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La palabra

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La palabra
Название: La palabra
Автор: Wallace Irving
Дата добавления: 16 январь 2020
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La palabra - читать бесплатно онлайн , автор Wallace Irving

En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.

Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.

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«Por supuesto que lo veré», se prometió Randall a sí mismo.

Dobló el papel y lo guardó dentro del bolsillo junto con el billete.

– Quédese con el resto -le dijo al oficial.

– Gracias, gracias, y mis condolencias por su pérdida de un amigo, Signore.

Sí, condolencias por la pérdida de un amigo, pensó Randall mientras se alejaba del depósito de cadáveres. Pero gracias, además, a un amigo, por un pequeño legado y una remota esperanza.

Al salir a la cálida noche romana, Randall supo que debía concluir la jornada que Robert Lebrun había iniciado. El billete color de rosa que llevaba en el bolsillo no había sido usado. A la mañana siguiente tendría otro billete color de rosa en el bolsillo, pero ése sí sería usado, de Roma a Ostia Antica y de Ostia Antica a Roma.

¿Y después de eso? Mañana se sabría.

Con demasiada lentitud, el mañana de anoche se había convertido en hoy.

El nuevo billete color de rosa estaba ya en su bolsillo, y la fecha perforada en los números que rodeaban el billete era el 2. Y ahí estaba él, en la avanzada mañana de un martes que era el 2 de julio, a bordo del destartalado tren que poco a poco se acercaba estruendosamente al antiguo puerto medio sepultado donde, bajo la pala del profesor Monti, se había iniciado Resurrección Dos y donde, a través del testimonio secreto de Robert Lebrun, Resurrección Dos podría finalizar.

La anterior había sido una noche muy ocupada para Steven Randall. Se había asegurado, a través del conserje del «Hotel Excelsior», de las horas de salida de los trenes matutinos que iban de Roma a Ostia Antica. Era un viaje de solamente veinticinco minutos, se le había informado. Después de eso, siguiendo pistas, había bajado al distrito de la Via Veneto en busca de algunas librerías italianas que tuvieran libros en inglés y que estuvieran abiertas hasta las ocho o más tarde. Había encontrado dos, y en ellas había localizado lo que quería: ejemplares usados de las obras acerca de Ostia escritas por Guido Calza, quien había dirigido algunas de las primeras exploraciones de las ruinas en el siglo xx, y por Russell Meiggs, quien había asentado el registro histórico más completo acerca del florecimiento y la decadencia de la antigua ciudad.

Para completar los libros, Randall había adquirido un mapa turístico que mostraba el plano de la ciudad en la antigua época romana y en los tiempos modernos, así como una guía que describía las ruinas descubiertas en el siglo pasado. No había referencia alguna acerca del profesor Augusto Monti… lo cual era comprensible, ya que el mapa y los libros eran de fechas anteriores al descubrimiento que había hecho Monti hacía seis años. Después, Randall recordó que el hallazgo de Monti se había mantenido en perfecto secreto y no se haría del conocimiento público sino hasta fines de esa semana.

Hasta dos horas después de la medianoche, Randall había examinado escrupulosamente los libros y el mapa, con sus planos antiguos y modernos, estudiándolos con mayor atención de la que jamás había otorgado a ningún libro de texto en la secundaria o en la universidad, hacía ya muchos años. Casi había memorizado todas las vistas y la leyenda de Ostia Antica y sus alrededores. Se había penetrado de los planos de la típica villa patricia romana del siglo primero, como aquélla que Monti había desenterrado. La típica villa tenía un vestíbulo, un atrio o patio abierto, un tablinum, o biblioteca, un triclinium o comedor, recámaras, un oecus o salón principal, una cocina, habitaciones para los sirvientes, algunas letrinas… y sí, por Dios, algunas veces hasta una catacomba.

En el pedazo de papel que llevaba Randall en su cartera, Robert Lebrun había garabateado (después de Porta Marina, después de 600 mtrs.) la palabra catacomba, y anoche en su lectura, se había ocupado en buscarla. Se había enterado de que numerosas excavaciones realizadas en Italia habían revelado que algunas villas, propiedades de los cristianos conversos secretamente, tenían su propia catacomba, una cámara subterránea para enterrar privadamente a la familia.

Habiendo terminado con los libros, Randall había sacado de su maleta el expediente con las notas de investigación que tanto él como Ángela habían hecho acerca de las excavaciones del profesor Monti en la zona del puerto hacía seis años. Reuniendo cada una de las últimas palabras de la confesión que Lebrun le hiciera durante su única entrevista, las añadió a las breves anotaciones que ya había hecho. Finalmente, con los ojos irritados y el cerebro fatigado, se fue a dormir.

Esta mañana, armado únicamente con el mapa y la hoja de papel que tenía el dibujo del pez arponeado y las misteriosas notas en la esquina inferior derecha, había tomado un taxi hacia Porta San Paolo.

Había resultado ser una estación ordinaria, con algunas columnas de piedra en el exterior y piso de mármol en el interior; pasando la cafetería y el kiosco de periódicos, había una hilera de taquillas. Llevando su perforado billete color de rosa en la mano, Randall se había dirigido a la plataforma de la estación y a su tren. Había abordado un vagón pintado de azul y blanco y, unos momentos después, él y los otros pasajeros habían iniciado su viaje.

Ahora, al ver su reloj, se dio cuenta de que habían transcurrido diecisiete minutos desde la partida. Estaba a sólo ocho minutos de su destino.

Normalmente, el viaje le habría parecido insoportable. Los asientos de los pasajeros eran duros bancos de madera, ni sucios ni limpios, sino simplemente viejos. El vagón estaba repleto y la atmósfera era sofocante; estaba abarrotado de sencillos italianos, pobremente vestidos, que regresaban a sus pueblos y villas desde la gran ciudad. Se oían muchos parloteos, lloriqueos y quejidos (o a eso sonaban), y la mayoría de quienes se encontraban alrededor de él estaban empapados en sudor, mientras el despiadado sol penetraba a través de las sucias ventanas. Desde el principio, las luces eléctricas del techo habían estado encendidas, lo cual había parecido incomprensible hasta que atravesaron el primer túnel de una montaña, y luego otro y otro.

Contemplando el panorama a través de la ventana, Randall no encontró nada de interés. Había muchos edificios de apartamentos arruinados, alguna ropa recién lavada colgando de los pequeños balcones y, aquí y allá, oscuras casas de campo pertenecientes a conjuntos residenciales. El tren se había detenido a sacudidas ante las descuidadas estaciones de pequeños pueblos… en Magliana, en Tor di Valle, después en Vitina.

Ahora estaban saliendo de Acilia. El panorama estaba mejorando. Sobre el horizonte se veía una arboleda de olivos, algunas granjas, prados, arroyos que desembocaban en el Tíber y una moderna autopista, la Via Ostiensis, supuso Randall, visible en una línea paralela.

Todo esto había sido una vez el majestuoso camino de Roma al puerto desarrollado por Julio César y Augusto César. Mejorado por los Césares posteriores, Claudio y Nerón, el puerto había sido una fortaleza contra los invasores y eventualmente había llenado los graneros en Ostia, el centro de abastos de la capital.

No obstante, a Randall en realidad no le interesaba lo que había fuera de la ventana, o el calor y las condiciones sofocantes que prevalecían dentro del vagón. Su verdadera atención estaba en lo que le esperaba más adelante, en la posibilidad de que la mano muerta de Robert Lebrun lo condujera hacia la evidencia de la falsificación, la cual obviamente había escondido en alguna parte del antiguo puerto, fuera de las excavaciones controladas por el Gobierno… probablemente en las proximidades del punto donde Lebrun dijo haber ocultado su fraude para que Monti lo descubriera.

Randall sabía que tenía escasísimas probabilidades en su favor. Eran las mismas probabilidades de encontrar una aguja en un pajar. No obstante, tenía una pista, y con un poco de confianza se sintió impulsado a representar ese acto final. De alguna manera, nada parecía más importante que saber si el mensaje del Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio, que se ofrecerían al mundo a través de Resurrección Dos dentro de unos pocos días, era la Palabra… o la Mentira.

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