La Historiadora

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La Historiadora
Название: La Historiadora
Автор: Kostova Elizabeth
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Historiadora - читать бесплатно онлайн , автор Kostova Elizabeth

Durante a?os, Paul fue incapaz de contarle a su hija la verdad sobre la obsesi?n que ha guiado su vida. Ahora, entre papeles, ella descubre una historia que comenz? con la extra?a desaparici?n del mentor de Paul, el profesor Rossi. Tras las huellas de su querido maestro, Paul recorri? antiguas bibliotecas en Estambul, monasterios en ruinas en Rumania, remotas aldeas en Bulgaria… Cuanto m?s se acercaba a Rossi, m?s se aproximaba tambi?n a un misterio que habia aterrorizado incluso a poderosos sultanes otomanos, y que a?n hace temblar a los campesinos de Europa del Este. Un misterio que ha dejado un rastro sangriento en manuscritos, viejos libros y canciones susurradas al o?do.

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Vi a Ranov en el exterior del gran complejo con otro hombre cerca de un coche azul largo.

Su acompañante era alto y elegante, con su traje de verano y el sombrero, y algo me impulsó a detenerme a la sombra de la puerta. Se hallaban enfrascados en una vehemente conversación, que se interrumpió con brusquedad. El hombre apuesto dio a Ranov una palmada en la espalda y subió al vehículo. Yo también sentí el leve impacto de la cordial palmada, porque conocía el gesto y lo había experimentado. Por increíble que pareciera, el hombre que salía ahora poco a poco del polvoriento aparcamiento era Géza József.

Retrocedí hacia el interior del patio y volví al lado de Stoichev y Helen con la mayor rapidez posible. Helen me dirigió una mirada penetrante. Tal vez también ella estaba empezando a confiar en mis intuiciones. La llevé a un lado un momento, y Stoichev, aunque parecía perplejo, era demasiado educado para hacerme preguntas.

– Creo que József está aquí -susurré a toda prisa-. No le vi la cara, pero alguien muy parecido a él estaba hablando con Ranov hace un momento.

– Mierda -dijo Helen en voz baja. Creo que fue la primera y última vez que le oí decir una palabrota.

Un momento después Ranov se acercó corriendo.

– Es hora de cenar -dijo sin más, y yo me pregunté si se habría arrepentido de dejarnos a solas con Stoichev, aunque fuera unos pocos minutos. Su tono me convenció de que no me había visto fuera-. Vengan conmigo. Vamos a cenar.

La cena del silencioso monasterio era deliciosa, platos caseros servidos por dos monjes. Un puñado de turistas se alojaba en la hostería con nosotros, y observé que algunos hablaban otros idiomas, además del búlgaro. Los de habla alemana debían proceder de Alemania del Este, pensé, y tal vez el otro sonido era checo. Comimos con avidez, sentados a la larga mesa de madera, con los monjes alineados en otra mesa cercana, y pensé con placer en los catres estrechos que nos aguardaban. Helen y yo no gozábamos de un momento a solas, pero sé que ella debía estar pensando en la presencia de József. ¿Qué estaría tramando con Ranov? Mejor dicho, ¿qué quería de nosotros? Recordé que Helen me había advertido de que nos seguían. ¿Quién le había dicho dónde estábamos?

Había sido un día agotador, pero yo estaba tan ansioso por ir a Bachkovo que me habría ido de buena gana a pie si así hubiera podido llegar antes. En cambio, nos fuimos a dormir para el viaje del día siguiente. Mezclada con los ronquidos de Berlín Este y Praga escuché la voz de Rossi reflexionar sobre algún punto controvertido de nuestro trabajo, y a Helen diciendo, divertida por mi falta de perspicacia: «Me casaré contigo, por supuesto».

65

Junio de 1962

Querida hija:

Como sabes, somos ricos debido a ciertas cosas terribles que nos ocurrieron a tu padre y a mí. Dejé casi todo ese dinero a tu padre, para que te cuidara, pero tengo suficiente para poder llevar a cabo una larga búsqueda, un asedio. Cambié un poco en Zürich hace dos años, y abrí una cuenta corriente a un nombre que no diré a nadie. Mi cuenta bancaria es abundante. Saco de ella dinero una vez al mes para pagar las habitaciones de alquiler, las cuotas de los archivos, las comidas en restaurantes. Gasto lo menos posible, para poder entregarte un día todo lo que quede, pequeña, cuando seas una mujer.

Tu madre que te quiere,

Helen Rossi

Junio de 1962

Querida hija:

Hoy ha sido uno de esos días malos (no enviaré esta postal. Si algún día envío alguna de ellas, no será ésta). Hoy ha sido uno de esos días en que no puedo recordar si estoy buscando a ese demonio o sólo huyendo de él. Me paro ante el espejo, un viejo espejo de mi habitación del Hotel d'Este. El cristal tiene manchas como de moho, que trepan por su superficie curva. Me quito el pañuelo y toco la cicatriz de mi cuello, una mancha roja que nunca acaba de curarse. Me pregunto si tú me encontrarás antes de que yo pueda encontrarle. Me pregunto si él me encontrará antes de que yo le encuentre a él. Me pregunto si no me habrá encontrado ya. Me pregunto si algún día volveré a verte.

Tu madre que te quiere,

Helen Rossi

Agosto de 1962

Querida hija:

Cuando naciste, tu pelo era negro y estaba pegado a tu cabeza viscosa formando rizos.

Después de que te lavaran y secaran, se convirtió en un suave vello alrededor de tu cara, pelo oscuro como el mío, pero también cobrizo como el de tu padre. Estaba tendida en un charco de morfina, te sostenía y veía cambiar los reflejos de tu pelo, de un oscuro zíngaro a brillante, y otra vez oscuro. Todo en ti era pulido y brillante. Te había formado y pulido en mi interior sin saber lo que hacía. Tus dedos eran dorados, tus mejillas rosas, tus pestañas y cejas las plumas de una cría de cuervo. Mi felicidad se imponía incluso a la morfina.

Tu madre que te quiere,

Helen Rossi

66

Desperté temprano en mi catre del dormitorio masculino de Rila. El sol empezaba a filtrarse por las pequeñas ventanas, que daban al patio, y algunos turistas seguían dormidos como troncos en otros catres. Cuando aún no había amanecido, escuché el primer tañido de la campana, que ahora volvía a tocar. Mi primer pensamiento fue que Helen había dicho que se casaría conmigo. Quería verla otra vez, quería verla lo antes posible, encontrar un momento para preguntarle si lo de ayer sólo había sido un sueño. El sol que bañaba el patio era un eco de mi felicidad, y el aire de la mañana se me antojó increíblemente fresco, henchido de siglos de frescor.

Pero Helen no estaba desayunando. En cambio, sí vi a Ranov, hosco como siempre,

fumando, hasta que un monje le pidió con gentileza que saliera fuera a fumar. En cuanto terminé de desayunar, seguí el corredor hasta el dormitorio de las mujeres, donde Helen y yo nos habíamos despedido la noche anterior, y encontré la puerta entreabierta. Las demás mujeres, alemanas y checas, se habían ido y habían dejado sus camas hechas. Al parecer, Helen seguía dormida. Vi su forma en el catre más cercano a la ventana. Estaba vuelta hacia la pared, y yo entré con sigilo, razonando que, puesto que ahora era mi prometida, tenía derecho a darle un beso de buenos días, incluso en un monasterio. Cerré la puerta a mi espalda, con la esperanza de que no entrara ningún monje.

Helen daba la espalda a la habitación. Cuando me acerqué, se giró apenas en mi dirección, como si intuyera mi presencia. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, los rizos oscuros desplegados sobre la almohada. Estaba profundamente dormida y una respiración similar a un estertor surgía de sus labios. Pensé que debía estar cansada de nuestros viajes y paseos del día anterior, pero el abandono de su postura me impelió a acercarme más, inquieto. Me incliné sobre ella, con la idea de besarla incluso antes de que se despertara, y en un único y terrible momento vi la palidez verduzca de su cara y la sangre fresca en su garganta. En el lugar de la herida casi cicatrizada, en la parte más profunda de su cuello, sangraban dos pequeños cortes, rojos y abiertos. También había un poco de sangre en el borde de la sábana blanca, y en la manga de su camisón blanco de aspecto barato, a consecuencia de haber echado el brazo hacia atrás mientras dormía. La parte delantera de su camisón estaba abierta y algo desgarrada, y uno de sus pechos estaba visible casi hasta el pezón oscuro. Asimilé todo esto en un instante, petrificado, y tuve la impresión de que mi corazón dejaba de latir. Después extendí la sábana sobre su desnudez, como si tapara a un niño para que durmiera. En aquel momento no se me ocurrió otro movimiento. Un espeso sollozo inundó mi garganta, una rabia que jamás había experimentado.

– ¡Helen!

Sacudí su hombro con delicadeza, pero su expresión no cambió. Reparé ahora en su cara demacrada, como si padeciera dolor incluso en el sueño. ¿Dónde estaba el crucifijo? Me acordé de él de repente y miré a mí alrededor. Lo encontré al lado de mi pie. La fina cadena estaba rota. ¿Lo habría arrancado alguien, o lo habría roto ella mientras dormía? La sacudí de nuevo.

– ¡Despierta, Helen!

Esta vez se removió, pero como inquieta, y me pregunté si sería perjudicial obligarla a recobrar la conciencia con excesiva rapidez. No obstante, al cabo de un segundo abrió los ojos y frunció el ceño, muy débil. ¿Cuánta sangre había perdido durante la noche, esa misma noche en que yo había dormido como un tronco en el corredor vecino? ¿Por qué la había dejado sola, aquélla o cualquier noche?

– Paul -dijo perpleja-. ¿Qué haces aquí? -Entonces se incorporó con un esfuerzo y reparó en el camisón desarreglado. Se llevó la mano a la garganta, mientras yo la miraba angustiado y en silencio, y la retiró poco a poco. Había sangre seca y pegajosa en sus dedos. Los miró fijamente y luego me miró a mí- Oh, Dios -dijo. Se incorporó del todo y sentí algo de alivio, pese al horror que reflejaba su cara. Si hubiera perdido toda la sangre,

o casi toda, habría estado demasiado débil incluso para ese movimiento-. Oh, Paul – susurró. Me senté en el borde de la cama, tomé su otra mano y la apreté con fuerza.

– ¿Estás despierta del todo? -pregunté.

Ella asintió.

– ¿Sabes dónde estás?

– Sí -dijo, pero después inclinó la cabeza sobre la mano ensangrentada y estalló en sollozos, un sonido horripilante. Nunca la había oído llorar así. El sonido recorrió mi cuerpo como una oleada de frío glacial.

Besé su mano limpia.

– Estoy aquí.

Ella apretó mis dedos, sin dejar de llorar, y luego intentó serenarse.

– Hemos de pensar en qué… ¿Ése es mi crucifijo?

– Sí. -Lo alcé y la examiné con atención, pero para mi alivio infinito no retrocedió ni se encogió-. ¿Te lo quitaste?

– No, claro que no. -Meneó la cabeza y una última lágrima resbaló sobre su mejilla-. Tampoco recuerdo haberlo roto. No creo que ellos, él, se atrevieran, sí la leyenda es cierta.

– Se secó la cara, con la mano lejos de la herida de la garganta-. Debí romperlo mientras dormía.

– Eso creo, a juzgar por dónde lo encontré. -Le indiqué el punto del suelo-. ¿Te

incomoda… tenerlo cerca de tí?

– No -dijo-. Todavía no.

Las palabras me robaron el aliento.

Helen tocó el crucifijo, vacilante al principio, y después lo tomó en su mano. Expulsé el

aliento. Helen también suspiró.

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