La palabra
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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.
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El tren chirriaba más lentamente; de hecho, estaba deteniéndose. Randall miró su reloj. Veintiséis minutos desde que había salido de Roma. Se asomó hacia fuera a tiempo para ver un negro letrero que ostentaba unas palabras en blanco. Decía: OSTIA ANTICA.
Se levantó de un salto, apretujado entre la docena de sudorosos pasajeros que llenaban el pasillo, y arrastrando los pies alcanzó la puerta del vagón.
Después de atravesar la plataforma, los pasajeros se precipitaron hacia un paso a desnivel. Randall los siguió. Bajó la escalera, caminó por un túnel de hormigón reconfortantemente fresco que cruzaba por debajo de las vías del ferrocarril, y luego subió los escalones que conducían a la pequeña y acalorada estación. Pasó con prisas cerca de una estatua sin cabeza que estaba frente a la ventanilla de los billetes y se dirigió al exterior.
Tratando de ignorar el abrasante calor y de orientarse, se sintió agradablemente sorprendido. Era como si lo hubieran arrojado a un paraíso rural. Frente a él había palmeras e higueras, y más allá alcanzó a ver la escalera de un puente. Los otros pasajeros se habían evaporado. Él se hallaba solo en ese tranquilo y pacífico lugar… pero no completamente solo.
Un chófer de taxi, un nativo de cómica apariencia, sonriente y raquítico, que llevaba un ancho sombrero de gondolero, una harapienta camisa, una banda color escarlata a la cintura y pantalones anchos, se le había interpuesto con rapidez.
El chófer, bronceado por el sol, se tocó respetuosamente el ala del sombrero.
– Buon giorno, signore. Yo soy Lupo Farinnaci. Todos en Ostia me conocen. Yo tengo un taxi. «Fiat». ¿Quiere un taxi?
– Creo que no -dijo Randall-. Solamente voy a las excavaciones…
– Ah, scavi, scavi, excavaciones, sí. Usted camina. Es una caminata corta. Más allá del puente, más allá de la autostrada, hacia la puerta de hierro.
– Gracias.
– No se quede mucho. Demasiado caliente. Si usted quiere un paseo fresco, tal vez después a Lido di Ostia, la playa de Roma, Lupo lo lleva en taxi.
– No creo que tenga tiempo.
– Tal vez. Usted vea. Si necesita un taxi, Lupo aquí… en el restaurante «Al Desembarcadero de Eneas»… A veces en el puesto de frutas más allá. Usted vea. Tal vez.
– Gracias, Lupo. Si lo necesito, lo buscaré.
Asándose, Randall se dirigió hacia el puente y lo cruzó, y cuando hubo descendido cerca de un campo abierto en el que había un grupo de pinos, su camisa estaba empapada y la llevaba pegada a la piel. Con el mapa en la mano, identificó un castillo del siglo xv, el de Giuliano della Rovere, quien se había convertido en el Papa Julio II, y luego encontró un restaurante campestre con el extraño nombre de Allo Sbarco di Enea (Al Desembarcadero de Eneas, según le había dicho Lupo) donde, bajo un techo compuesto de enredaderas, había gente comiendo. La entrada principal a las ruinas (marcado en el mapa como Cancello A, Porta Romana) debía estar cerca.
Caminó un poco más y vislumbró una puerta de hierro que tenía al frente un letrero amarillo que anunciaba, en letras negras: SCAVI DI OSTIA ANTICA.
Una vez que hubo cruzado la entrada, todo se volvió a transformar, como por acto de magia, en el país de las maravillas. Ante él se extendía un parque, o lo que parecía ser un parque, con verdes pinos que despedían un aroma fresco y estimulante, y desde el mar, que estaba a unos cuantos kilómetros de distancia, una ligera brisa lo envolvía e incrementaba sus esperanzas.
A su izquierda, Randall vio un pabellón minúsculo, dentro del cual estaba una anciana obesa observándolo. La vieja tenía en las manos un rollo de boletos y le estaba gritando:
– Bisogno comprare un biglietto per entrare, signore! ¡Necesita comprar un boleto para entrar, Mr.!
Respondiendo a la llamada, Randall se acercó a la anciana y compró un boleto para ver las ruinas.
Con el cartoncillo en la mano y guardándose el cambio, vio otra señal amarilla con una inscripción en italiano. Inquisitivamente miró a la vendedora de boletos.
– Que el superintendente dice que no se acerque a la excavación; no está permitido -explicó ella-. Vea las ruinas; la excavación no. Dice que cuidado con el desnivel del terreno cuando camine, para protegerse las piernas.
– Tendré cuidado -prometió él.
Siguiendo nuevamente su mapa, Randall buscó el Decumanus Maximus, la antigua calle principal que atravesaba todo lo que había sido descubierto de Ostia Antica. No tuvo problema para encontrar el camino, pero desde que dio los primeros pasos supo que tendría dificultad para recorrerlo.
La calle principal, hoy día igual que en su apogeo durante el siglo ii, estaba cubierta con resbaladizas y separadas piedras redondas, de modo que al caminar sobre ellas uno resbalaba, tropezaba y se torcía los tobillos. Al fin, en vista de que la superficie irregular y resbaladiza le estaba impidiendo avanzar, Randall se pasó a un lado del camino, donde había hierba, y reanudó la marcha entre el pasto, los parches de tierra y los antiguos despojos sobre el cadáver de esa ciudad romana.
Aquí, según le indicaba su mapa, estaban los muros destruidos de un granero del siglo ii, y allá, las columnas de un teatro que había funcionado en el año 30 A. D. Aquí, los restos del Teatro de la Comunidad, y allá, el Balneario del Foro.
Pero, impacientándose con el mapa, prefirió recrear la vista con el panorama total, contemplando los estratos descubiertos que revelaban las volcadas urnas de mármol con sus refinados tallados, la sección de un apartamento con sus paredes interiores pintadas, los tazones secos de varias fuentes, los restos de imponentes arcos y un pedrejón con la inscripción Decumanus Maximus.
Había reconocido dos terceras partes de las ruinas de Ostia Antica, y la región estaba completamente desolada; no había otra alma a la vista y comenzó a sentirse perdido.
Se detuvo bajo la sombra de un pino, sentándose en la orilla de un muro de piedra destrozado, y desdobló la hoja de papel que había tomado de la cartera de Lebrun.
Releyó la misteriosa anotación que había en la esquina inferior derecha: Cancello C, Decumanus Maximus, Porta Marina. 600 mtrs. Catacomba.
Examinándolo por centésima vez, Randall se sintió menos seguro de que representaba lo que ayer había pensado que significaba. El había creído que éste era el destino al que Lebrun quería llegar el domingo; un registro escrito de la zona donde había escondido la evidencia de su falsificación. Ahora, Randall experimentaba sus primeras dudas.
Sin embargo, no había alternativa; tenía que seguir adelante. Según su mapa, Cancello C (que de acuerdo con su diccionario significa Puerta C) o la Porta Marina estaban a la vuelta de la curva del camino, al mero final del Decumanus Maximus y en el límite exterior de las ruinas de Ostia Antica.
Se embolsó tanto el papel doblado como el mapa, se levantó del muro de piedra y se dirigió hacia la curva del camino principal.
En cinco minutos llegó al final del camino empedrado con guijarros y lleno de baches, deteniéndose frente a las desplomadas piedras del Balneario de la Porta Marina. A su derecha, más allá de los excavados huertos de las casas de los tiempos de Adrián, había una extensión de terreno accidentado, cuyo segado pasto estaba amarilleado y marchitándose bajo el ardiente sol.
Protegiéndose los ojos del sol con una mano, contemplando la zona que había entre la pradera y el Balneario de la Porta Marina, vislumbró un puesto descubierto, un kiosco turístico que vendía jugos de frutas, y luego descubrió algo más. Una figura humana que se hacía más grande cada segundo, mientras se precipitaba hacia él, saludándolo.
Esperó, y quien corría resultó ser un delgado e impetuoso jovencito, de trece o catorce años, de espesa cabellera negra azabache, enormes ojos oscuros, sin camisa, unos pantalones cortos de color caqui y unos rotos zapatos de tenis.