¿Usted quiere que le muestre las ruinas principales?
– Ya he visto las ruinas principales. Ahora estoy buscando algo más. ¿Tal vez tú me podrías ayudar?
– Yo le ayudaré -dijo Sebastiano entusiastamente.
– Entiendo que hubo otra excavación por aquí, hace como seis años, en alguna propiedad privada de los alrededores. Ahora bien, si…
– ¿Scavi de Augusto Monti? -interrumpió el muchacho. Randall se mostró asombrado.
– ¿Tú sabes? Yo había oído que todavía era un secreto…
– Sí, mucho secreto -dijo Sebastiano-. Nadie sabe de eso, nadie viene a verlo. El letrero dice zona prohibida porque todavía hay agujeros y zanjas, y las autoridades no dejan entrar a nadie. El Gobierno lo ha convertido en un terreno histórico y ahora lo supervisa. Pero mis amigos y yo vivimos cerca de allí, jugamos en esos campos, así que vemos todo. ¿Usted quiere ver scavi de Augusto Monti?
– Pero, ¿y si la zona está restringida?
Sebastiano se encogió de hombros.
– Nadie vigila. Nadie mira. ¿Usted quiere ver por mil liras?
– Sí -recordó la nota de Lebrun que llevaba en el bolsillo-. La parte que quiero visitar está a seiscientos metros de la Porta Marina.
– Fácil hacerlo -dijo el muchacho-. Usted venga. Yo contaré seiscientos metros mientras vamos. ¿Usted es arqueólogo?
– Soy geólogo. Quiero examinar el… el suelo.
– No hay problema. Empezamos. Cuento seiscientos metros en mi cabeza. Está antes de los pantanos y las dunas de arena. Sé dónde nos lleva.
A donde los llevó, diez minutos después, fue a la entrada de una zanja honda, una zanja central, que se dividía en muchas otras zanjas y brechas, en su mayor parte cubiertas por tablones de madera, apoyados sobre pesadas vigas que servían como techo.
Junto a la abertura de la zanja principal había un letrero roto y astillado, destruido por el clima. Randall señaló con un dedo el letrero.
– ¿Qué dice?
Sebastiano se arrodilló junto a la señal.
– El letrero dice, yo traduzco… Scavi, es difícil para mí… Ya recuerdo… «Excavaciones de Augusto Monti. Peligro. Zona restringida. Prohibida la entrada» -se puso en pie, sonriendo alegremente-. Como le dije.
– Bien -Randall se asomó a la zanja. Cinco o seis escalones de madera habían sido construidos para penetrar a este pasaje subterráneo-. ¿Hay alguna luz allí abajo?
– Del sol únicamente. Pero suficiente. El techo no está bien ajustado. La luz se filtra. Esta zanja lleva a la gran excavación de la antigua villa, sólo medio desenterrada. ¿Usted quiere que le muestre?
– No -dijo Randall rápidamente-, no, eso no será necesario. Estaré abajo sólo unos cuantos minutos. -Buscó un billete de mil liras y lo puso en la palma de la mano del muchacho-. Agradezco que me quieras ayudar, pero preferiría que nadie me molestara mientras estoy revisando las cosas. ¿Comprendes?
Solemnemente, el muchacho hizo un juramento con la mano levantada.
– No le diré a nadie. Usted es mi cliente. Si me necesita otra vez, para ver más, estoy por el puesto de frutas.
Sebastiano se dio la vuelta, comenzó a correr a través del campo, hizo una seña de despedida con la mano y desapareció de la vista detrás de un montículo de hierba. Randall esperó hasta que el muchacho se hubo marchado y se volvió hacia la entrada de la excavación.
Titubeó. De repente, todo esto era tonto, quijotesco; esta ridícula aventura. ¿Qué diablos estaba haciendo aquí, él, uno de los principales publirrelacionistas de los Estados Unidos, el director de publicidad de Resurrección Dos, en medio de la nada, junto a esta excavación aislada y abandonada?
Pero era como si una mano invisible lo estuviera empujando. La mano de Robert Lebrun. ¿No estaba Lebrun dirigiéndose hacia este sitio hacía dos días?
Inmediatamente comenzó a descender. Uno de sus pies descansó sobre el primer escalón de madera, y entonces, gradualmente, continuó bajando, escalón por escalón, hasta que llegó al duro suelo del fondo de la zanja. Se dio la vuelta y vio que la estrecha excavación tenía por lo menos veinte metros hacia delante, y que la oscuridad subterránea se desvanecía con los numerosos rayos de luz solar que se filtraban a través de los tablones que estaban arriba.
Empezó a avanzar cautelosamente. A los lados, la tierra estaba parcialmente apuntalada para prevenir desprendimientos y, a intervalos, había postes verticales, como columnas de madera, para sostener el techado de tablones y algunas hojas de lámina. En cierto lugar, la tierra había sido cavada y revelaba un antiguo piso de mosaico en un túnel corto en forma de cruz, y después había muchas cajas, algunas vacías, la mayoría medio llenas con pedazos gruesos de roca roja, trozos de mármol, un fragmento de lo que semejaba un receptáculo de mármol, y astillados ladrillos amarillos.
Aproximándose al final de la zanja, antes de que ésta se extendiera hacia las excavaciones más grandes, Randall se percató de que los tablones de arriba habían sido removidos, de manera que su camino estaba, de este modo, considerablemente mejor iluminado.
Una vez más, inspeccionando los costados de la acanalada hendedura, se encontró frente a una sección del muro de la excavación, que era extrañamente distinta (estaba ahuecada, daba la impresión de estar compuesta de piedra caliza y parecía constituir los restos de la pared de una especie de gruta), y entonces, abruptamente, Randall se detuvo allí mismo.
En la ahuecada pared que estaba a su derecha encontró, por vez primera, inscripciones.
En la superficie del muro de roca labrada (¿podría ser la catacomba familiar?, ¿la antigua cámara mortuoria subterránea?), débilmente grabados en la piedra porosa conocida como tufa granulare, había retratos primitivos, dibujos del siglo primero, inscripciones de los primeros cristianos perseguidos en los tiempos apostólicos.
No había muchos, y no eran muy claros, pero sus contornos podían distinguirse.
Randall se acercó al muro de toba. Vislumbró un ancla. El ancla secreta que los primeros cristianos utilizaban para disfrazar la Cruz de Cristo. Distinguió las letras griegas y las primeras dos letras de la palabra griega Christos, y descifró una burda paloma y una rama de olivo, trazos del símbolo de la paz entre los primeros cristianos.
Randall se agachó junto a la pared. Distinguió lo que parecía una… sí… una ballena, el primer signo cristiano de la Resurrección. Y luego, en la desmoronadiza roca roja, el vago contorno de un pez, y otro pez, y un tercer pez primitivo, tallados en pequeño, como ciprinos, los símbolos de la palabra I-CH-TH-U-S, cuyas letras eran las iniciales de las palabras griegas atribuidas a Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador.
Definitivamente, el muro de toba escondía una subcámara, una disimulada bóveda de sótano donde una familia romana convertida el cristianismo había alguna vez enterrado furtivamente a sus muertos y había dejado en la roca señales de su credo y su fe.
Randall se hizo hacia atrás, escudriñando cuidadosamente la superficie del muro en busca de más inscripciones, hacia los lados y hacia arriba y hacia abajo, y entonces, repentinamente… hasta abajo, a escasos treinta centímetros del piso de la zanja, lo vio.
Se echó hacia delante, arrodillándose para verlo más de cerca, para estar seguro, para estar absolutamente convencido. Sostuvo la mirada en esa inscripción, más clara, mucho menos antigua que todas las demás.