La palabra
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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.
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El oficial tomó la orilla de la sábana y la levantó parcialmente hacia atrás.
– ¿Es éste… su Robert Laforgue?
A Randall se le subió el estómago hasta la garganta, mientras se inclinaba hacia delante. Echó una mirada y retrocedió. El anciano rostro arrugado, con la piel muerta como si fuera un pedazo de papiro, quebrada, magullada y purpúrea, ya sin sangre, pertenecía a Robert Laforgue, alias Lebrun.
– Sí -susurró Randall, controlando la náusea.
– ¿Está usted seguro de la identificación?
– Seguro.
El oficial dejó caer la sábana, con la mano hizo una seña al asistente para que se llevara la camilla, y se volvió hacia Randall.
– Gracias, Signore. Hemos terminado aquí.
Mientras se alejaban del pabellón de identificación y cruzaban el corredor, lo que Randall pudo percibir no fue meramente el fétido olor de la muerte, sino la asquerosa peste de la coincidencia.
Este nuevo olor sucio lo inundó. Cuando él había querido ver el original del Papiro número 9, en Amsterdam, el documento había desaparecido, por coincidencia. Cuando había querido ver el negativo del papiro, los materiales de Edlund, el fotógrafo, se habían perdido en un incendio, por coincidencia. Cuando estuvo preparado para recibir la evidencia del fraude, en Roma, el falsificador había muerto en un accidente el día anterior, por coincidencia. Por coincidencia… ¿o intencionadamente?
El oficial de la Morgue le estaba hablando.
– Signore, ¿sabe usted de algún pariente que haga la reclamación para recibir el cuerpo?
– Dudo que exista alguno.
– Así que, puesto que usted es el único que aparece para hacer la identificación (no ha habido otros), sería legal que usted hiciera la disposición. -El oficial miró a Randall esperanzadamente-. Si usted desea.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Puesto que la identificación está hecha, ahora debemos deshacernos del cuerpo. Si usted no hace la reclamación, el cadáver va a ser enterrado en el Campo Comune…
– Oh, sí, ya sé. La fosa común.
– Si usted desea la responsabilidad, nosotros podemos arreglar que la compañía privada de funerales se lleve el cuerpo, lo embalsame, lo ponga en la capilla y lo entierre en el cementerio católico, el Cimitero Verano, con servicios apropiados. Además, una lápida. Nosotros hacemos este respetable entierro en la iglesia, si usted paga. Lo que usted quiera, Signore.
Habían llegado al vestíbulo de entrada, y se dirigieron hacia el cuarto que tenía el mostrador de mármol, Randall no tuvo dudas. Al margen de que Lebrun hubiera sido sincero o un farsante, la verdad es que había estado dispuesto a colaborar con él. A pesar de que no había tenido la oportunidad, merecía algo a cambio. El respeto humano, por lo menos.
– Sí, yo pagaré todos los gastos del funeral -dijo Randall-. Denle un entierro apropiado. Solamente una cosa… -no pudo evitar una ligera sonrisa, recordando a Lebrun-. Sin servicios religiosos y que no lo entierren en el cementerio católico. Mi amigo era… agnóstico.
El oficial de la Morgue hizo un gesto de comprensión y se paró detrás del mostrador.
– Se hará como usted desea. Después de que la compañía funeraria lo embalsame, el entierro será en el cementerio no católico… el Cimitero Acatólico. Allí descansan en paz muchos no creyentes… poetas extranjeros. Será apropiadísimo y correcto. ¿Usted pagará ahora, Signore?
Randall pagó al momento, aceptó un recibo, firmó un documento final y se alegró de que todo hubiera terminado ya para poderse marchar.
Cuando se preparaba para irse, el oficial del depósito de llamó.
– ¡Signore! Un momento…
Preguntándose qué pasaría ahora, Randall regresó al mostrador de mármol, donde el oficial había colocado una bolsa de plástico.
– Puesto que usted ha hecho la reclamación, usted puede poseer los bienes de la víctima.
– ¿Se refiere usted a las cosas que había en su apartamento? Puede usted regalarlo todo a alguna organización no religiosa de caridad.
– Así se hará… pero, no, yo hablo de lo que hay en esta bolsa… sus efectos personales, lo que había en el cuerpo cuando fue traído aquí.
El oficial desató la cuerda de la bolsa de plástico y la volcó sobre el mostrador. Las últimas pertenencias de Lebrun resonaron al caer.
– Llévese lo que usted quiera como recuerdo. -Un teléfono comenzó a sonar en la parte trasera del cuarto-. Excúseme -dijo el oficial del depósito, y se apresuró a contestar el aparato.
Randall permaneció silenciosamente de pie frente al mostrador, con lo que quedaba de Robert Lebrun.
Había bastante poco, y lo que había hizo que le doliera el corazón. Recogió cada uno de los efectos y los puso a un lado. Un golpeado reloj con caja de metal y las manecillas detenidas a las doce veintitrés. Un paquete semivacío de cigarrillos franceses Gauloise. Una caja de cerillas. Algunas monedas italianas de diez liras. Por último, un barato y desgastado billetero en imitación de piel color café.
Randall tomó la cartera, la abrió y empezó a vaciarla de su contenido.
Una tarjeta de identificación.
Cuatro billetes de mil liras.
Un quebradizo pedazo de papel doblado.
Y un boleto de ferrocarril, color de rosa y de forma oblonga.
Randall tiró el dinero y la tarjeta de identificación sobre el mostrador, cerca del billetero vacío. Desdobló el pedazo de papel. Desde el centro de la hoja, el dibujo de un pez, un pez atravesado por un arpón, le saltó a la vista. El pez era similar al que Monti había dibujado, pero más redondo, hecho por otra mano, posiblemente por la de Lebrun. En la esquina inferior derecha de la página, minuciosamente escritas en tinta, estaban las palabras: Cancello C. Decumanus Maximus, Porta Marina. 600 mtrs. Catacomba.
Ahora el boleto color de rosa del ferrocarril. Estaba en tres partes. Los cuadrados estaban rodeados con treinta y un números, cada uno obviamente representaba un día del mes. El cuadrado de arriba decía: ROMA S. PAOLO/OSTIA ANTICA. El cuadrado de abajo decía: OSTIA ANTICA/ROMA S. PAOLO.
Las sienes de Randall empezaron a palpitar.
El oficial de la Morgue había vuelto al mostrador.
– Mil perdones -dijo-. ¿Ha encontrado algo?
Randall le mostró el boleto color de rosa.
– ¿Qué es esto?
El oficial echó un vistazo.
– El boleto del ferrocarril. Está perforado para uso el día de ayer. La sección de arriba es de la estación de Roma San Paolo para tomar el tren a Ostia Antica, donde tenemos el famoso lugar de recreo a la orilla del mar y muchas ruinas antiguas. La siguiente sección es del regreso… es viaje redondo, la misma fecha… de Ostia Antica a Roma. La tercera sección es el recibo. Se compró para ayer, pero no se usó, porque el pedazo para ir y el pedazo para regresar no han sido arrancados.
La cabeza de Randall continuaba palpitando, y en el caos de su mente intentó reconstruir en su imaginación la escena del domingo: Robert Lebrun había ido a la estación del ferrocarril de San Paolo el día de ayer, compró un billete que lo llevaría a Ostia Antica y lo regresaría a Roma, todo el mismo día. Había llegado demasiado temprano para tomar su tren, así que probablemente había salido cojeando hacia la plaza en busca de un lugar donde disfrutar del sol antes de partir. Más tarde, al cruzar la plaza de regreso a la estación, había sido atropellado y muerto, con el billete aún sin usar.
Lebrun iba a ir a Ostia Antica, el lugar del gran descubrimiento del profesor Monti, para recuperar la evidencia, la prueba de que el hallazgo había sido sólo una falsificación suya.
Randall se guardó el billete dentro del bolsillo de su chaqueta y examinó el dibujo del pez y las palabras misteriosas que había en la esquina inferior derecha del papel. Luego levantó la vista.
– ¿Qué es la Porta Marina?
– ¿Porta Marina? También está en Ostia Antica. En la parte final de las ruinas de Ostia Antica… el Balneario de Porta Marina… muy interesante, muy antiguo; usted debe verlo.